Una guerra cuyo
uniforme era la piel, o quizá algo más difuso, algo que cabría llamar
<<el carácter sueco>> (…) Un país donde yo ya no sabía si me
atrevía a quedarme. Yo no era solo un origen que buscaba un futuro en las
pantallas del mundo occidental. Me apoyaba en fragmentos de otro mundo, otra
gramática con la que ordenar el tiempo y el espacio. Era musulmán, y durante
aquellos años empezaba a creer que aquello, en Suecia, me convertía en un
monstruo. Tanto 22 de julio (2018), de Paul Greengrass como Utoya. 22 de julio (2018), de Erik Poppe, se centraron, desde
distintos ángulos, en la matanza de setenta y siete jóvenes en la isla noruega de
Utoya y la muerte de ocho, por la detonación de una bomba, en Oslo, con 200
heridos entre ambos escenarios, el 22 de julio del 2011. El criminal consideraba
que representaban la actitud que permitía la integración de inmigrantes en la
sociedad noruega. Su acción era un gesto de guerra. Las víctimas, en la isla,
eran, según él, los hijos de los liberales de la sociedad que estaban atentando
contra la identidad y territorialidad de lo propio, como si permitieran la
degradación paulatina del país por la contaminación de individuos de otras
etnias y culturas. ¿Quién había sido, en
realidad, el primer sueco, aquel que había decidido que los demás eran suecos?
No existía, y allá donde debería estar había un hueco, un agujero en el
interior de la palabra sueco, que a veces hacía que las risueñas casas de mis
compañeros de clase parecieran recortadas de plástico y papel. Un vacío (…)
Habíamos nacido en Suecia sin ser suecos, y eso nos había hecho irreales. Sabía
que solo con la muerte volveríamos a ser reales. En la cuarta obra de los
casos del departamento Q, Expediente 64:
los casos del departamento Q (2018), de Christoffer Boe, se equiparaba las
esterilizaciones que se realizaron en Dinamarca a más de 100.000 mujeres, entre
finales de los 30 y principios de los sesenta, con las que se aplican a mujeres
de otras etnias integradas en la sociedad danesa. Las primeras fueron reales y
las segundas eran ficticias, pero su incisión metafórica resultaba elocuente
sobre los tumores extendidos en la propia sociedad nórdica, epítome del
bienestar social. En Se ahogarán en las
lágrimas de sus madres (Nórdica libros), el escritor sueco Johannes Anyuru
(1979) utiliza un atentado ficticio como metáfora, primera capa o punto de
partida de una espiral (tan turbia como capciosa: la percepción de la realidad
se envenena con el filtro de pantallas con las que contaminamos nuestra
relación con los otros). El atentado lo efectúan tres jóvenes musulmanes, dos
hombres y una mujer, con chalecos bomba, que irrumpieron en una librería donde
se presentaba un libro caracterizado por sus dibujos, en ese difuso filo entre
lo irreverente y lo despectivo, sobre los musulmanes. La narración de esa
circunstancia se interrumpe en un momento crítico, cuando un cuchillo va a
ajusticiar al dibujante irreverente. ¿Qué
pasó en realidad aquella noche? Después de que apagaras la cámara. El hilo
de la espiral comienza a desenredarse en ese gesto, ese gesto de apagar la
cámara. Quien la apaga era la mujer que participa en aquel atentado (mientras
pensaba que todo podría haber sido distinto). Quien se lo pregunta es un
escritor, al que ella solicita su presencia en su lugar de reclusión, Tundra.
Un escritor en el que se rastrean ecos del propio autor, hijo de ugandés y
sueca. La narración no deja de ser una sucesión de interrogantes, desde
diversos ángulos, como una serie de reflejos, sobre su circunstancia de
musulmán de piel negra en una sociedad como la sueca.
Una cámara se apaga, y se inician múltiples interrogantes
para una realidad que parece contaminada por un exceso de pantallas en las que
los demás son meras representaciones, que se convierten en encarnizados campos
de batalla. ¿Quiénes somos y quiénes nos creemos que somos y sobre qué
inflexibles y ofuscados cimientos establecemos nuestra identidad y por qué esa
enconada necesidad de afirmarnos siempre con respecto a otro? Una mujer que cree
ser otra, abre, como una herida que es grito, ese absurdo sobre el que generamos
tantos cruentos conflictos. Una mujer que es identificada como una mujer que se había criado en Bruselas y se había
convertido al Islam a los catorce años, según decía su familia para estar con
el que por entonces era su novio, un chico de la misma edad con raíces
marroquíes. Una chica que desapareció, aunque luego su familia supiera que
fue arrestada por el servicio de seguridad belga y enviada en secreto a la
prisión de al-Mima, en Jordania; tras salir, por todo lo que sufrió allí,
permaneció durante meses en estado catatónico. Todo eso ocurrió dos años antes
del atentado en la librería. Lo sorprendente, para el escritor, es que la chica
no hable flamenco sino sueco, y que afirme que es otra que vivió otra realidad
en la que existían campos de concentración en Suecia, vivencias cuyo relato
comparte con él. ¿Quién es y, sobre todo, por qué esa chica recluida dice que
es quien no es, alguien que ha venido del futuro? La realidad es según el
relato que estableces. Y quizás la realidad sea otra, e incluso pueda ser
corregido su presente, según el relato que establezcas, o te injerten. Un
relato puede ser el reflejo de una necesidad de modificar la realidad, incluso
de evitar un futuro que temes que sea. Un relato puede ser un conveniente
injerto para hacerte sentir que no eres quien sufre sino quien inflige daño.
En las novelas policíacas nórdicas suele ser recurrente la
exploración del pasado, a través de la investigación crímenes que acaecieron
tiempo atrás. Ya no creo que el tiempo
sea una línea recta. Ya no creo que esta historia, ni ninguna historia que
ninguna persona pueda contar, tenga un solo comienzo, sino varios. Y, en
realidad, nada termina. En Se
ahogarán en las lágrimas de sus madres, el tiempo se fractura, no solo
pasado y presente, sino imaginario y real, como si la ficción y lo real
confundieran los límites, en correspondencia con una sociedad que se ha
infectado con el virus de las pantallas de un conflicto xenófobo, qué es ser
sueco, quién no es como yo, una película que genera anatemización, violencia
latente o manifiesta. Por eso, ¿Cómo
puedes vivir en una sociedad que está remarcando que no eres uno de ellos, que no
eres uno de los suyos, y además eres una supuración, una infección? ¿Cómo
puedes reaccionar? La protagonista, en una red social, puso una imagen que no
era la suya, la imagen de una chica que se consideraba que sí era sueca. ¿Qué
era ella? ¿No les empujaban a querer ser alguien distinto? ¿A qué podían llamar
lo propio? ¿Qué podían considerar verdadero si no dejaban de remarcarles que
eran una impostura, que pretendían ser lo que no podían ser? ¿No les empujaban
a buscar una salida a través del resentimiento? Si les despojaban de la
posibilidad de disfrutar de la consecución de su sueño en su propio escenario
de realidad, ¿no les abocaban a buscar su sueño en la rabia que se revolvía,
con violencia manifiesta, contra la permanente violencia de su desprecio? En la
narración se repite una frase: Todo podía
haber sido distinto. Pero ¿dónde, en qué y en quiénes, está el origen de la
infección? Si se plantea que su génesis está en un hecho violento como el
atentado de la librería, en esa amenaza a nuestro mundo occidental que se ha
enquistado como un lugar común veraz cuando es otra ficción instituida, eso
exculparía o absolvería a la sociedad que anatemiza a quien no categoriza como
uno de los nuestros/suyos. Si una acción
violenta de ese calibre la realiza un musulmán es un atentado terrorista pero
si la realiza quien no lo es no se le cataloga con esa concepción ni se
extiende a todo un colectivo sino que se señaliza como mera acción desquiciada
individual. La narración se interroga sobre ese origen, y cómo, incluso, puede
lograr hacer sentir culpables a quienes son rechazados, como si ellos fueran
los causantes de un terror, los monstruos. Aunque se desmonte la falaz
manipulación, cómo injertar esa convicción de que se es más amenaza que
víctima, no obsta para que se sienta que parece una historia sin término, dado
como está enquistado ese virus de
cosificación y anatemización del otro, con violencia larvada o manifiesta, en
la naturaleza humana. Vivíamos una época
en la que cada piedra del mundo había visto suficiente crueldad humana como
para volar en mil esquirlas
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