Quizá su situación
está determinada por aquello que ha inventado (…) por todo lo que ha plasmado
de su puño y letra, lo atrapado en sus libros, los conjeturados, los esbozos,
aquellos relatos que nunca ha escrito pero que gestan acontecimientos e ideas en
miles de notas, cientos de legajos: su literatura residual, inconclusa y
descartada. Resulta tentador pensar en un relato sobre nuestra vida
sustentado en lo desechado y truncado. Una narrativa alternativa de lo que no
pudo ser o no quisimos que fuera, de lo que no fuimos capaces de materializar o
ni siquiera nos atrevimos. Un relato, por tanto, hecho añicos que nada tiene
que ver con cómo se percibe esta realidad, como si cada pieza encajara en su
sitio, y cada conflicto puntual se debiera a meros desajustes transitorios,
individuales o colectivos. En cambio, los añicos, los flecos y los huecos,
exponen que vivimos en una ficción, un relato al que no solo nos ajustamos y
adaptamos, sino que además pretendemos que sea del modo que queremos que sea,
sin que haya disonancias, interferencias o contrariedades. ¿No fue un
cataclismo para numerosos habitantes de las tierras intermedias de la nieve
mental que la conclusión de una admirada y adorada serie, de nombre de Juego de
tronos, frustrara sus expectativas con un curso del relato que no fue aceptado
como válido, por lo que exigieron que se rehiciera para que el desarrollo o la
evolución de un determinado personaje se ajustara a las necesidades,
expectativas y deseos? El relato, como la vida, no puede ser como no se quiere
que sea.
En
Lucificción
(Orciny press), del escritor barcelonés Lluís Rueda (1973), la
protagonista, escritora, de nombre Muriel, la cual siente que la realidad ha
contrariado sus deseos, expectativas y necesidades, decide optar por la salida
de escena (perdón, realidad), y eso implica la inmersión en otro mundo con unas
coordenadas distintas a las que nos resultan familiares. Cruza un espejo que
implica atravesar un
<<Costurero>>
cerrado transitando un camino de alfileres durante unos diez minutos (…) por él
transitan miles y miles de hombres y mujeres con dudas, miedos y estigmas (…)
retales de un fantasma y espíritus truncados; el umbral,
un templo invertido, incrustado en la
tierra, o en el infierno, le parece
indeterminado; transita un territorio de nombre Matenadarán que es
morada de proscritos, frontera de nadie,
agujero sin interés y, por ello, lugar sin reglas ni gobierno: y entra en
contacto con el Sindicato de la pervivencia, con figuras que surgen de
pinturas, como un cuadro de Vilhelm Hammershoi en el que la mujer
acaba su giro eterno y la escritora descubre
un pozo insondable por rostro, o con siniestros seres como los Hébétuds (…)
si cayera en sus sombras quedaría usted sin
presente, sin pasado y sin futuro, vagando eternamente en la oscuridad. La
escritora, como decía de nombre Muriel,
una
curiosa terminal, alguien que padece por no poder asomarse al abismo y volver,
se sume en el desconcierto y en la interrogante en permanente estado suspenso
por las circunstancias o peripecias anómalas que vive en ese extraño universo
que quizá sea un sueño, un desorientador Otro lado, el espacio de la muerte, de
su mente en estado inconsciente, o la alucinación de quien ha sufrido un
cortocircuito con una realidad con cuyo relato se siente desajustada o no
satisface sus aspiraciones demiúrgicas. No, la realidad no es el capítulo de
una serie que reclamamos que se vuelva a rehacer para que la conclusión sea
como preferimos que sea. ¿Quizás seamos Hébétuds
que se niegan a reconocer la derrota de su espíritu, su descomposición
y la ya definitiva disolución del yo? ¿No nos hemos suicidado lentamente,
como si hubiéramos degradado la realidad, como material de celuloide que inconscientemente
quemáramos, y nuestras mentes han perdido toda lúcida y consecuente
perspectiva?
En ese extraño universo, o suerte de relato grimdark o de fantasía oscura en el que el elemento
mágico se concentra en un libro que no sabe ni puede interpretar, en el que
encargan a Muriel el propósito, o la misión, de transportar ese enigmático
libro de luz del que no pueden apoderarse los turbios y siniestros seres que
amenazan a la escritora, y a unos acompañantes que, precisamente, fueron desechos
de novelas que no concluyó, Muriel entiende
que la realidad está atrapada en un par de calcetines del revés y le toca
caminar descalza por sueño ajeno pero, sobre todo, le frustra que el mundo que transita sea tan antiguo, tosco y poco
evolucionado. ¿Acaso suicidarse significaba quedar atrapada en el atraso y la
brutalidad? ¿En la magia medieval? ¿En el patetismo de evocar constantemente la
ilustración ante una realidad enquistada y sin futuro? Habría que
preguntarse por qué en este siglo XXI ha calado en el imaginario colectivo, de
modo preponderante, una serie de como Juego de tronos, variación espacial de
una obra, El señor de los anillos, escrita décadas atrás, pero cuya última
adaptación cinematográfica se ha convertido en uno de los fenómenos más
influyentes en este siglo, junto al mago Harry Potter, los superhéroes, o los
piratas del Caribe (que también tienen su particular variación, con Sir Walter
Raleigh, en la serie de peripecias que Muriel y sus compañeros de andanzas
deben superar). No ha sido un siglo que será recordado por revolucionarias corrientes
artísticas. Salvo en el coto de un pequeño número de cinéfilos de pro,
habitantes de su marginal barriada, no se ha detectado ningún influjo en
nuestra sociedad debido al cine rumano, portugués, coreano o tailandés, modas
pasajeras en los festivales durante este siglo. Sin duda, la relevancia de esos
fenómenos medievales, mágicos y superheroicos son reflejo de cómo se ha
engrandecido nuestro ego como un gran ombligo y cómo se ha fundamentado (o
mejor dicho, enquistado) la realidad en un pulso de egos o tronos y en un compulsivo
deseo de controlar la realidad con nuestra batuta o poderes: El capcioso camuflaje
del capitalismo caníbal o dictadura corporativista que sufrimos, al que se
enfrenta un pequeño virus, quizá nuestro real héroe. Seguimos atascados en un
medievo emocional y mental por mucha evolución de nuestras espadas
tecnológicas. Sería oportuno, vuelvo al principio, repensar la narrativa de
nuestra realidad desde el ángulo de lo desechado y lo truncado, de lo residual
y larvado, de lo que no queremos enfocar o discernir en nosotros mismos tan
empecinados en querer ver la realidad, y a nosotros mismos, como la ficción que
queremos que sea. Es lo que, de un modo mordaz, expone esta conjetura de reverso de la tierra, en este
limbo chico, en esta estúpida traslación de los sueños y las miserias del
colectivo humano. Quizá, como se indica en la conclusión, sería conveniente
invertir nuestro enfoque. Pero no como una imagen en Instagram.
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