Mono no aware: un
rasgo ligeramente dulce y triste que aprecia un observador sensible al
contemplar la fugacidad de la naturaleza o la existencia, <<las lágrimas
de las cosas>> (según decía Ivan Morris siguiendo a Virgilio). Akira
Kurosawa definió el montaje del cine de Mikio Naruse, que admiraba
particularmente, como un flujo de planos cortos que a primera vista parece
plácido y convencional, pero luego se revela como un río profundo con una
superficie tranquila que disimula una rápida y turbulenta tormenta
subterránea. Simplicidad de trazo, paradójica conjunción de lo diverso y
sutil modulación del flujo temporal. Por ejemplo, en Madre (Okaasan,
1952), cuya trama es la conjunción de momentos de la vida de una familia, se capta
el flujo del tiempo a la par que su condición efímera, el pálpito de los
instantes, la inexorable caducidad de cada acontecimiento y la sensación de plenitud
fugaz. Es la mirada serena que deja entrever los temblores, la huellas de los
pasos que desaparecen inexorablemente fuera el encuadre de la vida. La
consciencia de lo transitorio no se manifiesta mediante la aflicción. Los clásicos japoneses prefieren la
afirmación. De ahí que admiren un cuenco de té viejo y agrietado; de ahí que
sientan entusiasmo por una fugaz flor (…) Reconoce la transitoriedad de las
cosas e intenta hallar la belleza y el consuelo al asumir la fugacidad
escribe Donald Ritchie (1924-2013) en Un
tratado de estética japonesa (Alpha decay). Richie escribió sobre el cine
de Naruse o Kurosawa. Paul Schrader señaló que fue Richie fue el principal
introductor no sólo del cine sino, en general, la cultura japonesa en Estados
Unidos con sus diversos ensayos y estudios. Uno
de los rasgos característicos del pensamiento tradicional nipon es la
preferencia por la representación simbólica en lugar de la delimitación
realista. La estética tradicional japonesa nunca aspiró a la mimesis en su
acepción de imitación de una apariencia exterior. Si en la cultura
occidental caló, primordialmente, el sistema de representación, o modo de
relato, heredado de la novela decimonónica, y de la pintura realista, la estética oriental plantea que la
estructura ordenada constriñe, que la exposición lógica falsifica y que la
argumentación lineal y consecutiva al final acaba limitando el discurso. Esta idea explica la querencia japonesa por
la yuxtaposición, el ensamblaje, el collage. Quizá sea el motivo por el
que, como receptores, espectadores o lectores, conectemos sobre todo con la
superficie del canal del texto, de la peripecia narrativa, pero no tanto con el
del subtexto, la peripecia alegórica.
En Occidente la relación perceptiva compartimenta más que yuxtapone. Si en nuestra cultura occidental aún seguimos demasiado constreñidos por las dicotomías, por lo que tendemos a los maximalismos, y no sabemos desenvolvernos con naturalidad y fluidez con el matiz o la conjunción, para la estética oriental las dicotomías son herramientas demasiado encorsetadas para definir la plenitud de la observación. Como se reflejaba en el cine de Naruse, o también en el de Ozu (pero no tanto en el más elemental y epidérmico de Kurosawa, motivo por el que quizá fuera más admirado en Occidente, o que pareciera más occidental su estilo), la aparente simplicidad del trazo contiene múltiples capas y mareas como un racimo que es diversidad a un mismo tiempo que es flujo. Es esa singularidad de la relevancia del trazo del pincel o el temblor de la indecisión. Esa querencia occidental por la dicotomía también se aprecia en la relevancia que se ha dado a la religión, sustentada en opuestos, en dualidades, como el bien y el mal. En cambio, en la cultura japonesa la estética ocupó el lugar que la religión ocupa en otros países. El zen se convirtió en arte. Por eso se define por la yuxtaposición, por la fundamental relevancia de la y o el entre. La relación entre los diversos pétalos de un racimo. Como en el excelso cine de Naruse, una superficie tranquila y una turbulenta tormenta subterránea.
El apunte, la sugerencia, la simplicidad ocupó el lugar de la fidelidad ante la apariencia exterior. Tanto el objetivo como el resultado fueron una cualidad para la que aquí solo tenemos un término: elegancia. Al respecto, otro término. Furyu: la naturaleza mínima y sin artificio que sugiere, junto con la simplicidad, el refinamiento y la reflexión a la que apunta. La serenidad permanente es el resultado de la conjugación de los elementos que disponen de esa cualidad. Como el montaje del cine de Mikio Naruse. Planos que son pétalos de una misma flor. Ritchie destaca diferentes términos. Shibui: patrones sencillos, sin aspavientos (en cualquier actividad, una jugada no espectacular pero efectiva para el equipo, una corbata sobria, colores discretos…); Sabi, la pátina de la <<herrumbre>< del tiempo, o el florecimiento del tiempo (herrumbre, florecimiento, paradoja, lo mismo y diversidad); Wabi, la sobreabundancia es una vulgaridad, el uno puede ser el todo; menos es más; la simplicidad. Aware – que como verbo significa compadecer, conmiserar- quizá esté más cerca de la idea del sabi, En ambos casos se destaca la pensativa melancolía de la respuesta empática. Mientras la aflicción es la respuesta, frente a la consciencia de finitud, que brota de la priorización inconsciente del yo, la afirmación celebra con la empatía cualquier otra manifestación de vida en su desaparición porque uno está en lo otro. Es la sonrisa y la lágrima.
Es fundamental esa noción del tiempo no como deterioro sino
como afirmación. En perífrasis de Makoto Ueda, con respecto a la noción de
aware: Una apreciación empática y
profunda de la belleza efímera que se manifiesta en la naturaleza y en la vida
humana, por tanto teñida de una nota de tristeza aunque, en ciertas
circunstancias, pueda estar acompañada de admiración, reverencia e incluso
dicha. De todas formas, no es una es una forma de relacionarse con la
realidad, el tiempo, uno mismo, que se pueda apreciar únicamente en obras
cinematográficas japonesas, como Primavera tardía (1949), de Yasujiro Ozu,
Madre, de Mikio Naruse, Cuentos de la luna pálida (1953), de Kenji Mizoguchi,
La luna se levanta (1955), de Kinuyo Tanaka o La promesa (1986), de Yoshishige
Yoshida. También se puede apreciar en ciertas obras occidentales, desde Qué
verde era mi valle (1941), de John Ford a El curioso caso de Benjamin Button (2008), de David Fincher, pasando por Andrei
Rubliev (1966), de Andrei Tarkovski, Un mes en el campo (1987), de Pat O’Connor,
El largo día acaba (1992), de Terence Davies o La delgada línea roja (1998), de
Terrence Malick. Conexiones, afinidades, que no saben de límites ni
compartimentos estancos. Ser consciente
de la belleza efímera de un mundo en el que el cambio es la única constante
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