¿Te acuerdas de la
época de la crisis de la mediana edad? ¿De los años difusos en los que giras en
torno a ti misma, del agotamiento en la monotonía de los movimientos al nadar? ¿Recuerdas
el miedo a hundirte en mitad del gran lago, sin explicaciones y sin porqué,
cuando no ves tierra por ningún lado, ni costa, ni orilla, y estás hundida?
En cierto momento de tu vida, te conviertes en una figura difusa, incluso para
ti misma. Tu vida más que haberse formado, parece haberse precipitado. No hay
pasado ni presente; tus ilusiones, las que esbozaban las coordenadas de tu
realidad se diluyeron en algún arcén, y tu futuro parece un el eco desteñido de
un angosto presente continuo. En un suspiro, tienes cuarenta o cincuenta años y
la realidad no se asemeja a lo que en un lejano pretérito soñaste. La película
es otra. La mediana edad es la medianía. Katja, la protagonista de Marzahn, mon amour (Hoja de Lata), de
la escritora alemana Katja Oskamp (1970), se fue
transformando, sin darse cuenta, en una figura que arrastraba la amargura de lo que no se cumplía,
se fue escorando en los márgenes de lo invisible. Prefería no ser percibida,
pero tampoco percibir, como quien encorva el gesto y continúa por esa senda
definida por el fracaso, el abandono y el deterioro. Su hija creció y se marchó,
su marido enfermó y ninguna de sus novelas parecía ser lo suficientemente
relevante para ser publicada. La cinta corredera se había convertido en un
descenso en picado. Por eso, no deja de resultar coherente que, como pedicura,
acabe tratando los pies de otras personas. Ninguna
había venido aquí directamente, todas veníamos de probar suerte en otros
sitios, o tras habernos quedado paralizadas o no haber encontrado salida.
Conocíamos el sabor del fracaso. Nos habíamos sentido humilladas, retraídas,
intimidadas. Deseábamos olvidar nuestras historias, borrar lo hecho
anteriormente y presentarnos como hojas en blanco. Habíamos descendido a lo más
bajo, a los pies, ante los que sin embargo volvíamos a fracasar. Aunque
pueda parecer una obra sombría y acre no lo es, sino todo lo contrario. Es una
obra que recorre el trayecto del estancamiento vital a la consecución de la
conexión fluida, que es asunción, reconversión por la apertura a la diversidad,
al revitalizador vértigo de ponerse en la piel de los otros. Hay algo en Marzahn, mon amour que evoca a las
excelentes Amelie (2001), de Jean
Pierre Jeunet o La camarera Lynn
(2016), de Ingo Haeb, adaptación de una notable novela de otro escritor alemán
de la generación de Katja Oskamp, Markus Horts.
Las tres mujeres protagonistas de cada una de esas obras se desprenden de sus atascos vitales. Cada una abriéndose a los otros, sea por discernimiento de la compleja diversidad alrededor, o por desbloqueamiento de su contusionada cerrazón (por miedo o inseguridad, por decepción o entumecimiento vital), dándose a los demás, de modo servicial (que no es sinónimo de servil, matiz que no comprenden las mentes susceptibles). Por eso, Marzahn, mon amour es una obra que se subleva contra ese progresivo ombliguismo crónico al que ha ido derivando esta sociedad de miradas encorvadas sobre la pantalla de un móvil. Katja se apercibe de su alrededor, de esa gente que llegó allí hace cuarenta años y que ahora prosiguen valerosamente sus vidas empujando un andador o con respiración asistida y con una renta mínima, que se pasan muchas veces el día entero sin hablar con nadie, que nos ofrecen, cuando llegan al estudio, sus corazones sedientos, que muestran su gratitud por cada roce, que se sienten felices porque no son tratados como si fueran los perfectos idiotas de la nación. No somos isletas (virtuales). Los otros son todo un mundo de posibles, incluso como reflejos de las posibles narrativas de una misma, de lo que pudiera haber sido, de las sombras de lo que siente como callejones sin salida, o de sus miedos y contradicciones. Hay quien se ha pasado la vida confundiendo tu posición profesional con tu vida privada y quien se había dedicado a vegetar en su apartamento de la urbanización, y desde que el camino hacia la cama se había vuelto inaccesible por la basura acumulada, pasaba las noches sentado frente al televisor. Cuando la basura comenzó a desbordarse por la barandilla, los vecinos protestaron y llamaron a la policía. Hay quien ha pasado toda su vida sobre esos pies. Una vida detrás del mostrador, una vida de pie, una vida caminando y hay para quien la cita con la pedicura representa para él el punto álgido del día. Desde que no trabaja, el aburrimiento se ha convertido en su principal enemigo.
Marzahn, mon amour
no es solo una obra sobre esa edad difusa en la que te planteas qué has hecho
con tu vida y qué es posible aún hacer con ella, y si los puntos suspensivos
entre una pregunta y otra están relacionados con tu percepción sobre la
realidad y uno misma, por lo tanto, si no será necesaria una modificación de
actitud, de relación con la realidad y uno misma. De modo específico, es una
obra sobra las mujeres en esa edad difusa. La atención a los pies adquiere una
condición metafórica, pero la dedicación a la que las mujeres de edad difusa,
en nuestra sociedad, suelen recurrir de modo más habitual suele ser la de
teleoperadora, como cementerio de elefantes para quienes a esa edad, por
despido, por no ser consideradas ya tan competitivas o por la razón que fuera, el
reinicio resulta más dificultoso. En esas circunstancias precarias e inciertas,
si fueran más jóvenes, e iniciaran los pasos en la realidad socio laboral,
optarían por trabajos como masajista erótica o incluso prostituta, por cuanto
reporta muchísimo más dinero que el trabajo de teleoperadora, tan míseramente
retribuido. En Marzahn, mon amour,
también hay espacio para el reflejo de las jóvenes, las hijas de las
escritoras, las hijas de la economía privilegiada, a las que la protagonista
también trata sus pies. Sus miradas son aún las de la confusa interrogante o
las de la arrogancia que no sabe de caídas. Para ellas, Katja es una criatura
alienígena que no logran encajar en el universo de sus madres. Las adolescentes hijas de las escritoras
alternan su mirada de asombro, si no exagerada, sí visiblemente, entre sus pies
y su persona. Pero a la vez son las miradas, en formación, que sufren temor a ser infravalorada. Temor a pasar
desapercibida. Temor a que se burlen de ella. Representan la mirada, aun
desenfocada, que propicia que la protagonista consiga enfocarse desde la mirada
que aún piensa que el mundo puede configurarse de acuerdo a su voluntad,
necesidad y capricho, para de ese modo conseguir deprenderse de los residuos de
los temores que han enquistado su propia amargura, la amargura que la condujo
al temor a ser percibida y al temor a percibir. En el otro extremo, está la
figura de una refugiada, un cuerpo extraño o anomalía, una mujer entregada que
ha luchado para hacerse un lugar en un territorio hostil sin necesidad de
adherirse a nada ni a nadie como parásito. Me
admiraba que jamás quisiera presentarse como una víctima, una cualidad que la
sitúa fuera de época (…) Ella es una refugiada que, según la estadística
actual, no recibe nada y que en su vida nada ha poseído, ni un par de zapatos.
Al principio por la pobreza, después por el ahorro, y actualmente porque un par
de zapatos en condiciones cuestan un ojo de la cara. La protagonista se
desprende la capa más pesada, esa que tanto se cultiva en esta sociedad, porque
siempre hay un constructo de identidad que utilizar de modo conveniente como
muleta (e incluso, trampolín), la capa del victimismo. Yo aquí en Berlín me siento en casa, en mi isla flotante de Marzhan. Mi
amor se ha vuelto fluido y encaja en los espacios más inverosímiles. La
amargura que arrastro conmigo ha desaparecido y con ella los últimos restos de
arrogancia juvenil, en su lugar experimento una incipiente indulgencia con la
edad.
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