Jumei (Eiji Okada), el profesor protagonista de La mujer de la arena (Sunna no ona, 1964), de Hiroshi Teshigahara, para la que Kobe Abe
adapta su propia novela, reconoce que se ha dedicado al estudio de los
insectos porque necesitaba un incentivo en su vida, o sentir que su vida tenía
un propósito. De algún modo, él se convertirá en un insecto cuando se vea
confinado, cautivo, en un foso entre dunas con una mujer, encontrándose en la
tesitura de esforzarse en evitar que se queden sumidos bajo la arena, del mismo
modo que él escarbaba en la arena para encontrar insectos a los que recluía en
frascos, y secaba con el alfiler. Todo es cuestión de perspectiva y ángulo. La
narración comienza con un primerísimo plano de una forma que no identificamos,
hasta que amplia, por dos veces, la imagen, para así percibir que se trataba de
un grano de arena. En la última imagen es una concreción indefinible en otra
apariencia, una duna de arena, en la que resulta imposible discernir cada grano,
la individualidad que lo compone resulta imperceptible en el conjunto. En las
primeras secuencias la voz de Jumei reflexiona sobre el hecho de que al ser
humano no le gusta sentir que pierde pie, necesita sentir la estabilidad en su
forma de habitar la realidad, de desplazarse en el curso de la vida, por eso se
clava voluntariamente en los alfileres de las rutinas, costumbres, o una vida
programada que le sirva de ilusión de red estable. Jumei se siente un grano de
arena más, un insecto al que han secado y clavado con un alfiler, una vida
varada. Nos encontramos en el territorio de la alegoría, en el de la vida
establecida o determinada como acción taxidérmica. Pero Teshigahara rehuye la
explicitud de su entramado simbólico, como la de la lógica causal, sumergiendo
al espectador en una cautivadora atmósfera fantástica, tan perturbadora como
táctil.
El extrañamiento ya se asienta desde las secuencias iniciales, fuera de un ámbito ordinario, con Jumei, una figura solitaria, ascendiendo por una duna, buscando insectos por la playa, quedándose dormido en un bote varado. Dentro del encuadre, o como imagen superpuesta sobre las dunas, aparece una figura o rostro de mujer, de la que él no parece percatarse. La emanación de una insatisfacción, de un sentimiento de cautiverio que no ha afrontado (sino que niega con una ilusión de control, como buscador y clasificador de insectos). Cuando despierta, se da cuenta de que ha perdido el último autobús hacia la ciudad, pero un lugareño, de inquietante conducta (como si algo ocultara), le indica que puede pasar la noche en el poblado, aunque es más bien en un foso, al que tiene que bajar con poleas, y en donde pronto tomará consciencia de que no es una estancia de paso por una noche sino una reclusión indefinida. En principio se muestra remiso a aceptar esa anómala circunstancia, pero resulta imposible ascender por la ladera arenosa, por lo que tendrá que aceptar que tienen que trabajar para que esa arena no les entierre (la arena se filtra por todos los resquicios de la casa). Como si fuera un microscopio que estudia un insecto, hay secuencias en que la cámara explora los cuerpos mediante primerísimos planos, como si hiciera sentir los poros. Como un reloj de arena, el tempo hace sentir sus pulsaciones, su exasperación o dilatación; se intercalan planos de la arena deslizándose; se hace palpable la naturaleza hasta con el sonido, el del viento o el de la arena.
La tensión inicial entre Jumei y la mujer (Kyoko Hishida), establecida como un pulso (él se siente cautivo, por lo que en un momento dado la atará y amordazará; ella se ofrece siempre servicial), se va complejizando cuando la atracción también surja (ese primer despertar en el que él contempla su cuerpo desnudo; el erotismo intenso de la secuencia en la que ella lava todo su cuerpo), aunque, por la desesperación, degenere en la relación instrumental (intentará, infructuosamente, que ella acepte fornicar con él a la vista de los aldeanos para que así le permitan salir del pozo aunque sea por una hora). Tampoco es de extrañar que fuera una de las obras favoritas de Tarkovski, con esa proverbial conjugación de alegoría, poesía y fisicidad telúrica. Los elementos son un personaje más; la poesía hace fluir la narración con una atmósfera desasosegante, y la alegoría se insinúa en los intersticios de una narración que hace del extrañamiento, de la percepción alterada, tanto desconcierto, como si uno perdiera pie, como revelación (ese misterio del pozo que aparece lleno de agua en la arena, incógnita que es símbolo de una sociedad ajena a la emoción, cautiva en su taxidérmico ensimismamiento, aislados unos de otros en fosos entre dunas). Es un trance sensorial, otro ejemplo de narración que hace aliento de lo transcendental pero con aristas perturbadoras. Una singular obra fantástica de arrebatadora y turbadora atmósfera, una desazonadora alegoría sobre una sociedad, la de entonces y diría que incluso aún la de ahora, que se ha convertido en taxidermista de sus habitantes, atrapados, como insectos, en su ensimismamiento.
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