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miércoles, 29 de septiembre de 2021

Benedetta

                      
El título de la anterior película de Paul Verhoeven, Elle (2016), contenía en sí una interrogante sobre su protagonista. No es su nombre, Michelle (Isabelle Huppert), sino una denominación genérica, más difusa, “Ella”, porque hay una espesura de capas o máscaras en las que internarse para conseguir una mirada precisa sobre esa mujer de la cuál su madre dice de ella que siempre ha buscado materializar una vida aséptica. Nos la presentan como víctima, alguien que sufre una violación, una circunstancia que puede condicionar de modo radical nuestro enfoque sobre ella, pero Verhoeven progresivamente traza un personaje con el que no resulta fácil establecer un enfoque nítido; los matices y las contradicciones se tornan en arenas movedizas con respecto a quien, pese a que no ama al marido del que se separó, no encaja bien que éste tenga una amante (además, mucho más joven), como si él debiera mantenerse en estado de disponible, o que decide establecer una relación sexual ocasional con el marido de su mejor amiga porque se aburría (la circunstancia determinó que fuera él como pudiera ser otro), y por el mismo motivo rompe esa relación, cuando ya también le aburre. El título de su siguiente película si responde al nombre propio de la protagonista, Benedetta (2021), y además a alguien que existió en el siglo XVII, Benedetta (Virginie Efira), una monja italiana en un convento de la Toscana, sobre quien Judith C. Brown escribió Inmodest acts: The life of a lesbian nun in renaissance Italy, convertida en guion por David Birke y el propio Verhoeven. Sí coincide con Elle en el que no resulta fácil establecer una mirada precisa sobre cómo es Benedetta, o cuál son sus intenciones, en qué medida es ingenua o manipuladora, en qué medida es convicción que colinda con la enajenación y en qué medida urde con cinismo y manipula las apariencias para su conveniencia. En qué medida es alguien que es tanto de una manera como de otra, y que, por lo tanto, se puede calificar como contradictoria o paradójica.


La ironía, implícita, en el enfoque de Verhoeven queda patente en la secuencia introductoria. Benedetta, aún niña, viaja con sus padres destino al convento en el que ingresará. Unos bandidos pretenden robar sus joyas y pertenencias, pero la intervención de Benedetta que, con toda su ingenua convicción de su creencia religiosa alude a la intervención divina, dispondrá de una correspondencia que suscitará la risa del líder de los bandidos: un pájaro defeca sobre el rostro de uno de los bandidos más amenazantes. Señal o casualidad, el bandido decidirá respetar a sus padres y no realizar la rapiña. Esa convicción colisionará, cuando ya sea joven adulta, con la insurgencia del deseo. El cuerpo entra en colisión con la idea. Esa escisión o desencuentro dispone de su reflejo en sus alucinaciones, incluso durante un canto colectivo, en las que imagina a Jesucristo como figura tan deseable como contundente que mata a las serpientes que rodean su cuerpo o mata a los bandidos que intentan violarla (irónicamente, el rostro de Jesucristo se torna, para su desconcierto, en el del bandido amenazante del episodio de su infancia). Quien más la desestabiliza será una novicia, recién ingresada, Bartolomea (Daphne Patakia). La atracción es tan poderosa que determinará dos reacciones contradictorias. Por un lado, da rienda suelta a su deseo, y se convierten en amantes, pero por otra parte, sus ofuscaciones se acrecentarán, convencida de que sufre estigmas reales, relacionados con las heridas que, según el relato del Evangelio, Jesús sufrió cuando fue crucificado. Solo se ajustan al relato los de sus manos y su costado, pero se pone en duda que puedan ser tales estigmas ya que falta el de la frente, en correspondencia con las heridas de la corona de espinas. La ambivalencia se torna interrogante cuando poco después se manifiestan esas heridas. Verhoeven no visibiliza cómo se produce. Aunque nadie ha visto cómo ha ocurrido, la monja Christina (Louise Vichette) está convencida de que se autoinfligió esas heridas. Le parece demasiado casual que ocurra justo después de que hubiera sido puesto en duda la realidad de esos estigmas. Pero la abadesa (Charlotte Rampling), independientemente de lo que ella piense, no cree que sea prudente ni efectivo insistir en esa idea, ya que no tiene pruebas. Sabe la imagen que proyecta Benedetta, o lo conveniente que es para la imagen de la Iglesia. De hecho será reemplazada por Benedetta como abadesa.


Esa ambivalencia de Benedetta de nuevo será patente en su decisión de clausurar la ciudad para que no se permita la entrada de nadie, para así protegerse de la plaga de la peste. Pero es una decisión que, a su vez, parece conveniente, porque la abadesa (tras el suicidio de Christina) ha decidido desplazarse a Florencia para recurrir al Nuncio (Lambert Wilson), por lo que quizá se aprovecha de una circunstancia para protegerse de la maniobra de la que fue abadesa, quien no dispone de pruebas con respecto a si ha sido manipulación o no la cuestión de los estigmas, pero sí, ha sido testigo de la relación lésbica de Benedetta y Bartolomea. Esa transgresión es la que puede servir para satisfacer su ansia de venganza con respecto a lo que Benedetta influyó en el fin de la desesperada Christina (y también para reparar su excesiva pragmática cautela). No solo Benedetta se mueve en esa línea difusa de las paradojas o contradicciones. También es el caso del hipócrita nuncio, del resulta manifiesta su vida disipada epicúrea. Resulta una ironía sangrante que su llegada, o su obcecación en hacer valer su posición pese a la orden establecida por Benedetta de no permitir la entrada a nadie en la fortaleza, sea la que propicie la propagación de la peste. Con respecto a Benedetta, la misma Bartolomea está convencida de que, de modo intencional, manipuló la apariencia de sus estigmas, pero permanece difuso en Benedetta el límite entre su sugestionada convicción, colindante con la enajenación, y su capacidad manipuladora en función de su conveniencia.

 


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