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jueves, 24 de junio de 2021

La mujer infiel

                           

El infierno (1994), de Claude Chabrol, culmina con un elocuente y afinado uso del desenfoque (un exterior nocturno a través de la ventana), acompañado de las palabras No hay fin. Ese plano, que corresponde a la mirada del protagonista, Paul (Francois Cluzet), refleja que ya no distingue lo que hace de lo que imagina. No sabe si ha matado a su mujer, o si ha sido un sueño. No hay ya fin para su trastorno, generado por sus desaforados celos. Ha quedado ya recluido en el desenfoque de su enajenación. En La mujer infiel (La femme infidele, 1969), con guion del propio Chabrol, hay otro significativo, y mordaz, uso del desenfoque, en este caso, en la secuencia inicial. Las primeras imágenes nos muestran un aparente cuadro armónico, el que conforma el matrimonio formado por Charles (Michel Bouquet) y Helene (Stephane Audran), en el jardín de su opulenta villa en el campo, acompañados de su pequeño hijo y la madre de él. El plano general sobre los cuatro se desenfoca, y sobre este desenfoque desfilan los títulos de crédito, para recuperar de nuevo la misma situación. Ese desenfoque funciona como un elocuente  cortocircuito, insinuación, por un lado, de que esa armonía es aparente y no se corresponde con lo real, y anuncio, por otro lado, de la perturbación que dominará las acciones de Charles, su propio desenfoque, tras que haya entrevisto con nitidez lo que permanecía oculto o disimulado.

Se pondrá en evidencia que su relación se sustenta sobre una inercia que tiene algo de mascarada, como si fueran las máscaras las que convivieran, sin (atreverse a) compartir las insatisfacciones, dudas o miedos. El primer indicio, en forma de sobresalto, que quiebra la aparente armonía se manifiesta con un agudo uso del brusco corte de plano, cuando Charles vuelve a entrar en la casa tras despedir a su madre, y sorprende a Helene hablando por teléfono. Al gesto sorprendido de Helene le acompaña un percutante corte de plano. De algún modo, se ha producido un fugaz corte en la emisión de la inercial pantalla de su relación (sostenida en reflejos, en superficies ilusorias), apuntalado, con mordacidad, en el corte de emisión que sufre la programación televisiva que cierra la secuencia en la que conversan en el sofá. Durante esa conversación, la mascarada, que comienza a evidenciar sus flecos sueltos: una y otro se han tanteado con preguntas, escamoteando, de modo escurridizo, la intencionalidad de las mismas. Ella le pregunta cuándo irá al día siguiente al trabajo, pero se muestra elusiva sobre por qué lo pregunta. Charles siente que oculta algo pero no se atreve a confrontar sus dudas directamente. Esa oscuridad, lo no visible, lo que ocultan, que empaña ahora su relación de modo manifiesto, se refleja, en la secuencia posterior, en un plano sin luz en el dormitorio: se escucha a ambos que no pueden dormir (la inquietud les domina). Previamente, le hemos visto a él dentro de la cama, y ella sobre la cama (tras que la hayamos visto, al salir del baño, reflejada en un espejo); no están ya en el mismo plano, él siente que ella está fuera. Cuando despiertan, ella hace un amago de acercamiento, besándole, pero él se muestra elusivo y alega que está cansado.

La narración de La mujer infiel se define por su cualidad sintética, sutil, hilvanada sobre las insinuaciones y los reflejos, sobre lo que se oculta, modulando un turbador clima emocional siempre contenido como la mascarada en la que vivían sus personajes protagonistas. La opción de Charles, ya carcomido por las dudas y sospechas, no será buscar la vía frontal, sino el desvío, o la línea retorcida, contratando a un detective para que las corrobore. Tras que se lo haya confirmado, observa, bajo la lluvia, la casa en la que está Helene con su amante, Victor (Maurice Ronet). Irónicamente, Helene (a la que vemos ahora dentro de la cama, tras hacer el amor), tomará consciencia de algo que desconocía  con respecto a Víctor (su relación había comenzado hace dos o tres semanas): había estado casado, y tiene dos hijos (es como si empezara a verle ya no como el otro, fuera de lo corriente, sino como un reflejo de su marido; aunque Chabrol rehuye la explicitación de las motivaciones de Helene, y juega con las insinuaciones, con los reflejos indirectos, en acciones, miradas. Un irreversible corte de emisión culminará el posterior encuentro entre Charles y Víctor. El primero realiza la aproximación como otra mascarada, actuando como si no fuera un marido celoso (para perpleja sorpresa de Víctor), pero llega un momento en que musita que no puede más, y golpea en un impetuoso arrebato a Víctor con una pequeña estatua en su cabeza. La piedra de su máscara se ha quebrado irremediablemente. El plano final, extraordinario, se puede equiparar en cierto modo con el de El infierno. Es un plano que corresponde a la mirada de Charles, a quien los policías han venido a detener (sugerido en los gestos). El plano citado es un retrozoom, un travelling que comienza con un encuadre en la distancia de Helene y su hijo hasta que las figuras quedan ocultas en el encuadre por las hojas de un árbol.

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