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miércoles, 22 de diciembre de 2021

West side story

 

La respuesta al por qué una nueva adaptación del musical concebido para los escenarios teatrales por Jerome Robbins, escrito por Arthur Laurent, con música compuesta por Leonard Bernstein y letras de Stephen Sondheim, producido por primera vez en 1957, queda patente en la secuencia introductoria de West side story (2021), de Steven Spielberg. La primera adaptación, dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins, en 1961, con guion de Ernst Lehman, comenzaba con unas planos aéreos de diversas zonas de New York (y la primera, de modo elocuente, era un puente) hasta que realizaba un brusco zoom en el vecindario multirracial de clase trabajadora Uppertown West Side. West Side Story restringe los planos aéreos a una zona de derribo en ese vecindario, ya que va a desaparecer en pocas semanas por la construcción de edificios más elevados para residentes de más holgada posición económica y, por lo tanto, mayor poder adquisitivo. Es un entorno (y por extensión metafórica, un país) definido por la degradación. En la versión de Wise y Robbins el extraordinario primer número musical comenzaba en un cancha de baloncesto (escenario en el que también concluirá trágicamente la narración). Las humillaciones y escaramuzas entre los portorriqueños sharks y los blancos jets de esa secuencia introductoria, como si vivieran su encapsulado escenario de juego, ponía de manifiesto cómo vivían ajenos a la realidad, su realidad era su confrontación, esa disputa por un territorio (o mínima y restringida parcela realidad), como manera de sentir que su realidad tenía algún fundamento o que disponían de ilusión de control. La irrupción del teniente Shranck (Simon Oakland) remarca, por un lado, el desprecio hacia los portorriqueños porque los considera otros de los diversos grupos inmigrantes equiparables a una infección, y, por otro, su control de un escenario que debe adaptarse a su voluntad, o código de conducta y circulación. El perímetro de las canchas de baloncesto está circundando por verjas. Los jóvenes contrincantes viven en su particular escenario de competición, el cual a su vez es un campo de prisioneros.

La obra se hacía eco tanto de las insatisfacciones juveniles, manifiestas, sobre todo, desde Rebelde sin causa (1954), de Nicholas Ray, como los conflictos étnicos. Cuando comenzaron a perfilar la obra en 1955, como actualización de Romeo y Julieta, de William Shakespeare, pensaron en un conflicto entre católicos y judíos, pero por la resonancia social de los conflictos entre bandas callejeras de distintas etnias decidieron cambiar su caracterización. Bernstein sugirió que se trasladara la acción a Los Ángeles, con los chicanos como antagonistas de los americanos blancos, pero Laurents estaba más familiarizado con el contexto neoyorkino, y prefería que fueran portorriqueños. Ese mismo año se estrenó Semilla de maldad (1955), de Richard Brooks, centrada en el conflicto intergeneracional, en el escenario específico de un aula, o en 1956 Crime in the streets, de Don Siegel, según obra de Reginald Rose, sobre el enfrentamiento de unas bandas juveniles. El conflicto étnico era candente, uno de los componentes de la magistral anterior obra de Wise, Apuestas contra el mañana (1959), que literalmente acababa con una explosión que representaba toda la carga de violento desencuentro entre razas. Wise había realizado en 1951 Ultimatum a la tierra, en donde Klaatu (Michael Rennie), un extraterrestre llegaba a a la Tierra para avisar de que si no cesaban en sus reiterados conflictos violentos, cada vez de mayor escala, por el incremento de la potencia de las armas (como la nuclear), destruirían el planeta. En West side story, el amor entre María (Natalie Wood) y Tony (Richard Beymer), amor que trasciende las verjas de construcciones identitarias, adquiere la misma condición emblemática, con respecto a un entorno o conjunto social, que Klaatu. Pero, de la misma manera que disparaban sobre Klaatu, la conclusión de West side story es tan trágica como también lo era la de Apuestas contra el mañana, o lo será la de The haunting (1963) o el de uno de sus proyectos más personales, El Yang tsé en llamas, como quedará frustrada la relación sentimental entre los personajes de Shirley MacLaine y Robert Mitchum en Cualquier día en cualquier esquina (1962). De hecho, Tony antes de morir le dice a Maria que el amor no es suficiente.

Spielberg declaró que una de las principales motivaciones para realizar esta nueva versión es el incremento de la división interracial en el país, aún más acusada, según él, de la que había en el momento en que se representó el musical por primera vez. En la introducción queda acentuado en el hecho de que los americanos blancos cogen unos botes de pintura para emborronar la palabra Puerto Rico pintada en un graffiti, lo que provoca la reacción airada de los portorriqueños y la consiguiente refriega violenta. En este caso, el teniente de policía Schrank (Corey Stoll), remarca la condición de clase baja de los blancos americanos. No solo el conflicto es interracial, sino que también, de base, hay un conflicto de clase. La construcción de los nuevos edificios es una forma de reemplazo o borrado. Los que disponen de mejor posición social construyen sus vidas sobre las que no tienen modo de salir de su agujero. Por tanto, su escenario de conflicto será también borrado en pocas semanas, como ellos intentan borrar el nombre de Puerto Rico. No controlan la realidad. Ni unos ni otros. Su particular conflicto no deja de servir a un sistema social que incentiva los conflictos de parcelas específicas (sean interraciales o de la índole que sea) porque así permanece intacto. Hay otras variaciones sugerentes con respecto a la adaptación de Wise y Robbins. En este caso, Tony no trabaja para Doc sino para Valentina (Rita Moreno), una mujer portorriqueña que vivió una historia sentimental con un blanco americano. Es antecedente tanto de lo posible como de las dificultades. La relación entre Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler) es otra excepción más en el tiempo, una dirección que pocos se atreven a tomar por las verjas interpuestas, otro intento por superar las verjas interpuestas por un guion establecido que pauta filiaciones y antagonismos. El número de América es aún más brillante porque se extiende por las calles, y es inventiva la variación de Gee, officer Krupke, en este caso en una comisaria (en la que siembran el caos, como al fin y al cabo sus reacciones no son sino caos que manifiesta un descontento), aunque no es el caso del demasiado acaramelado One hand, One heart, que en vez de con maniquíes (por lo que no estaba exenta la ironía), como en la obra de Wise y Robbins, acontece en la Iglesia de Intercesión (con exceso de baño de fuentes de luz) y menos el de Cool, que además se adelanta en la narración. Esa variación también define una diferencia narrativa. La carga de electricidad que se cargaba en el último tramo, tras el enfrentamiento mortal entre jets y sharks, era superior en la obra de Wise y Robbins porque aquel número musical de Cool, en los aparcamiento cubiertos, ejercía de intento de atemperación de la tensión desesperada que sentían los jóvenes protagonistas. En la obra de Spielberg, es reflejo de la discrepancia de actitud entre la apaciguadora de Tony y la belicosa de Riff (Mike Faist), eso sí, con la sugerente idea escénica de que acontezca sobre una construcción de madera portuaria con partes resquebrajadas de su suelo.

La nueva adaptación de Spielberg resulta muy estimulante por sus variaciones y por su deslumbrante fluidez narrativa, pero particularmente me parece más sugerente la opción expresiva de la versión de Wise y Robbins, menos naturalista y más estilizada y abstracta. Hay hermosas transiciones, como el movimiento de cámara que asciende desde Tony, tras concluir su canción Something's coming, en la que canta cómo espera, siente, que algo irrumpirá pronto en cualquier esquina de su vida, y se encuadra, en su ventana, a Maria. Y otras que reflejan el deseo de transfigurar su realidad: María desea acudir al baile, es una chica de dieciocho años que solo lleva un mes en Estados Unidos, pero sobre todo quiere que su vida se transfigure, que un acontecimiento ilumine su vida, y ya no sea la niña virginal con traje blanco: da vueltas sobre sí misma, y la figura se convierte en sombra y color rojo que se convierte, por la transición, en otras sombras en un entorno colorido que se revela que es el cautivador decorados, de elevadas y despojadas paredes rojas del lugar del baile. Nada hay que cuestionar del trabajo más realista de dirección artística y luz y color de la obra de Spielberg pero resulta aún más fascinante la admirable fusión entre la dirección artística de Boris Leven y Víctor A Gangelin, que en diversas secuencias hace patente la condición de decorado del espacio, y el tratamiento más pictórico de la dirección de fotografía de Daniel L Flapp, con la relevancia en particular del rojo, ya patente en la pared de rojo sobre la que posa su palma ( o se afirma) el portorriqueño Bernardo (George Chakiris), la primera vez que es provocado por los jets. 

La versión de 1961 destacaba por un fascinante tratamiento del encuadre, en particular con la profundidad de campo, que también brillaría sobremanera en la magnífica El Yang tsé en llamas, pero también en las obras en blanco y negro de ese periodo, el más fecundo creativamente de Wise, Cualquier día en cualquier esquina y The haunting. En una de las secuencias más brillantes, el momento en el que María y Tony se avistan por primera vez en el baile, se empaña la imagen, por lo que se emborrona el resto del encuadre, y sólo quedan nítidas ambas figuras, ambas miradas, las de los que se han descubierto, reconocido, en el indistinto conjunto (recurso que retomaría felizmente Scorsese en la bella secuencia del palco en La edad de la inocencia). Incluso, el mismo espacio se transfigura acorde a esa revelación (el mismo fondo varía): ambos bailan, como si se germinara y fundara un mundo propio, aparte, bien delineado por la variación del sonido y la luz. Una hermosa fisura en la narración, un quiebro que transfigura la narración a partir de entonces (no obsta para reconocer que también es excelente la opción más naturalista de Spielberg, con ambos personajes encontrándose tras las gradas como si una atracción magnética dirigiera el uno hacia la otra, con la música alrededor atenuada). En otra secuencia compartida de la versión de 1961 se hará aún más manifiesto el artificio, remarcado a través de la luz, el color y el decorado, esto es, que los personajes viven en un escenario, su escenario propio, el de su amor, cuando representan su boda, y la luz arriba se enciende, en un efecto completamente irreal, artificial, como el rojo, en paralelo, invadirá, y dominará los decorados de la calle, en los preparativos del enfrentamiento entre los representantes de las dos bandas, los jets y los sharks, porque al fin y al cabo, su rivalidad no es más que una representación, viven en un escenario, que no es sino un modo de dotar de algo de sentido a sus vidas. Y será el color del vestido que porta María en el trágico final.


La elección más abstracta y estilizada no es meramente estética sino acorde a un fundamental substrato: durante la narración se va perfilando, con una sucesión de detalles, más manifiestos o más bien insinuados, ese escenario de conflicto (la diferencia con un otro, la afirmación grupal en construcciones de identidad) que se representa sobre una realidad de resentimientos, carencias, estigmas: ¿Qué pueden hacer con sus vidas?¿Hay un lugar más allá al que pueden escapar o en el que tengan realmente una oportunidad?¿No es su conflicto étnico una forma de no asunción de esas imposibilidades y esos condicionamientos?. En la versión de Spielberg Bernardo es boxeador. Evoca al protagonista chicano de Cruce de derecha (1951), de John Sturges, para quien el éxito en un cuadrilátero era la única forma de evitar las privaciones a los que se veían abocados los chicanos, con la delincuencia como única alternativa. Necesitan una disputa manifiesta, porque no pueden luchar contra quienes les abocan a su vida precaria. Por eso pelean entre ellos, aunque sean todos hijos de inmigrantes. En la versión de Wise y Robbins, Bernardo llama caustica y despectivamente nativo a Riff y comenta con desprecio que Tony es hijo de polacos. Unos y otros se categorizan, aunque ironicen sobre cómo sus conflictos se ven reducidos a lugares comunes, como evidencia el sarcástico número musical en el que los jets ironizan sobre las explicaciones psicoanalíticas (traumas familiares) que no son sino otras verjas con las que distorsionar o constreñir la causa de la delincuencia. Son cosificados, convertidos en figuras sin real contexto, pero ellos también viven su particular escenario, que será desgarrado cuando irrumpa lo real: la muerte, la tragedia, aparece, aunque no fuera buscada, pero si tentada, cuando se juega en el filo, y se produce el fatal accidente, y el escenario, el teatro, se tiñe de sangre, y los actantes descubren que no son máscaras sino cuerpos que desaparecen de escena, de la vida). Por eso la construcción circular de la narración de Wise y Robbins, que comienza y termina en las canchas de baloncesto, rodeadas de verjas, porque sus vidas, realmente, por mucho que jueguen a ese teatro de enfrentamientos, está atrapada en unas verjas, que les condenan fatalmente, porque no les deja salida (y ellos mismos las apuntalan con sus conflictos y disputas). De ahí ese bellísimo travelling que se aleja en el nocturno plano final, tras que Tony haya muerto, mientras los personajes, los chicos de ambas bandas, policías y enfermeros, van abandonando, sucesivamente, como espectros deshabitados, en una fúnebre coreografía, el escenario, que es lo único que queda, un vacío escenario rodeado de verjas. En la de Spielberg, acontece en la calle en donde está la tienda de Valentina, el reducto de la posibilidad, frente a las ruinas de los edificios abatidos. La muerte acontece entre ambos espacios. Una herida abierta que necesita convertir las ruinas en posibilidad de real conciliación. La cámara, desde las alturas les encuadra alejándose, con unas escaleras en primer término, como las escaleras por las que ascendía Tony, y que superaba cual laberinto, para estar junto con María. También un final nada convencional, pero sin la sequedad demoledora de la obra de Wise y Robbins, en la que la espesura de la noche adquiría la condición de abismo.

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