En Carretera perdida, en sus primeros pasajes, se asiste a la progresión de una ofuscación, de una infección mental, de un desquiciamiento, el cortocircuito y apagón de una mente celosa, la del saxofonista que interpreta Bill Pullman. No hay música en el aire, a no ser los acordes desquiciados que se <<monta>> en su cabeza. La mente celosa es radiografiada y hecha celuloide en su implosión. Hay un punto de umbral en el que entramos en el grito de su mente, en la carne triturada de su discernimiento quebrado. La segunda parte proyecta el <<montaje>> de la película en su cabeza, aquella en la que modela un pasado imaginario en el que aún intenta recuperar la ilusión de que puede intervenir e influir en los hechos, de que puede controlar la vida de su esposa. Pero ella nunca será suya, ni en su mente, ni en la realidad, como no puede controlar su presente ni su pasado. La putrefacción de su sueño, el desquiciamiento de sus celos convertían su mente en una agitada pulpa en precipitación, cautiva de su trastorno. En Mulholland Drive tampoco Betty/Diane podrá controlar la realidad, aunque quiera modelarla, transfigurarla, en su mente. El trayecto narrativo no es, como en Carretera perdida de la (desquiciada) realidad a la (enajenada) mente. Sino de la (enajenada) mente a la mente asaltada por la realidad, la fantasía de lo que podría ser doblegada por el recuerdo de lo que inevitablemente es.
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sábado, 12 de junio de 2021
Mulholland Drive
En Terciopelo
azul (1986), de David Lynch, los apartamentos donde vivía Dorothy Valens
(Isabella Rosellini), se llamaban Deep river. Penetrar en su espacio,
suponía cruzar el espejo, sumergirse en las tinieblas que se procuran ocultar
bajo las alfombras, bajo el césped bien recortado y los carteles. Esas
corrientes profundas que forcejean en nuestro interior, en donde vibra la vida,
su obscenidad, su putrefacción, su convulsa condición orgánica, como la
agitación de los insectos bajo la superficie de la hierba. La realidad se
pretende instituir como un plastificado sueño, como si fuera un lienzo o una
pantalla moldeable, pero lo real desestabiliza las ficciones, las fantasías,
las ilusiones. El escenario y la carne. Proyecciones y desgarro. En Mulholland
Drive (2001), Betty (Naomi Watts), proviene de Deep river, Ontario. Aunque
el desarrollo del relato pondrá en interrogante quién es, no sólo cuál es su
nombre, su identidad, si no, incluso, si lo que vemos es real o imaginario, una
proyección o construcción mental. Nos plantearemos, con el radical giro en sus
pasajes finales, si quizás no estamos inmersos en la fuga
psicogénica de una mente, como en la segunda parte de Carretera
perdida (1997). Aunque esté invertida la construcción, o la dirección.
En Mulholland Drive los sueños también se corrompen, o muestran su revés turbio,
decepcionante. Quizá como se sintió el
propio Lynch con respecto a Hollywood (el propio Lynch, que vivía ahí,
reconocía que, a veces, cuando subía aquellas carreteras de Mulholland drive se
preguntaba ¿qué hago aquí?). Porque no sólo se revelan, en los
pasajes finales, unas ilusiones ya desangradas, las de una decepción
sentimental, sino las que alcanzan a lo que representan Hollywood, la pantalla
de los sueños. Las apariencias de nuevo revelan su inconsistencia, su putridez.
La vida es un accidente, una colisión. Visión de espejos fracturados, de
mentes e identidades fracturadas, en la
que reincidirá en Inland empire (2008). Enajenación, fantasmas y
reflejos, realidades y ficciones enmarañadas. Si en Carretera perdida el
trayecto podía ser de lo real a lo mental (o la contaminación del
discernimiento hasta la enajenación completa en la celda de la mente), en Mulholland Drive, la segunda parte quizá sea más bien la consciencia que abre una
fisura en la urdida pantalla del autoengaño de la mente, antes de la definitiva
desaparición. O los últimos espasmos de cierta lucidez en la agonía del
desenfoque mental.
Los dos primeros tercios
alternan diversas líneas, una excentricidad, entre lo dislocado y lo siniestro,
como fugas que suscitan extrañeza, como vías que se abren a inciertos
callejones, como sonrisas desfiguradas que parecen la carcajada de una broma
perversa (la de los ancianos en el interior del coche). Una llegada que es una
finalización, un estertor. Betty ayuda a una mujer que padece amnesia, y que se
hace llamar Rita (Laura Harring) porque lo ve en el poster de Gilda (1946),
de Charles Vidor. Mientras, se alternan las peripecias de un director,
Kesher (Justin Theroux), al que quieren imponer una actriz como protagonista,
así como las relacionadas con el encargo de un crimen a un asesino a sueldo
(Mark Pellegrino). Ambas líneas conectadas a través de un singular demiurgo en
las sombras (o entre cortinajes, los de ese otro mundo de Twin Peaks que
también habitaba el mismo actor, Michael J Anderson).
Las incógnitas
sacuden el desarrollo narrativo. ¿Por qué intentaron, en las primeras
secuencias, matar a esa mujer que no se recuerda? Desvelar esa interrogante
quizá suponga averiguar quién sufre el extravío que sueña lo que pudiera haber
sido en una realidad idealizada, alternativa. Ese sueño que parece brotar de
esa mirada subjetiva, de esa mente que, en el primer plano de la película, se
agita sobre las sábanas de una almohada porque su mirada ya está postrada en la
decepción. No quiere recordar, sino olvidarse, desaparecer. El esclarecimiento
de ese por qué derivará en una reconstitución del quién y de la realidad (o de
la raíz de una infección), un forcejeo entra la realidad que se quiere negar, y
que se revela insurgente, como un recuerdo que va abriendo fisuras, y la
fantasía que se quiere modelar como posible realidad, como maquillaje, en forma
de amnesia coloreada con la transfiguración de una complaciente ensoñación, que
busca olvidar, conjurar, una realidad herida, infectada, ya podrida, la de una
decepción. Betty y Gilda no
son dos mujeres, sino una, porque estamos en una mente (la de Diane), o ambas
son construcciones, replanteamiento, reinicio, desde la inocencia, como un
espacio en blanco (sin memoria una, recién llegada la otra), de una relación
finalizada en la realidad (en la que sí son dos, Diane y Camilla, y ya
distanciadas, ya no unidas). Hay indicativos: figuras que se duplican,
situaciones que se repiten, como el hecho de que la tía salga por dos veces de
dos distintos apartamentos, o cómo el taxista que las lleva a la dirección de
quien puede revelarles quién es Rita es el presentador en el espectáculo en el
club Silencio (también con cortinajes parecidos a los de la siniestra
habitación del demiurgo). Cuando los cuerpos, la desnudez, de las dos mujeres
(Betty y Rita) por fin entran en contacto, la ficción también se desnudará, en
el espacio del artificio, en un club, llamado Silencio (en donde los reflejos
se van consolidando, fusionando como los cuerpos: ambas con el pelo rubio y
parecido peinado; el modelado en la mente llega su culmen; construye a la mujer
que en la realidad le ha rechazado ya a su imagen y semejanza).
Al silencio se le
dará nombre, o escucharemos al fin el grito que pretendía acallarse. En la última parte
parece que las piezas encajen, como si fuera el despertar de quién desnuda su
realidad, cuando ya se precipita en el abismo, ya que el sueño de la realidad
no puede ser controlado, dirigido, ni siquiera
mediante la reificación en la ensoñación, o proyección en su mente (la
de Diane, una actriz no recién llegada, sino más bien fracasada). O lo mata, o
se mata a sí misma, y se sume en el silencio. El escenario en la mente
intentaba domesticar el caos de lo real. Intentaba dotar de otra razón al por
qué la mujer que ama, Camilla (a quien había renombrado como Rita en su mente,
y nombre en su mente de la actriz que conseguía el papel en la película, con el
rostro de una actriz a la que había visto besarse con Camilla ) era elegida por
el director de cine (por una imposición ajena; no porque Camilla, en vez de a
ella, Diane, prefiriera al director, e incluso a la actriz que en su mente renombra
como Camilla). Diane reflejaba, en el montaje de la película de
su mente, su forcejeo por conseguir, o sentir, que esa mujer, Camilla, fuera
alguien que pudiera dominar, que fuera manejable, que no la desestabilizara o
contrariara porque no podía ser suya, por el hecho de que no
enfocara su vida en ella, de que ella ya no fuera la protagonista en la
pantalla de su vida. Diane no podía
encajar no sólo que ya no fuera la protagonista, sino que ya fuera nadie,
alguien periférico, desechable. Y el despecho la enajenó. Por eso, los
desenfoques puntúan estos pasajes, los desenfoques en la mente de Diane,
alguien, como el saxofonista en Carretera perdida que se sumerge en el
trastorno cuando no logra controlar, dirigir el montaje de la realidad, de la película
de la vida. Él queda sumido en la carrera en precipitación de su mente
agitándose sin rostro, mientras ella queda sumida en el disparo en su cabeza,
extraviada en el callejón oscuro de su mente, en el silencio definitivo. (Texto perteneciente al libro Fantasmas y reflejos del cine del siglo XXI)
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