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lunes, 13 de diciembre de 2021

Los puentes de Madison

 

'Sólo lo diré una vez, nunca lo he dicho antes, hay certezas que sólo se presentan una vez en la vida'. Son las últimas palabras que le dice Robert (Clint Eastwood) a Francesca (Meryl Streep) antes de despedirse, y alejarse en la oscuridad. Condensan las entrañas de la magistral Los puentes de Madison (The bridges of Madison County, 1995), de Clint Eastwood, adaptación de la novela de Robert James Waller, cuyos derechos habían sido comprados por Amblin Entertainment antes de que se publicara. Steven Spielberg le propuso a Sidney Pollack que se encargara de la dirección. Kurt Lutke escribió un primer borrador, con Robert Redford como posible protagonista, pero Pollack se desentenderí del proyecto. Spielberg, que seguía supervisando el proyecto, trabajó en un nuevo borrador con Ronald Bass, pero tampoco le satisfizo. Sí el tercero, escrito por Richard LaGravenese, como también a Clint Eastwood que había aceptado encarnar al protagonista. A ambos les gustaba la idea de que se enfocara desde la perspectiva del personaje femenino, Francesca. Y Spielberg fue quien planteó a LaGravenese la idea estructural de la lectura de los diarios por parte de los hijos de Francesca tras el fallecimiento de ésta. Spielberg consideró la posibilidad de dirigir el proyecto, pero cambio de opinión y se lo ofreció a Bruce Beresford, quien trabajó junto a Alfred Uhry en otro borrador, en el que Francesca no fuera originariamente de Italia, pero no convenció a Spielberg, quien prefería el de LaGravenese. Fue entonces cuando Eastwood decidió dirigir el proyecto y, pese a las reticencias iniciales de Spielberg (y la preferencia de Waller por Isabella Rosellini), abogó por Meryl Streep para interpretar a Francesca. Para el que aparecería como su hogar remozaron una granja que llevaba treinta años abandonada.

Eastwood aborda el proyecto como un genuino melodrama, lanzándose sin red a la exploración de las emociones en su completa desnudez, sin vaselina ni sacarosa, con un planteamiento estilístico realista (ni recurre al formato panorámico, como también hará con Medianoche en el jardín del bien y del mal, en la que el contexto también cobra particular relevancia) y con la precisa contención que le caracteriza (de la que, por ejemplo, es exponente su decisión de volverse de espaldas cuando unas lágrimas asoman en su rostro durante una discusión de su personaje con Francesca, para sorpresa de la actriz, al comprender que prefería potenciar la emoción del momento que lucirse como actor). La vertiente musical está potenciada por la hermosa banda sonora de Lennie Niehaus, y en concreto el bellísimo tema principal, que compuso con Eastwood, el cual se convierte en matizada caja de resonancia de los diversos estados emocionales o de las diferentes circunstancias, de la plenitud de la presencia a la dolorosa añoranza de la ausencia. Los puentes de Madison es una de las obras que con más complejidad y potencia expresiva han reflexionado, y hecho sentir, sobre la condición de ese amor único con el que se realiza ese logro, o materialización, de un puente entre dos intimidades que se sienten y comunican como no lo han hecho ni harán con otra persona. Esa suerte de cruce o encuentro que, como apuntaba Woody Allen, tan raramente se dan en la vida, y que no muchos pueden disfrutar, aunque sea de su mera promesa o posibilidad, la cual, por otra parte, también depende las circunstancias o del resultado de la fricción entre las voluntades y las circunstancias. Y ese es otro aspecto sobre el que esta obra realiza una incisiva reflexión. Ese encuentro, además de confrontar a ambos, sobre todo a ella, con sus miedos e inseguridades, sitúa a los personajes, por añadidura, en la encrucijada de qué decisión tomar, cómo conjugar los sentimientos con los condicionamientos de las propias circunstancias, con el juicio o valoración de los otros, en especial porque implica romper con lo establecido como costumbre, dentro de las coordenadas del molde social de las convenciones aceptadas (en este caso, su matrimonio o familia), y que determinaría, por parte de su entorno, un estigma (como la mujer del pueblo que ya lo sufre) para su familia. La decisión personal se ve condicionada por su inscripción en un conjunto social.

En este sentido, es hermosa la decisión del planteamiento estructural, que se desmarca de la novela de James Waller o cómo este relato, o descubrimiento de las emociones ocultadas, o no vistas ni apreciadas por su familia, influye (cual trasuntos de espectadores) en Carolyn (Annie Corley) y Michael (Victor Slezak), los dos hijos (que décadas después, tras su fallecimiento, descubren lo que ignoraban de su madre, al leer su diario), y determina que tomen decisiones que sean más consecuentes con lo que de verdad sienten, ya sea por soportar una relación que ya no funciona, o por no mostrar el suficiente amor a su pareja. Han transformado o reconfigurado su mirada sobre su madre con otros ojos, mirada de descubrimiento (de una mujer que sacrificó sus propias emociones por el efecto que tendría en su familia la condenatoria mirada social), y su espejo les ha determinado a mirarse a sí mismos, y descubrirse, y así optar por la fidelidad a los sentimientos genuinos propios, el amor propio que implica cómo saber amar y amarse, por encima de lo que supuestamente dictan las convenciones o conveniencias sociales. Los hijos se tornan en trasunto de cualquier espectador que se sobrecoge con la indecisión de Francesca por romper con el enclaustramiento de su vida de costumbre que ha cortado sus alas de luciérnaga, como un fósil incrustado en el decorado de la inercia y de su funcional rol doméstico, cual mujer invisible, y lanzarse al riesgo de iniciar una incierta nueva vida, cual territorio desconocido, pero asombroso, con ese hombre que le ha hecho sentirse ella misma más que nunca y con quien por fin ha sentido la emoción verdadera a flor de piel.


Resulta elocuente la presencia fugaz del perro, en la secuencia de tránsito, acompañando a Francesca en la oscuridad del hogar, tras que la familia se haya ido, previa a la aparición de Robert, como si hubiera respondido a la invocación de un deseo, como encarnación de una falta o carencia. Detalle, el de la invocación de un fantasma (de una falta o necesidad), ya presente en obras anteriores de Eastwood como, por ejemplo, en sus westerns Infierno de cobardes o El jinete pálido. Posteriormente, el perro acompañará, a la carrera, la furgoneta que conduce Francesca hasta el puente en el que Robert realiza las fotos, cuando decide dejar una nota para que vuelvan a verse y cene con ella en su hogar. Francesca, en ese momento, no quiere que sea una mera ave de paso que vio cruzar su vacío. Quiere sentir esa plenitud que intuye que lo exorciza, ya que Robert la hace sentirse visible, única y excepcional, en el centro del encuadre de la vida. No un mueble más, parte del hábito, para su familia. Resulta ejemplar la síntesis descriptiva de las primeras secuencias cuando les prepara el desayuno, como si ella no estuviera ahí, o diera igual lo que quiera o siente: el gesto de la hija cambiando la música que ella había puesto, o todos cerrando la puerta con estrepito. Por eso es tan bello ese momento en el que Francesca advierte cómo Robert la cierra con delicadeza. Siente que tiene en consideración lo que ella puede sentir, cómo le puede afectar. Ella ya no gira alrededor de otros, como con su familia, sino que, como Robert le demostrará después, para él ella es el centro de su vida. Aunque haya recorrido decenas de países él siente la certeza de que ella, la conexión de amor único que se ha dado con ella, cómplice y profundo, es su hogar, su tierra, su patria. Él sabe mirarla, la reconoce, la admira, es el encuadre que buscaba encontrar, el rostro, la presencia, que quiere sea su permanente paisaje.

Pero Francesca no logra sobreponerse a lo que su decisión puede afectar, como una infección incurable, a su familia. Piensa en los otros, en qué efecto tendrá  sobre sus vidas. Tras que él se marche, su voz en off constata cómo buscaba estar lo más activa para no pensar en él. Cuando su familia retorna, Francesca mira hacia el camino por el que vio por primera vez acercarse la camioneta de Robert (ahora un espacio vacío), y la sublime música, el leitmotiv de su amor, resuena breve, y dolorosamente, amortiguada, como entre tules, como un recuerdo presente que es a la vez ausencia. Posteriormente, Francesca, sentada en su furgoneta (mientras espera a su marido), advierte que, al otro lado de la calle, Robert está observándola, dejándose mojar por la lluvia (todo un elocuente detalle de que él está dispuesto a exponerse a la intemperie, apostando por el agua de los sentimientos). Tras que vuelva el marido a la furgoneta, Francesa sufre un desesperado y desgarrado debate interno, agarrada su mano al picaporte de la puerta, dirimiendo si dejarse llevar por el impulso o contenerse, mientras observa cómo Robert, ya en la furgoneta delante de la suya parada ante el semáforo, coloca, sobre el retrovisor, el colgante que ella le regaló. Otro gesto declarativo de cómo ella es su espejo y su visión, su horizonte y su guía. Es su mirada. Y es el gesto del caballero que señala con un símbolo quién es su dama. Pero ella no es capaz de dejarse llevar por el impulso de sus emociones que claman por desbordarse, ante la mirada de un perplejo marido que no comprende el porqué de las lágrimas de su esposa. Eastwood dilata la secuencia hasta la agonía, que se torna a la vez,  paradójicamente, en éxtasis, esa característica del genuino melodrama fundamentada en la renuncia. Cuánta emoción contenida en ese momento, en esas contorsiones de un sentimiento que quisiera decidirse a liberarse y apostar por la vivencia de las emociones verdaderas, cuya sombra herida, pero celebrativa (a través de la comprensión asombrada y empática por parte de sus dos hijos del amor único que sintió su madre y que fue capaz de sacrificar por ellos) se expandirá en las secuencias siguientes, en particular, cuando Francesca reciba las pertenencias del fallecido Robert años después. La emoción hecha carne y celuloide, o cuando la belleza es conmoción, con una intensidad que rara vez he podido sentir en el cine en las últimas décadas, quizás solo en El curioso caso de Benjamin Button (2008), de David Fincher o The Deep blue sea (2011), de Terence Davies.

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