Yukiko (Hideko Takamine), con expresión ensombrecida, como
si las nubes de un cielo encapotado surcaran sus ojos, le dice a Tomioka
(Masayuki Mori), el hombre que ama, que menos mal que les queda el pasado (el
amor que vivieron años antes en la Indochina francesa durante la guerra), como
si su evocación fuera un refugio para un presente precario, ambos a la deriva
(como nubes flotantes). Pero el enfoque de ambos es distinto, incluso opuesto.
Es la pugna entre el voluntarioso afán de reconstrucción y la inmovilista
complacencia en el lamento y la negación. Tomioka remarca, afirma, que su amor
concluyó entonces, pero realmente se debe a que se siente vacío, y es incapaz
de amar a nadie, ni a sí mismo; se siente un hombre sin alma. Ya se percibe, en
uno de los flashbacks que se alternan con su reencuentro ya concluida la guerra,
que Tomioka era un hombre tendente a la acritud por cómo la trata cuando la conoce,
aunque se sienta atraído: le dijo sin miramientos que no parecía de Tokio sino
más bien de provincias, y que parecía que tenía 24 aunque tuviera 22, dos
comentarios, no caracterizados por la consideración, que determinan que ella
abandone, zaherida, el salón. Sus palabras, como sus actos, siempre parece que
alejan. En cambio, Yukiko, pese las inestables circunstancias, su dificultad
para ganar dinero con algún trabajo después de la guerra, y la herida emocional
que arrastra por la violación que sufrió tiempo atrás, infligida por su cuñado (evocada
en dos o tres planos sin sonido durante su reencuentro en un mercado), quien
sin escrúpulo ni arrepentimiento alguno incluso le pide que le devuelva sus
colchones, desea que ese pasado compartido sea futuro, por lo que lucha por
ello entre constantes idas y venidas, reencuentros y separaciones con Tomioka, durante
la narración, elíptica, abrupta, de la bellísima Nubes flotantes (Ukigumo,
1955), adaptación de la homónima novela de la escritora Fumiko Hayashi,
recurrente colaboradora con Naruse. El deterioro que es más bien atasco o
cortocircuito desde un principio, por la veleidosa y renuente actitud de
Tomioka, también refleja el de la sociedad japonesa de la posguerra, una
reconstrucción que parece no superar la amargura y la autoindulgencia en el
lamento, vertiente que rezuma la misma ambientación y la grisácea fotografía de
Masao Tamai.
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domingo, 25 de abril de 2021
Nubes flotantes
Tomioka prefiere no evocar aquel pasado porque está enquistado
en su desvitalizado planteamiento de que nada es posible, y se deja arrastrar a
la deriva, con idas y venidas, entre Yukiko, su esposa, a la que se presuponía
iba a abandonar, según había prometido a Yukiko, o el flirteo, y posterior
relación, con la esposa del dueño de una sauna. Se siente aturdido por esa
apatía fatalista, esté sobrio o entumecido por los vahos del alcohol. Yukiko,
en un momento dado, le dice que le recuerda a Bel Ami, el protagonista de la
homónima novela de Guy de Maupassant, por sus continuos coqueteos y sus
historias amorosas fugaces y erráticas con las mujeres, como si sólo viviera en
las superficies. Pero si Be Ami lo hacía por su afán arribista, motivo por el
que las utilizaba, Tomioka no lo hace por ningún motivo. Simplemente refleja su
mera dejadez y deriva vital, su inconsciencia, como si fuera, cómodamente, a
rebufo de sí mismo, o de su amargura inmanente. De todas maneras, eso no obsta
para que, en su segundo reencuentro, tras que ella haya iniciado una relación
con un soldado estadounidense (por mera supervivencia y soledad), él despliega,
como la primera vez que se conocieron, su amargura, y (des)califica su relación
como si fuera el intercambio de un negocio: cuando ella le conmina a que no se vean más
porque sufre ante el hecho de que no puedan materializar su amor, él sólo es
capaz de reaccionar diciéndola, con lacónica crueldad, que no le quiere ver más
porque vendrá mal a su negocio.
Tomiako no es un cínico, como Bel Ami, sino un ser vaciado
que carece de entusiasmo vital, incapaz de darse o de crear una raíz, como la
de su amor por Yokiko, algo de lo que demasiado tarde tomará consciencia. Por
eso, la narración es la sucesión de reencuentros truncados, porque él siempre
optará por otra dirección, por la mera fuga o deserción, como quien rebota de
un lugar a otro, o de una relación a otra como si la relación con la realidad
fuera una fluctuación voluble. Y la modulación se define por el enrarecimiento,
por la progresión de una infección, la que le transmite él a ella, o cómo su
infección emocional y vital logra infectar el propio organismo, ya sin
defensas, de Yukiko, como si por los sucesivos frustrados intentos de ella de
reencauzar o consolidar su relación sentimental, por la escurridiza actitud de
él, le hubiera extraído progresivamente su energía vital. No es de extrañar que
el trágico desenlace acontezca durante una fuerte tormenta que se manifiesta
con el espesor de un cielo encapotado (como encapotada ha permanecido la mirada
ausente, distraída, vidriosa, de Tomiako). En el plano final, de desgarrado
lirismo, resalta, sobre los cuerpos de ambos (él tumbado sobre el cadáver de
ella, llorando), el mapa de la isla (en la que le habían asignado a él un
trabajo como agente forestal). Ella, pese a sus reiterados y denodados intentos
durante años, no había conseguido que él dejara de ser una isla, incapaz de
habitar la vida, el presente, las propias emociones, incapaz de amar, nube sin
rumbo.
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