Me atrevo
a decir que las estatuas, ese primer día de existencia, parecían más vivas que
la gente, no sólo parecían – estaban (…) el verdadero museo, con todo el frío
de esa palabra, no estaba en lo que los rodeaba, sino en ellos, era – ellos,
eran –ellos, escribe Marina Tsvietáieva en Mi padre y su museo (Acantilado), sobre el día de inauguración del
museo de Bellas Artes en Moscú, fundado por su padre en 1912. El museo como emblema de una actitud,
la edificación que representa la inclinación por la búsqueda de la armonía, la
sensibilidad que gesta, la sensibilidad empática, y edificante, como desafío a
la pulsión de dominio, la funcionalidad pragmática, el apoltronamiento de la
inercia y la tendencia a la destrucción. En Francofonia (2015), el
cineasta ruso Aleksandr Sokurov se preguntaba qué seríamos sin los museos,
nuestra memoria, la huella de una mirada que gesta y revela y refleja el
desafío de los límites por lo posible. Miraba hacia el pasado para dialogar con
el presente. En las primeras secuencias, el mismo Sokurov
conversaba en la pantalla del ordenador con el capitán de un mercante que
traslada obras de arte en un océano agitado por un oleaje que amenaza con
hundir la nave. Nos ubicaba con la metáfora en nuestro tiempo (dominado por el
maridaje de pantallas), y se interrogaba sobre el lugar del arte, pero también
de la mirada inquieta e interrogante. El subtítulo de Francofonia era El Louvre bajo la ocupación. Y utilizaba como
reflejo de actitudes o miradas a Napoleón y el emblema de la Revolución, el yo
que se autoproclama soberano sobre la realidad, el ansia de dominio que remarca
el yo como un sello de propiedad en todo, y el nosotros que intenta
forjar la equiparación y la conjunción ¿Bajo qué ocupación nos encontramos en
nuestro tiempo? ¿Cuál es el Napoleón no visible de nuestro tiempo que ha
logrado neutralizar la mirada singular e inocular, como un virus, la mirada
ombliguista intercambiable, la mirada inercial y acomodaticia de estatua? La
admirable El bailarín (2018), de
Ralph Fiennes, se centraba en una ávida mirada de conocimiento, la
mirada que pugna por mantener su singularidad, sin restricciones ni concesiones
ni supeditaciones, la del bailarín ruso Rudolf Nureyev, y quedaba bellamente
condensado en la secuencia en la que, por fin, contempla en El Louvre, La balsa de la medusa, de Theodore
Gericault. O como le dice su amigo Pierre Lacotte, la fealdad hecha belleza a
través de la mirada, de los trazos, del artista. Y eso es lo que intenta
denodadamente hacer con su vida Nureyev, aunque su perseverancia en mantener su
mirada propia se enajene con la excesiva interposición de distancia, cual
coraza, con respecto a los demás. Pero alguien le indica que en la vida, de un
modo u otro, se depende de alguien, algo que parece rehuir Nureyev, aunque la
ayuda que recibe, en diferentes momentos cruciales de su vida, como cuando
consigue pedir asilo en Francia, sea crucial para sus logros.
Aunque Mi padre y su museo sea una obra escrita en la década de los treinta, y mire al inicio de siglo, su edición, por parte de Acantilado, se convierte en oportuno reflejo, y acción disidente, que interpela a nuestro presente a través de una personalidad tan singular como la de Ivan Tsvietaiev. ¿No somos más estatuas que las propias esculturas?¿ No nos hemos convertido en seres, aparentemente de carne y hueso, con piedras virtuales en nuestra mirada y actitud? Si estoy orgullosa de algo, es de haber nacido de padres que jamás se aprovecharon de nada – material, y de todo – lo espiritual. Era un hombre que no se preocupaba de las posesiones materiales. Rechazó ocupar la mansión con ocho habitaciones que le concedieron por su cargo de director del museo. ¿Para qué necesitaba tanto, como también expone Beatriz Montañez en su obra Niadela, otra obra de resistencia, o recordatorio de lo que podríamos ser? ¿Por qué, en cuanto disponemos de dinero necesitamos vivir con grandes dispendios y gastar y consumir lo más posible? ¿Por qué necesitamos tanto, incluso como mínimo vital de subsistencia? Tsvietaiev indicó que las ocuparan los empleados. Por su título de Tutor honorario le concedieron un uniforme lujoso. Y de nuevo se preguntó para y por qué. Se lo puso pero, como puntualizó, por el museo. No se trataba de avaricia. Aunque en realidad – sí. Era avaricia en grado superlativo (…) avaricia del terrateniente que sabe con cuánta dificultad la tierra se vuelve plata. Y así, fidelidad a la tierra. Avaricia del asceta que encuentra todo demasiado bueno para él, cuerpo, y nada demasiado para él, espíritu. (…) Avaricia de todo ser que tiene una vida espiritual y que simple y sencillamente no necesita nada (…) Por tanto avaricia – espiritualidad (…) Por fin, avaricia del dador: avaro, a fin de poder dar. Porque él dio hasta su último suspiro, porque su último suspiro fue un acto de donación.
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