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domingo, 25 de abril de 2021

Nubes flotantes

                          

Yukiko (Hideko Takamine), con expresión ensombrecida, como si las nubes de un cielo encapotado surcaran sus ojos, le dice a Tomioka (Masayuki Mori), el hombre que ama, que menos mal que les queda el pasado (el amor que vivieron años antes en la Indochina francesa durante la guerra), como si su evocación fuera un refugio para un presente precario, ambos a la deriva (como nubes flotantes). Pero el enfoque de ambos es distinto, incluso opuesto. Es la pugna entre el voluntarioso afán de reconstrucción y la inmovilista complacencia en el lamento y la negación. Tomioka remarca, afirma, que su amor concluyó entonces, pero realmente se debe a que se siente vacío, y es incapaz de amar a nadie, ni a sí mismo; se siente un hombre sin alma. Ya se percibe, en uno de los flashbacks que se alternan con su reencuentro ya concluida la guerra, que Tomioka era un hombre tendente a la acritud por cómo la trata cuando la conoce, aunque se sienta atraído: le dijo sin miramientos que no parecía de Tokio sino más bien de provincias, y que parecía que tenía 24 aunque tuviera 22, dos comentarios, no caracterizados por la consideración, que determinan que ella abandone, zaherida, el salón. Sus palabras, como sus actos, siempre parece que alejan. En cambio, Yukiko, pese las inestables circunstancias, su dificultad para ganar dinero con algún trabajo después de la guerra, y la herida emocional que arrastra por la violación que sufrió tiempo atrás, infligida por su cuñado (evocada en dos o tres planos sin sonido durante su reencuentro en un mercado), quien sin escrúpulo ni arrepentimiento alguno incluso le pide que le devuelva sus colchones, desea que ese pasado compartido sea futuro, por lo que lucha por ello entre constantes idas y venidas, reencuentros y separaciones con Tomioka, durante la narración, elíptica, abrupta, de la bellísima Nubes flotantes (Ukigumo, 1955), adaptación de la homónima novela de la escritora Fumiko Hayashi, recurrente colaboradora con Naruse. El deterioro que es más bien atasco o cortocircuito desde un principio, por la veleidosa y renuente actitud de Tomioka, también refleja el de la sociedad japonesa de la posguerra, una reconstrucción que parece no superar la amargura y la autoindulgencia en el lamento, vertiente que rezuma la misma ambientación y la grisácea fotografía de Masao Tamai.

Tomioka prefiere no evocar aquel pasado porque está enquistado en su desvitalizado planteamiento de que nada es posible, y se deja arrastrar a la deriva, con idas y venidas, entre Yukiko, su esposa, a la que se presuponía iba a abandonar, según había prometido a Yukiko, o el flirteo, y posterior relación, con la esposa del dueño de una sauna. Se siente aturdido por esa apatía fatalista, esté sobrio o entumecido por los vahos del alcohol. Yukiko, en un momento dado, le dice que le recuerda a Bel Ami, el protagonista de la homónima novela de Guy de Maupassant, por sus continuos coqueteos y sus historias amorosas fugaces y erráticas con las mujeres, como si sólo viviera en las superficies. Pero si Be Ami lo hacía por su afán arribista, motivo por el que las utilizaba, Tomioka no lo hace por ningún motivo. Simplemente refleja su mera dejadez y deriva vital, su inconsciencia, como si fuera, cómodamente, a rebufo de sí mismo, o de su amargura inmanente. De todas maneras, eso no obsta para que, en su segundo reencuentro, tras que ella haya iniciado una relación con un soldado estadounidense (por mera supervivencia y soledad), él despliega, como la primera vez que se conocieron, su amargura, y (des)califica su relación como si fuera el intercambio de un negocio:  cuando ella le conmina a que no se vean más porque sufre ante el hecho de que no puedan materializar su amor, él sólo es capaz de reaccionar diciéndola, con lacónica crueldad, que no le quiere ver más porque vendrá mal a su negocio.

Tomiako no es un cínico, como Bel Ami, sino un ser vaciado que carece de entusiasmo vital, incapaz de darse o de crear una raíz, como la de su amor por Yokiko, algo de lo que demasiado tarde tomará consciencia. Por eso, la narración es la sucesión de reencuentros truncados, porque él siempre optará por otra dirección, por la mera fuga o deserción, como quien rebota de un lugar a otro, o de una relación a otra como si la relación con la realidad fuera una fluctuación voluble. Y la modulación se define por el enrarecimiento, por la progresión de una infección, la que le transmite él a ella, o cómo su infección emocional y vital logra infectar el propio organismo, ya sin defensas, de Yukiko, como si por los sucesivos frustrados intentos de ella de reencauzar o consolidar su relación sentimental, por la escurridiza actitud de él, le hubiera extraído progresivamente su energía vital. No es de extrañar que el trágico desenlace acontezca durante una fuerte tormenta que se manifiesta con el espesor de un cielo encapotado (como encapotada ha permanecido la mirada ausente, distraída, vidriosa, de Tomiako). En el plano final, de desgarrado lirismo, resalta, sobre los cuerpos de ambos (él tumbado sobre el cadáver de ella, llorando), el mapa de la isla (en la que le habían asignado a él un trabajo como agente forestal). Ella, pese a sus reiterados y denodados intentos durante años, no había conseguido que él dejara de ser una isla, incapaz de habitar la vida, el presente, las propias emociones, incapaz de amar, nube sin rumbo.

 

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