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jueves, 23 de diciembre de 2021

The king's man

 

La secuencia climática de The King’s man: La primera misión (2021), de Matthew Vaughn, consiste en el (narrativamente, hablando) inevitable duelo entre el héroe, el duque de Oxford, Orlando (Ralph Fiennes) y su antagonista (cuya identidad se mantiene entre sombras hasta que él se revela diciendo literalmente sorpresa; aunque no me parezca que lo sea, más cuando Vaughn lo insinúa con la planificación y gestualidad en cierta secuencia). Ese principal villano, del que sólo se sabe que es un escocés resentido con el Imperio británico, lidera el grupo que pretende desestabilizar Europa con la conflagración de un conflicto bélico, que sería conocido como la I Guerra mundial. En cierto momento de ese largo enfrentamiento, el cineasta británico recurre a varios planos subjetivos a la altura de las espadas (no de ambos contendientes, quizá de nadie, quizá de las mismas espadas). En otro previo enfrentamiento violento, entre otro villano perteneciente a ese grupo, Rasputin (Rhys Ifans), y Orlando, su hijo, Conrad (Harris Dickson) y el asistente de Orlando, Shola (Djimon Hounsou), Rasputin ejecuta sus golpes acompasado a unos pasos de baile, como si su forma de combatir fuera una coreografía. La gracia se superpone sobre la amenaza. Son detalles que ejemplifican cómo el cineasta, en su tratamiento expresivo, prioriza la acrobacia y la filigrana, como si su enfoque lúdico se perdiera demasiado en lo accesorio, que ejerce de distracción, o fuera esto, por momentos, la atracción principal, por lo que, como consecuencia, determina la banalización del planteamiento dialéctico que representan los dos enfoques opuestos de padre e hijo, la actitud pacifista y la actitud que desea ser protagonista de la acción (aunque implique violencia). De nuevo, como ya quedaba patente en las dos primeras producciones de Kingsman, en particular la segunda, su enfoque se caracteriza por la contradicción, ya que los apuntes críticos o densos quedan diluidos en la predominancia de la aparatosidad espectacular en un brillante engranaje, cuyo diseño de producción y dinámico montaje se ejecutan de modo impecable, que en esta tercera producción chirría demasiado ya como planteamiento formulario.

Con respecto a su planteamiento de perspectivas en colisión, resulta sugerente, al menos de entrada, cómo tanto padre e hijo modifican su actitud durante el desarrollo dramático, pero esa estructura, o ese decurso, dispone de arenas movedizas. El padre, pacifista declarado, quiere evitar como sea la confrontación violenta, por lo que, en particular, quiere evitar que su hijo se vea envuelto en cualquier circunstancia violenta que pudiera propiciar su muerte. Ambos fueron testigos doce años atrás, en la secuencia introductoria, de la muerte de su, respectivamente, esposa y madre. Esa sobreprotección y su deseo de evitar el conflicto bélico le llevan a participar de modo activo, como variante de agente secreto, en una serie de circunstancias peligrosas en las que también se encontrará su hijo, como será el caso de la neutralización de Rasputín como aviesa influencia para el zar Nicolas. Es decir, es un hombre de acción reticente, una contradicción o paradoja, según se considere, lo que, como punto de partida, lo convierte en un personaje sugerente, con matizado relieve. Conrad, como prototípico adolescente, quiere ser protagonista de la película, quiere participar en la acción, porque para él pertenece al territorio fantástico de lo mítico. Aunque fuera testigo, cuando era niño, de la muerte de su madre, aún no es consciente de lo que significa participar en un campo de batalla, esto es, destrucción, mutilación, muerte. Por eso, pese a las maniobras de su padre, urdirá sus propias maniobras para poder intervenir en primera línea de combate, en las trincheras. Precisamente, la más notable secuencia de la narración es aquella en la que, juntos otros compañeros, pelea en la noche, entre ambas trincheras, con varios soldados alemanes. Para evitar que les disparen desde cualquiera de las trincheras tienen que hacerlo con armas que no sea de fuego. Será durante ese combate cuerpo a cuerpo cuando sea consciente del horror de la guerra y de su insuficiente y equivocada perspectiva sublimadora previa.

EL enfoque dialéctico parece una variación del que se plantea entre dos personajes femeninos en Malmkrog, de Cristi Puiu. Pero en The king’s men, el posicionamiento es diáfano. Orlando variará su perspectiva pacifista porque asume que parece ineluctable la acción violenta contra quienes solo entienden la violencia como instrumento. De hecho, con ellos, ni siquiera hay espacio para la compasión o el perdón. No hay ambivalencia ni matices. La proyección causal es tan elemental como la extirpación de un quiste sebáceo. La variación de enfoque estará determinada por el condicionamiento o daño personal, como respuesta contra quien piensa que representa la actitud beligerante. En el desarrollo dramático y narrativo, ya no hay contradicción entre planteamientos cuestionadores y tratamiento expresivo acrobático. Ya no hay colisión entre apuntes críticos sobre el uso de la violencia o la inconsciencia con la espectacularidad exorbitada. Aquello que se combate es una mera representación, por lo tanto, es consecuente la delectación con la pirotecnia de montaje o el diseño visual. O con los planos de espadas. Por eso, la vertiente humana, o la amenaza real de la pérdida y el padecimiento por la misma, queda diluida en puntuales destellos que no cuajan en el desarrollo dramático, como parecidos y sugerentes apuntes de misma condición en las dos previas películas. Como en el predominante cine de acción de los ochenta (en particular las obras protagonizadas por Indiana Jones) y de los noventa, lo importante es la mecánica sucesión de disparos, peleas a golpes o espadas, explosiones y acrobacias diversas, como ejemplifica la coreografía de la confrontación final, aunque más bien te deje fuera, como espectador de unas atracciones de feria, sin implicarte realmente en lo que puede afectar a los personajes. Son figuras recortables en un engranaje de medido funcionamiento.

Queda en evidencia, por tanto, cómo el planteamiento de esta saga tenía trampa. Vaughn declaró en su momento que con la puesta en marcha de la serie de películas que comenzaba con Kingsman (2014) quería retomar el enfoque más ligero sobre la figura de los espías, aquel que predominaba en las citadas décadas de los ochenta o noventa, desde las películas de James Bond protagonizadas por Roger Moore a Eraser (1996), de Chuck Russell, porque le parecía que el tratamiento predominante en este siglo era demasiado grave o sombrío. Pero a diferencia del enfoque sobre James Bond, que mantenía su espectacularidad característica pero ahora combinada con un planteamiento más crítico sobre su figura protagonista, la saga de Kingsman utiliza en su planteamiento aspectos cuestionadores que no sólo no se convierten en centro de su desarrollo dramático o narrativo, y que por tanto quedan neutralizados por la pirotecnia formal, sino que, como queda aún más patente en The king's men, camufla un posicionamiento manifiesto que, de hecho, es el opuesto al que se planteaba en la películas sobre Bond protagonizadas por Daniel Craig (o incluso en otra saga de acción, la protagonizada por el agente Bourne). No prima el enfoque crítico (institucional, icónico) sino la admiración por una figura (institucional) ejemplar que ejecuta la extracción del antagonista desestabilizador de turno. O sea, ligereza con trampa (envenenada).

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