La escultora Camille Claudel (Juliette Binoche) sueña pero
no hay nada más allá de la luz que proyecta, sólo el negativo de una imagen que
se quema, porque fue traicionada. Camille se precipitó en la decepción, y
perdió la noción del tiempo. Tiene ya cincuenta años, pero parece aún anclada
veinte años atrás, porque aún su dolor sigue enganchado con un garfio a aquella
decepción. En Camille Claudel, 1915 (2013), de Bruno Dumont, Camille habita
los restos de un naufragio, entre otros rostros que reflejan su demolición, la
de su mente, la de sus emociones. Camille ha desaparecido de su propia vida.
Nos es presentada de espaldas, como una figura inmóvil. Resalta su cabello
desordenado. Vive recluida en un manicomio de Avignon, atendida por unas
monjas. Se siente un cuerpo extraño entre aquellas mentes y expresiones y voces
desfiguradas o mentes y cuerpos que niegan su condición de cuerpos y legitiman
su enajenación por su servil cumplimiento de un credo religioso. Camille aún
aspira a recuperar su libertad, como aún cree que fue ayer, o siente como si
fuera ayer, cuando el escultor Auguste Rodin esculpió en sus entrañas la quemadura
de una decepción de la que aún no se ha recuperado, como un veneno que no deja
de corroer sus entrañas. En el manicomio, dispone del privilegio de controlar
cómo se prepara su comida, porque aún teme que él pueda envenenar su comida,
como, de hecho, Rodin envenenó su vida. Su relación sentimental había concluido
en 1892. Un aborto precedió a su fin. Pero Rodin también intentó abortar su
arte. No sólo dejó de apoyarla, tras que ella realizara La edad madura (1899), sino que parece que fue determinante para
que Camille careciera de cualquier financiación que pudiera facilitar la
continuidad de su dedicación a la escultura. Camille, incluso, en 1905,
destruyó su propia obra, por lo que fue declarada mentalmente enferma, aunque
aún, durante ocho años, pudiera permanecer, recluida, en su propio estudio. El
diagnóstico señalaba que sufría de paranoia persecutoria, pero su realidad
había estado definida por las reales trabas y dificultades, cuya huella se
refleja en su semblante, un amasijo de pesadumbre, una arruga que se extiende
en sus ojos como un lamento que no cesa. Ha sido apartada, marginada, entre
esas mentes que no son consideradas funcionales, sino averiadas, o inútiles,
como puede ser quien padece Síndrome de Down o es autista. Camille no mira la
realidad de frente, hasta que durante una representación, una escenificación de
Don Juan en la que actúan otras de las internadas, como una distorsión
que fuera burla de su pena, le enfrenta a la raíz desnuda de su dolor, al
rostro que revela su convulsión en carne viva. Y a la risa le suceden las
lágrimas. Porque lo irrisorio también abrasa con la desolación. Se ve reflejada
en el patetismo de su postración, apartada del mundo. Su ilusión ya no esculpe,
expiró. Transcendencia vaciada, ultrajada.
Paul Claudel escribiría un texto, para un oratorio, cuya música compondría Arthur Honneger, Juana de Arco en la hoguera (1939). Precisamente, las dos siguientes producciones cinematográficas de Dumont se centrarían en Juana de Arco, alguien que también sintió esa iluminación de contacto y diálogo con la divinidad. El enfoque de la infancia, Jeannette (2017), fue planteado como un musical kitsch, perspectiva que remarcaba la naturaleza grotesca intrínseca de, más que su imaginera, la entraña o inconsistencia de la religión católica; aunque reconozco que acentuar lo grotesco con respecto a algo en sí grotesco cortocircuitó mi conexión con la obra; también me había pasado, previamente, con La alta sociedad (2016), tratamiento entre lo grotesco y excéntrico que sí me había parecido magistral en la miniserie El pequeño Quinquin (2014). Camille Claudel 1915 me parece la culminación de la sucesión de excelentes obras que componían la filmografía de Dumont. No hay música, como no la hay en la vida retratada. Su estilo narrativo es despojado, como los mismos espacios, sean interiores o exteriores. Filma los cuerpos en relación con los espacios y los otros cuerpos, el naufragio de unos gestos, como el silencio de una armonía, como una pintura que los atrapara en un marco que es celda. Y los gritos no se escuchan, sólo las oraciones de quien habla con el vacío de una ausencia trascendente mientras niega los temblores de los cuerpos.
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