Nosferatu (2024), de Robert Eggers, es una de esas producciones que se estrenan con la vitola de acontecimiento. Aunque particularmente diría que esa noción sería más bien aplicable a otra obra que se estrena en España ese mismo día, Oh, Canada, producción con la que Paul Schrader demuestra que sabe realizar una muy sugerente obra fuera de ese molde dramatúrgico y narrativo que tan bien domina, y que ha deparado tres estupendas variantes en los últimos años. El reverendo (2017), El contador de cartas (2021) y El maestro jardinero (2022). Oh, Canada es una obra, por añadidura, estimulante por cómo prueba senderos y juega con el aspecto formal, con la estructura y los formatos. En cambio, desafortunadamente, Nosferatu me suscitó la impresión, más allá de sus pictóricas cabriolas formales, sobre todo en la dirección de fotografía y el diseño de producción, de que es un relato que veía por quincuagésima vez. Como otras adaptaciones de célebres novelas, caso de Los tres mosqueteros, de la que recientemente se realizó otra nueva versión, dividida en dos partes (y desistí de ver la segunda por esa sensación de reiteración sin particulares estímulos añadidos por su planteamiento), se han realizado múltiples adaptaciones de la novela Dracula, de Bram Stoker, publicada en 1897, porque el conde Orlok que protagoniza Nosferatu es el conde Dracula. Su nombre, y el de los otros personajes, se varió en la versión de la extraordinaria Nosferatu (1922), de F.W. Murnau, porque el productor no quería pagar los derechos. De hecho, la segunda versión titulada Nosferatu, dirigida en 1979 por Werner Herzog ( y una de sus mejores producciones de ficción) recuperaba los nombres de Dracula o de Jonathan Harker, el agente inmobiliario que viaja de la población alemana de Wismar a los Montes Cárpatos en Transilvania, para proceder a la gestión de la compra de un vivienda en Wismar por parte del conde. En Nosferatu, de Eggers, se mantienen los nombres de Orlok y Hutter, interpretado en este caso por Nicholas Hoult.
El repertorio varía poco. De nuevo, aparece el personaje de Renfield, aquí Herr Knock (Simon McBurney), que en unas versiones es empleado y en otras jefe de la agencia inmobiliaria, y que aporta la nota de extravagancia con su comportamiento desajustado a las reglas sociales, como su gusto por morder y devorar cualquier criatura viva para absorber su sangre. Como no falta la variante de Van Helsing, Von Franz (Willem Dafoe), el científico experto en ocultismo que intenta encontrar la solución con la combatir el influjo de Orlok, quien desembarca en Wismar como una plaga de peste, de la que son transmisores las miles de ratas. Pero no se logra transmitir la necesaria perturbación (desde luego no a mí) a través de todos esos peculiares personajes y esas situaciones que se caracterizan, potencialmente, por lo siniestro y los tenebroso, por muy imponentes que sean las composiciones de luces y sombras. Ocurre lo mismo con el viaje del navío Demeter, durante cuya singladura Orlok elimina a todos los tripulantes, breve episodio sin particular impacto, como también era el caso de la discreta película enteramente dedicada a ese episodio, estrenada recientemente, El último viaje del Demeter (2023), de André Ovredal, en la que también el trabajo de dirección de fotografía era la faceta más destacada. El interés puntual de la obra de Eggers reside en los aspectos en los que se desmarca. La caracterización de Orlok es diferente de la rigidez con cara y dientes de ratón calvo de la obra de Murnau y Herzog. Es más bien una imponente alta figura con un cuerpo que parece en descomposición y un semblante lóbrego en el que destaca un notable mostacho. Y, por otra parte, el espacio de su castillo se caracteriza, por otra parte, por carecer casi de decoración. Es un espacio vaciado, como realidad en derrumbe, o desentrañada. Un espacio de dominantes sombras.
El otro elemento más notable de Nosferatu es la esforzada interpretación de Lily-Rose Depp como Ellen, la esposa de Hutter, quien dispone de particulares poderes intuitivos, desde que era niña, y a la que caracteriza la insatisfacción sexual en su matrimonio como una particular conexión en la distancia con Orlok, quien se obsesiona con ella. Se incide, por tanto, en la idea planteada en obras previas de que Orlok, o Dracula, representa el anverso o doble de Hutter, quien está caracterizado por los rasgos de un actor como Hoult que parece un niño con cuerpo de hombre, acorde a su falta de efusividad sexual, como un no cuerpo. Contraste con la caracterización de Orlok que se revela como uno de los aspectos más sugestivos de la película. Al resaltar esa dualidad (no cuerpo/organicidad y deterioro), Hutter, como el Harker que encarna Bruno Ganz en la obra de Herzog, dispone de más trayecto narrativo, en paralelo con Orlok, a diferencia de otras versiones en las que Harker/Hutter fallece en la visita al castillo de Orlok. Ellen es el cuerpo convulso que clama debido a su insatisfacción. La singularidad, y el desajuste emocional y sexual, de Ellen se transluce en agitaciones variadas, en la demanda desesperada a su marido, tras que vuelva, de que la penetre, y una vez más en su sacrificio con ese cuerpo de apariencia descompuesta de Orlok que representa la falta de vivencia corporal mediante la expresión sexual. Orlok es el reflejo corporal de una sociedad definida por la descomposición de su desvitalizada o neutralizada relación con el cuerpo. Pero más allá de metáforas y símbolos, la narración no consigue despegar en ningún momento, quedando como una discreta vitrina de deslumbrantes composiciones caligráficas con sombras y niebla. En este sentido, no diverge de Dracula (1992), de Francis Coppola, también una mera suma de deslumbrantes fuegos artificios formales, por decorados, vestuario o dirección de fotografía. La diferencia es que Nosferatu se desprende la iconografía romántica a la que recurría Coppola puntualmente. Su enfoque es más turbio. Es la turbiedad de la insatisfacción sexual. Es una cuestión de cuerpos.
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