Érase una vez un tiempo, un tiempo de la mente, en que unos especímenes humanos se esforzaban todo lo posible por dejar el mundo más sabio de lo que lo encontraron. Sin duda muy lejano de este mundo que siglo y medio después hemos configurado. No queremos sabiduría, queremos meramente comodidad y eficiencia, conectados a nuestras extensiones mientras meramente ejercemos nuestra función de parásitos y virus. Esa frase se la dijo Charles Baggage a John Herschel que, junto a William Whewell y Richard Jones, celebraron, en Cambridge, en 1813, sus desayunos filosóficos. Celebraban su propósito de utilizar la ciencia para mejorar la realidad y la condición humana, inspirados en el pensamiento de Francis Bacon. Su propósito se fundamentaba en la necesidad de llevar a cabo las reformas que él había previsto dos siglos antes, el papel antes de la observación como del razonamiento en la ciencia (...) la ciencia debería ayudar a transformar las condiciones de vida (...) El conocimiento de la naturaleza proporcionaría al hombre poder para controlar el mundo natural con el fin de introducir mejoras necesarias para la sociedad. Y para alcanzar el conocimiento de la naturaleza era preciso efectuar una renovación de la mente humana. Veinte años después, en una reunión de la Brittish Association, Whewell propuso el término científico para definir a todos ellos. Quizá por el parecido entre las palabras scientist y artist, como sugiere Laura J Snyder en El club de los desayunos filosóficos. Cuatro notables amigos que transformaron la ciencia y cambiaron el mundo (Acantilado). El científico no como especialista sino como hombre ilustrado, versátil y multifacético. No hay ya un lugar para –o incluso la posibilidad de- un matemático-mineralogista-historiador de la arquitectura-lingüista-clasicista-geólogo-historiador-filósofo-teólogo-alpinista-poeta como Whewell o un trilingüe- matemático-químico-físico-astrónomo-fotógrafo-músico-traductor como Herschel. En aquel entonces, el científico utilizaba el dibujo para dejar constancia de sus descubrimientos, o de la cámara oscura, precedente de la cámara fotográfica, como fue el caso de Herschel, quien a la vez, en el mismo periodo de tiempo, realizó 131 ilustraciones botánicas, cartografió una gran parte del hemisferio sur y realizó la investigación astronómica más completa de esa región, logro que no se vería superado hasta un siglo después. Charles Babbage fue el inventor de la primera computadora, la máquina diferencial, y Richard Jones apuntaló la reputación y relevancia de la economía política, como entonces se denominaba a la economía. Eran hombres que privilegiaban la reflexión sobre cualquier faceta de la realidad, no hombres solo preocupados por su particular parcela de vida. Sus intereses abarcaban todas las ciencias naturales y sociales y también la mayoría de las artes, escribían poesía y descifraban códigos y traducían a Platón, estudiaban la arquitectura e investigaban la óptica.
Eran hombres que querían medir el mundo, cartografiarlo,
pero no para meramente disponer de un dominio de la circunstancia sino como
proceso de conocimiento, como exploradores de territorios desconocidos. De
hecho, cartografiaron tierra, mar y cielo. Jones cartografió, por primera vez,
las zonas rurales de Inglaterra y Gales, Herschel, el firmamento, y Whewell las
mareas. Incluso, acuñó el término mareología (Tydology), pero también eoceno,
mioceno y pleistoceno o ión, cátodo y ánodo.
Esta fascinante obra nos confronta con el hecho de que lo real siempre
es un antes del nombre. Nos hemos
apoltronado en la inercia, que no deja de ser una deriva, que solo se nutre de
los suministros de la costumbre, como una realidad soma. Estos hombres
forcejeaban con lo real en formación y movimiento, con lo desconocido como
materia que conocer para conseguir que seamos más sabios, no meramente
mecanismos de una vida funcional en la que ejecutamos la tarea encomendada en
casilla asignada y, si es factible, disfrutamos de los lujos recreativos que
nos inoculan como aspiración en el horizonte de la pantalla de la vida. Estos
hombres desentrañaban, a la vez que tejían un hilo con el que comprendíamos
mejor nuestra relación con la realidad. Si
una máquina podía hacer el trabajo de la inteligencia humana, tal vez la mente
humana no fuese más que una simple máquina. Y además se esforzaban en que
esa relación fuera más eficaz; la eficacia de lo justo o equitativo; la
eficacia armonizadora, no que fuera exclusivo beneficio para los privilegiados,
sino para la condición humana; ese era el propósito con la máquina diferencial,
la primera computadora, o las teorías económicas.
Eran hombres que se asombraban y se preguntaban cómo se forma la realidad. No se trama sino que se forma. Nosotros la tramamos. Puede ser más con preguntas, que siempre abren senderos y brechas, que con respuestas que pueden derivar en la conformidad y la conveniencia. Para tener conocimiento del mundo físico, utilizamos nuestras ideas y conceptos como el ‘hilo’ en el que ensartamos los datos del mundo, las ‘perlas’. Lo hacemos mediante un proceso que Whewell llamó ‘coligación’, consistente en agrupar una serie de datos diversos mediante el uso de un concepto o idea, Es el concepto o idea lo que proporciona un medio de organizar esta ‘confusión radiante y zumbante’ de datos, como diría medio siglo más tarde el filósofo William James. ¿Qué tipo de hilo usamos hoy en día, o cuál hemos dejado que sea usado con (en) nosotros para que actuemos, funcionemos como dóciles engranajes? ¿Ha calado en el imaginario colectivo, como actitud vital, el cine de Andrei Tarkovski, un equivalente cinematográfico de estos hombres que probablemente, pese a sus logros, resulten desconocidos para la mayoría? ¿Acaso ha habido cine, como el de Tarkovski, que nos haya ofrecido un espejo de tan honda belleza transgresora con el que nos evoca lo que pudiéramos ser, ese potencial que estos cuatro hombres demostraron cómo puede aprovecharse y materializarse, cultivarse y sembrarse? Snyder desentierra sus actitudes como otra aportación que propicie nuestro despertar, o rescate, de nuestro entumecimiento vital. Habían trabajado duro para introducir muchos cambios en la ciencia. Habían empezado a convertir la filosofía natural en una profesión. Habían pedido públicamente financiación pública para la innovación científica, y habían insistido en la importancia de la medición y del cálculo exquisitamente preciso (…) habían conseguido atraer la atención pública hacia el tema del método científico, escribiendo artículos y libros de divulgación sobre el asunto (…) tenían la oportunidad de dar nombre a una nueva profesión que ellos habían creado parcialmente y parcialmente modelado. Y el nombre propuesto ese día fue ‘científico’ (…) Lo que hemos perdido, en cierto modo, es la imagen romántica del hombre de la ciencia, la sensación de que la naturaleza debía de ser captada por hombres y mujeres que fueran artistas además de científicos. Y la cualidad fundamental que deberíamos cultivar, como si fuéramos el protagonista de Nostalgia (1983), de Tarkovski, intentando cruzar la piscina vacía sin que la vela que portaba se apagara, es el asombro.
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