El título original de Odio
contra odio (1957), de Joseph H Lewis, por el que de todas maneras es más
conocido, The Halliday Brand, se
puede traducir como La marca o hierro de
los Halliday, el hierro con el que se marca el ganado. El hierro con el que Big Dan Halliday (Ward
Bond), hacendado y sheriff, marca (o pretende marcar) todo, ya que actúa como
si el mundo fuera de su propiedad, y tuviera, por tanto, que complacer su
voluntad. Él dispone y juzga. De hecho, la narración de esta espléndida obra,
como si estuviera marcada desde sus primeros planos por un hierro al rojo vivo,
está caracterizada por una intensidad crispada de la que no se desprende, y que
provee una atmósfera opresiva, enfebrecida. Pertenece a esa vertiente del
western cuyo celuloide parece sacudido por unas espuelas, excesivo, extremo,
convulso, sórdido y turbio, como pueden
ser, en color, Duelo al sol (1946),
de King Vidor, Encubridora (1952),
de Fritz Lang, El último tren de Gun
Hill (1959), de John Sturges, o en blanco y negro, Forty guns (1956), de Samuel Fuller o El día de los forajidos (1959), de Andre De Toth. Pero es con Las furias (1950), de Anthony Mann, con
la que se pueden apreciar más puntos de contacto, como la rivalidad
paternofilial que vertebra el conflicto dramático, el contrapunto de las
diferencias raciales, y un estilo hiperestilizado, sombrío hasta supurar, con
un elaboradísmo montaje interno entre
diferentes términos en el encuadre. Ambos cineastas realizaron algunas de las
más sorprendentes y creativas composiciones dentro del film noir: en el caso de
Lewis, en dos cumbres del género, El
demonio de las armas (1950) y Agente
especial (1955), de los que Odio
contra odio está más cerca en ingenio expresivo y en logros que otro de sus
westerns, Terror in a Texas town
(1958), desequilibrado porque chirría sobremanera el personaje ( y el actor que
lo interpreta) del villano (que queda como figura de falsete).
El relato se estructura en flashback, ya que se inicia seis meses después, cuando Daniel accede a retornar para ver a su padre gravemente enfermo, porque cree que ha empezado a modificar su actitud al permitir que su hermano menor, Clay (Bill Williams), se case con Aleta. Ya desde la primera secuencia resalta un recurso de estilo recurrente a lo largo de la narración, los largos y dilatados planos, con grandes angulares, en los que se juega con los movimientos de los actores dentro del encuadre, en conjugación con los movimientos de cámara. Esta elección de estilo, incide en crear esa atmósfera opresiva, cargada, como si los encuadres fueran un encierro en el que los personajes boquearan para lograr respirar, en ocasiones con cuatro personajes en el encuadre; un juego de simetrías que hace sentir que las mismas figuras fueran barrotes. Siempre lindante (y hasta traspasándolo) con el artificio, propicia una atmósfera fructíferamente abstracta, con personajes, con su rostro vuelto hacia cámara, que hablan de espaldas a otros (como si fueran recitados que señalizan distancias insalvables, cautiverios en los propios interiores, y la ausencia de razón, como si se la buscara en el fuera de campo), y que Lewis convierte en una armónica conjugación de aliento fúnebre e irreductible convulsión. La presencia de Lindfors y esos ocasionales fondos de decorado, tenebrosos, de cielos encapotados (como en la bella secuencia de la conversación entre Aleta y Daniel, cuando la primera ha hecho una fogata por la muerte de su padre, y hablan de los fuegos y cargas interiores de cada uno, conversación en la que se gestan las brasas de su amor) hace evocar Los contrabandistas de Moonfleet (1955), de Fritz Lang, también rebosante de turbio romanticismo (el reencuentro de Aleta y Daniel en el cobertizo, entre sombras, que parecen separarles en sus besos que se buscan con desesperado anhelo; son las sombras de la obsesión de Daniel) y de un desaforado y desbordante sentido del artificio.
Esa tendencia a desarrollar la narración sobre secuencias casi construidas en un solo plano, se quiebra en ocasiones, sobre todo en secuencias en las que hace acto de aparición la violencia. Quizá la más sobresaliente sea la del linchamiento de Jivaro, con un estremecedor uso del fuera de campo (de ausencia de Razón): la soga rompiendo el cristal tras los dos hermanos, Daniel y Clay; las piernas de la turbamulta ascendiendo la escalera; el plano general de los dos hermanos ante la celda, intentando liberar a Jivaro, que son arrastrados por una cuerda; el rostro en sombras de Jivaro al que atraen hacia el fuera de campo. No hay rostros, porque no hay Razón. La secuencia posterior compuesta a través de varios planos, es también sobrecogedora: Martha ante el cadáver de Jivaro, ya colgado, del que sólo vemos sus piernas. No es de extrañar que Daniel utilice la cuerda del ahorcado como símbolo de su enfrentamiento, de su rebelión. Cuando el padre entra en su despacho, se encuentra ante esa cuerda que pende en mitad de sus dominios.
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