A lo largo de la
historia hemos utilizado distintos símbolos para representar lo desconocido y
lo indefinido, lo ausente y lo perdido, el vacío y la nada. Son múltiples
los lugares, los seres o los objetos que ya no existen, como también los que
pudieron ser. En el fondo, cualquier
objeto está llamado a convertirse en basura, cualquier edificio encierra en sí
mismo el germen de una ruina y cualquier creación comporta destrucción. Hay
cursos y direcciones que no fueron tomadas, hay posibilidades que quedaron
estancadas. Relaciones que se deterioran. Circunstancias que cambian de modo
radical. Durante un periodo de tiempo se puede ser centro de pantalla o
escenario, una estrella o figura relevante y distinguida, en una escala u otra,
y, quizá de repente, quizá de modo progresivo, te conviertes en una figura
marginal o periférica, nadie. Por añadidura, lo que ya no es o no pudo ser
también implica lo que representa. No son concreciones sino también metáforas
que se exploran, en Inventario de
algunas cosas perdidas (Acantilado), de la escritora alemana Judith
Schalansky (1980), en forma de ensayo o relato ficcional, el palacio de la
república de Berlín, el tigre de Caspio, el unicornio de Guerecki, los cantos
de Safo, los siete libros de Mani, o la isla de Tuanaki en el Pacífico, una isla en la que sus habitantes no sabían
lo que era luchar y desconocían la palabra guerra en cualquiera de sus funestas
acepciones. Una isla desconocida, y lo que lo que no se recuerda no existe.
Fue una posibilidad ignorada que se convierte en metáfora de lo que la especie humana no ha sido. El mundo pudo ser como
aquella isla que dejó de existir, pero el ser humano ha preferido, de modo
intencional o de modo inconsciente, tomar otras direcciones. Con la extinción
de tigre del Caspio se refleja la tendencia humana al disfrute del Circo romano
en sus diversas manifestaciones y variaciones, al deleite con la desgracia y la
violencia. En ese relato una tigresa combate con un león después de haber
sufrido las penurias de un confinamiento en un espacio reducido. Metáfora de lo
que hemos hecho con nuestro entorno y otras especies. Metáfora de cuáles son
nuestras pantallas recreativas predilectas. Metáfora de nuestra indiferencia.
El unicornio representa a toda esa serie de monstruos míticos que protagonizaban los relatos en los que su fundamento vertebrador era poner a prueba el valor de un hombre, someter a la naturaleza indómita, enfrentarse con éxito a lo desconocido y superar el pasado. El sometimiento y la conquista se cimenta y apoya en la definición de lo otro como monstruoso. No es el ser humano, o esa actitud conquistadora, la monstruosa. Hemos siempre preferido vernos en el espejo del modo más conveniente y favorecedor. El mundo es un escenario en función nuestra. La ficción que pergeñamos. En contraste con esa concepción y perspectiva utilitaria, la idealista o idealizadora: los románticos ven en el fragmento una promesa infinita, un ideal cuyo poder persiste, gravitando todavía sobre nosotros. El mundo podría ser un modo que se ajustara a esos ideales sublimes. O quizá una y otra tendencia humana sean tendencias complementarias, aunque parezcan contrarias, como el psicópata y el soñador romántico cosifican desde la distancia, ya que para uno y otro los demás son representaciones, de las que aprovecharse (y por lo tanto, a las que dañar con absoluta indiferencia) o las que sublimar, como planteo en mi novela Desconocido.
La relación con la vida se tensa entre dos extremos. Uno es la perturbadora consciencia de nuestra condición mortal, inexorabilidad con respecto a la que el ser humano se ha rebelado con las contorsiones de los relatos consoladores. El otro es la convivencia asombrada con lo posible, la incertidumbre, los espacios en blanco o las tinieblas oscuras, la vida como una sucesión de territorios desconocidos, cuya equiparación podrían ser los puntos suspensivos, los cuales tienen el poder de abrir el texto a ese reino de sensaciones, vasto e indefinido, que no puede verbalizarse o que huye ante las palabras de las que solemos servirnos: <<… el ser por quien me desvelo>> (…) estos tres puntos se han convertido en un signo que invita a deducir aquello que se sugiera, a imaginar aquello que falta, un símbolo que representa lo que no se puede decir, aquello sobre lo que callamos celosamente, lo repugnante y obsceno, lo quimérico, lo reprobable y, a veces, la propia realidad tal cual es, por más que queramos cerrar los ojos ante ella. Si mantenemos los ojos abiertos, la realidad es una singladura de imprevistos y recovecos diversos, nieblas que disipar con la perseverancia de quien asume la vulnerabilidad ante lo impredecible (en un momento estamos vivos, y en el siguiente quizá no). Incluso el pasado vivido es un territorio por explorar, un espacio palpitante y vivo que comprender y descifrar, como sus fulgores brotan en nuestro presente del modo más imprevisto. Somos al fin y al cabo tanto nuestros sueños como nuestros recuerdos. Y lo que fue aún puede ser el eco de un futuro larvado. Esta obra habla por igual de búsquedas y de hallazgos, de pérdidas y de conquistas, guiada por la intuición de que la diferencia entre presencia y ausencia es puramente marginal, siempre que exista la memoria.
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