Leon Morin, sacerdote (Leon Morin, pretre, 1961), de Jean
Pierre Melville, adaptación de la novela Corazón apasionado, de Béatrix Beck, premio
Goncourt 1952, comparte con su opera prima, El silencio del mar (1949), circunstancia, la ocupación de Francia durante
la II guerra mundial, y la oposición o pulso entre aparentes contrarios, entre
quienes se afirman, y encierran en el inmovilismo, y quienes intentan abrir
brecha y generar diálogo y conciliación armónica, que en el segundo caso no es
solo de ideaso representaciones, sino de índole amorosa. En la primera, quienes
se amurallaban en el silencio, pese a los denodados intentos del oficial alemán
por generar conversación, como protesta contra una ocupación que, en su caso concreto,
se explicitaba en la resignada aceptación de alojarle como inquilino, se
transmutaba en receptiva empatía cuando comprendían que su intransigencia era
excesivamente inflexible ya que el oficial alemán no es lo que representa, su
uniforme, sino una singularidad que, de hecho, no comparte la actitud de sus
compañeros oficiales. Para él la ocupación no es sinónimo de anulación sino de
mutuo enriquecimiento. Leon Morin, padre, es el relato de una doble ocupación
que concluye con la negación de la conciliación armónica plena, el diálogo amoroso
pese a que el diálogo dialéctico se haya establecido como apariencia de
comunicación, aunque más bien derive en ocupación y sumisión, porque hay quien
se mantiene firme, de modo inflexible, en su posición de luz dogmática, como si
su particular uniforme, su sotana, fuera una coraza y un vallado, y quien, a la
inversa, expuesta a la fragilidad de su falta
emocional se pliega y somete, lo que determina que, ante la falta de
receptividad, quede sumida en el temblor de la intemperie.
Barny, encarnada por una excepcional Emmanuelle Riva, que combina la fragilidad herida de sus memorables personajes de Hiroshima, mon amour (1959) y la posterior Relato íntimo (1962), la obra maestra de Georges Franju, y el talante sublevado de esta, es una viuda comunista y atea, con una hija, que vive en un pueblo de los Alpes franceses, secretaria en un colegio, en el que admira, sobremanera, a su jefa, Sabine (Nicole Mirel). No sólo la admira sino que se siente atraída por ella, como si percibiera en ella, en esa mujer deslumbrante, una imponente virilidad. Una atracción que define su apertura de mente, su sublevación a los contornos de los límites, y también su necesidad afectiva, su sensibilidad a flor de piel y su necesidad, sin retraimientos, de sensualidad y piel. Su reemplazo será un hombre que tampoco es un hombre aunque biológicamente lo sea, y que porta también falda, su sotana, un cura que no ejerce de cuerpo de hombre, sino que es su uniforme, su dogma. En principio, es una imagen, sin fisuras, una figura a la que Barny pretende desestabilizar, y desmontar sus presunciones, con su espontanea expresividad, incluidas alusiones a sus actividades masturbatorias. Pero se encuentra con quien, como su jefa, transmite firmeza, y sobre todo resiste sus embates cuestionadores, o provocadores, con templanza. Se convierte en un desafío, un roca en la que encontrar su fisura. La atracción se entremezcla, enmaraña, con ese propósito o reto, como por otra parte, en la atracción amorosa, en ocasiones, cuando no se advierte la fragilidad o vulnerabilidad en quien se ama, la constatación de su correspondencia, se le pone a prueba. Pero en este caso, Leon se mantiene tras las barreras de su sotana y convicciones religiosas que desenfunda con rotunda determinación. El deseo de Barny queda explicitado en un sueño en el que el sacerdote la besa (aunque fuera un sueño, fue suficientemente motivo para sulfurar a las instancias religiosas, y para que no fuera estrenado en algunos países, como España).
Dos ocupaciones progresan en paralelo. Cuando los alemanes ocupan el pueblo, Barny teme por su hija, porque su marido era judío. Incluso, decide que sea bautizada, como maniobra protectora. También, en paralelo, la firmeza de Sabine se descascarilla, y su expresión se torna desolación, tras que su hermano haya sido confinado en un campo de concentración. Barny ya no desafía a Leon sino que cede. Como quien pierde pie en la intemperie (un soldado estadounidense se excederá en su insistencia en que ella complazca su deseo sexual, incluso delante de su hija), accede a convertirse al catolicismo, cual ilusión de refugio. Ya que Leon no se manifiesta como cuerpo, deseo y sentimiento, ella se deja ocupar por sus convicciones religiosas. Se entrega a sus ideas, porque no consigue que lo haga su cuerpo. El espacio vacío de las estancias de Leon se convierte en reflejo de su negación a dotarse de presencia. La conclusión es la demoledora constatación de una derrota, la del cuerpo y el sentimiento. Mientras, tras su último encuentro, ya que él se traslada a otra parroquia, Barny se aleja tambaleándose, en la noche, por las calles, como un tembloroso cuerpo abocado a la intemperie vital, él permanece inmóvil en el umbral de su piso. Un plano general remarca el vacío, aunque esté presente su cuerpo. Pero realmente no lo está. La luz de la bombilla sobre su figura inmóvil evidencia cómo ha optado por ocultarse como una sombra en el fulgor de la falaz luz de sus convicciones religiosas. Su dogma y su uniforme se han impuesto, y por tanto la negación a la afirmación de vida.
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