Hay una mordaz ironía implícita en el hecho de que un cineasta, Leonard Fife (Richard Gere), célebre por sus documentales, es decir, por registrar, reflejar, una realidad, que además denuncia (la guerra, el abuso de niños por parte de eclesiásticos, la brutal caza de focas...) no sepa con certeza si sus recuerdos son ciertos o no, esto es, si son reales o no. ¿Cuál es la materia, la consistencia, de esas imágenes, de esos relatos, que comparte? Hay también una mordaz ironía implícita en el hecho de que quien sabe que ya carece de futuro, pues su cáncer ha minado su cuerpo, y es poco tiempo de vida el que le queda, piense que sólo le queda un pasado que es más bien un territorio de ficción. Su misma esposa durante treinta años, Emma (Uma Thurman), señala que no se pueden fiar de lo que diga en esa entrevista que ha accedido a realizar para unos antiguos alumnos suyos, Malcom (Michael Imperioli) y Diana (Victoria Hill), aunque poco parece importarles la veracidad de lo que diga sino el impacto que puede causar las palabras de un moribundo (no dudan en colocar una cámara miniaturizada en su dormitorio). ¿Qué imagen importa?¿Importa lo real o importa el impacto que puede causar una imagen? O desde otro ángulo ¿es la realidad una suma de ficciones que desentrañar?
La narración de Oh, Canada (2024), adaptación de Los abandonados, de Russell Banks, a quien Schrader ya había adaptado en la excelente Aflicción (1997), combina y alterna tiempos, formatos y distintas visualizaciones, sea en blanco y negro o en color, acorde a la fractura de la mente de quien ya no discierne si lo que evoca, relata, es real o es un reflejo de su mente desquiciada. Incluso, en algunas de las circunstancias evocadas de su pasado, como cuando tenía veintidós años, encarnado por Jacob Elordi, será el Leonard ya anciano el que intervenga en esas acciones con quien era su esposa entonces, Alicia (Kristen Froseth). En el presente, el formato es el cuadrado, mientras que en el pasado es el panorámico, pero el pasado a veces es representado en color (un color que se siente como color) y en otras en blanco y negro. La expresión lumínica en el presente casi carece de luz, priman las penumbras. El del pasado es más resplandeciente, pero es una luz engañosa, porque no se sabe qué es cierto de lo que relata. Hay cierta secuencia que se repite, con uno y otro, sentado en una cafetería, mirando hacia afuera, hacia un resplandor. ¿El resplandor de qué?
Leonard considera que su vida comenzó un 30 de marzo de 1968, porque fue cuando el padre de su esposa le propuso otra dirección de vida, ser el máximo responsable de su empresa. Una dirección distinta a la que él tenía pensada, como profesor. Una dirección de vida, que su esposa, embarazada de un segundo hijo, también apoyaba porque apuntalaba su futuro sobre cimientos de certeza. Pero por alguna razón, decidió que su dirección fuera otra. Cuando entra en el aeropuerto, supuestamente para volver en unos días y responder a la propuesta de su suegro, la voz narradora indica que no volvió a ver a su hijo en treinta años. Y entonces tampoco quiso volver a verle, como quien niega otra vida, otra vida que no fue, o quizá la vergüenza por evocar qué hizo, qué consecuencias tuvo su decisión de optar por otra dirección de vida, esa que implicaba tomar la dirección de Canada en vez de la de Massachusets para retornar al hogar. ¿Por qué? En cierta secuencia del presente, los cortes de montaje evidencian la inestabilidad de quien ya no sabe qué evoca, qué fundamento tiene lo que en su mente surge. En otra, en su pasado, la planificación se fragmenta cuando la realidad evidencia a Leonard, con sus veintidós años, que no hay cimientos de certeza por mucho que así lo parezca. Oh, Canada interroga sobre la posibilidad de una realidad que se pueda ajustar a lo que se quisiera ser, aunque deje cadáveres de ilusiones ajenas detrás. Oh, Canada es un relato fúnebre. Un relato sobre los añicos de una vida.
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