En Jennie (Portrait of Jennie, 1948), de William Dieterle, con
guion de Leonardo Bercovici y Peter Berneis, que adaptan la homónima novela de
Robert Nathan, la mirada se enhebra en un espacio intermedio donde la realidad
se revela porosa, en donde lo incierto y lo posible se entretejen en esa frágil
línea del deseo y su proyección o materialización donde se hace sentir que
quizá los limites sí puedan transgredirse, lo que hace de ella una de las
cumbres del género fantástico (y del melodrama romántico). Quizás ninguna obra
ha materializado de forma tan lírica y elocuente el pulso del amor enfrentado a
los límites del espacio y del tiempo. La experiencia es como internarse en una
pintura animada, o de modo más preciso en sus invisibles recovecos. Los
primeros encuadres están cubiertos de una película reticular, como si fueran
pinturas que cobrarán movimiento. Muchos de los encuadres disponen de una remarcada
cualidad pictórica (amplificada por el uso de unas lentes que se utilizaban de
modo habitual en la era silente) que acentúa esa sensación de que se habitara
otra realidad, la de los sueños y los deseos que aspiran a lo sublime.
En 1934, Eben (espléndido Joseph Cotten) es un pintor en cuyos cuadros no se aprecia el amor, o la ilusión, como le señala Miss Spiney (Ethel Barrymore), la dueña de la galería a la que él lleva sus cuadros por si le interesara comprar alguno de ellos. Ella percibe que tiene talento, pero sus pinturas carecen de cualquier fulgor de pasión o singularidad, como si fuera una mera mirada neutra, o quizá más bien neutralizada, desprovista de vida, de entusiasmo apasionado, por sentirse agostado en su preocupación por ganar un dinero para poder llegar a fin de mes y, sobre todo, por el desánimo que corroe su actitud (como se percibe en su hosquedad inicial). Ya no parece confiar en lo posible, y se comporta como quien espera una reacción nada receptiva. Su mirada se arrastra a ras de suelo, como si la erosión de la vertiente prosaica de la vida se hubiera enquistado, con la amargura de la desilusión, en su potencial capacidad de percibir lo distintivo. En la inmediata secuencia, como si se correspondiera con la emulsión de su sensibilidad arrinconada y entumecida, Alan conocerá en un parque nevado, solitario y nocturno, a Jennie (Jennifer Jones), una niña con ropa de principios de siglo, hija de acróbatas. No hay nadie más alrededor, como si sólo ellos habitarán el mundo (o fuera el interior desolado de Eben, que acaba de recibir una brizna de ilusión con la venta de uno de sus dibujos). La niña entona una triste canción (compuesta por Bernard Herrmann) que insufla de una conmovedora magia al momento (ambos encuadrados en un travelling que corporeiza esa conjunción de movimientos interiores que ya empieza a unirles, como si se gestara la sintonización de una conversación íntima sin parangón). Ella canta, ‘no sé de dónde vengo, y voy a donde las cosas van, el viento sopla, el mar se mueve… nadie lo sabe’. La incertidumbre que Eben siente, como desolación, se corporeiza en la tristeza desamparada de la canción, como si la niña la dotara de voz y a la vez su presencia encarnara el impulso de acción vital y creadora que comienza a renacer en él.
Alan tendrá otros cinco encuentros con Jennie, en los que cada vez ella tiene más edad, como si sus tiempos fluyeran en distintas dimensiones, como si la materialización de un amor sublime se correspondiera con el incremento gradual de su motivación creadora, encarnándose en ese amor la fuerza de la ilusión en su más amplio sentido (con el asombro como dinamo). Incluso, aunque se reencuentren rodeados de otras personas, como en la pista de hielo del parque, se transmite la sensación de que es una experiencia que vive Eben (esos encuadres sobre ambos en los que resalta el vacío sobre sus cabezas, vacíos que son plenitud por el esplendoroso sol que lo domina, y la altura de los edificios). Intrigado por esas desconcertantes apariciones y desapariciones, y lo insólito de su condición (¿lo que parece inconcebible puede ser real?), combinado con el creciente asombro cautivado que prende en él, Eben indagará en la vida de Jennie, y verá corroborado a través de la monja Mary of Mercy (Lilian Gih) que Jennie, efectivamente, como indicaban los periódicos antiguos que ella portaba, murió tiempo atrás, precisamente en una tormenta, dominada por las caóticas fuerzas de la naturaleza, del viento y del mar. Pero Eben está convencido de que sus sentimientos pueden vencer a cualquier límite o condicionamiento porque no lo considera imperativo. Para su amor no existe la adversidad y no hay contrariedad que no pueda superar, como su creatividad se sobrepone a todo desánimo. ¿Podrá la ilusión logre vencer a ese precario caos del mundo, a la ineluctable finitud, al progresivo deterioro que define toda vida, materializando un amor más allá de lo posible, un amor sublime y genuino de dos espíritu fusionados y unidos?
Dieterle, con la inestimable colaboración del compositor Dimitri Tiomkin, que utiliza temas de Claude Debussy, y el director de fotografía, Joseph August (que falleció tras concluir el rodaje), gradúa, progresivamente, una modulación emocional extática, propulsada por esas imágenes tramadas, con el uso de filtros y contraluces, que dotan de esa atmósfera de ensueño, donde los límites de la percepción de la realidad se disuelven, y ya esta pudiera ser otra, quizás interior, puede que la de Alan o incluso, y es una posibilidad tentadora, la de Miss Spiney, la anciana dueña de la galería, en cuyos gestos se advierte no sólo una admiración por el pintor, sino quizá algo más. Al fin y al cabo, ella reconoce, tras conocerle, que nadie le había dicho un halago (en concreto, sobre sus ojos; su mirada) desde hacía veinte años… ¿Pudiera ser Jennie la materialización, aun fugaz, de ese amor que ella anhela con el pintor, y que ya por edad cree imposible? Quizás. Otra posibilidad más, u otra narrativa conjugada con la de Eben. Esa es una de las grandes cualidades de esta delicada y hechizante obra maestra, donde se disuelven tanto los límites como las certidumbres, entre el rugiente mar desbordándose, como así ocurre con la pareja protagonista que desea superar todos los límites para materializar su amor, y esa serena atmósfera, de plenitud, dibujada con suprema delicadeza en los momentos que comparten en el piso de Eben cuando ella posa mientras él la dibuja en su lienzo (como si habitaran una atmósfera de plenitud y serenidad que se nutre de sí misma). Alan la inmortaliza como en su corazón será inmortal. Las espirales de la realidad, como las que debe ascender en las escaleras del faro para poder hallarla con la luz en la tormenta, son superadas por su firme y entregado sentimiento incondicional. No logrs que ese amor sea duración, pero aun sólo por unos instantes han gozado juntos de la eternidad. Es lo que Alan sabe a ciencia cierta, cuando despierta, tras que pase la tormenta, y encuentre en sus manos el pañuelo de Jennie. Lo que vivió, aunque sea un enigma por su cualidad fuera de lo ordinario, algo más allá de nuestros límites de conocimiento, no sólo lo sintió, como se aspira a través del arte, sino que fue real. Pudo experimentar la extática conjugación de lo efímero y lo eterno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario