Hay una abismal diferencia de sentido entre El amor ha muerto, como se la suele conocer en español, y El amor a muerte, traducción más precisa de L’amour a mort (1984), de Alain Resnais, con guion de Jean Gruault, y dirección de fotografía de Sacha Vierny (sinfonía entre negros y rojos). Como parece que hay un abismo entre la vida y la muerte, abismo del que esta extraordinaria funambulista obra hace narración y tantea con las interrogantes que ponen en cuestión los límites. ¿O dónde están? La película se inicia con las contorsiones de una agonía, con una muerte, la de Simon (Pierre Arditi), a quien el médico declara muerto. Pero minutos después, resucita; ya no estaba, y ahora de nuevo está presente. Simon y Elizabeth mantenían una relación desde hacía dos meses. Y se percatan de cuánto se aman, pero qué poco se conocen. Las interrogantes les sacuden, como si hubieran estado dormidos, ausentes de sí mismos, de un amor con el piloto automático: ¿Se puede plantear la vida como se hacía antes? ¿Realmente se vivía o se transitaba entre superficies? ¿Las relaciones que se mantenían aportaban algo o eran parte del decorado o escenario, de una inercia que hace de la vida sucesión de trámites y cortesías? Simon es arqueólogo, Elizabeth estudia las plantas, sus enfermedades. Pasado, raíces, el tiempo, la finitud. Un día podemos ser aquel resto que otros estudian, si es que queda alguna huella de nuestro tránsito. Hubo muchos otros, somos como muchos otros, una nimiedad en la inmensidad del tiempo, pero a la vez deberíamos exprimir nuestra excepcionalidad, habitar con raíz el tiempo que nos toca. Las culturas varían, las certezas también; hay tradiciones que desaparecen, como las personas.
¿Qué es al amor? ¿Existe el amor único? ¿Para qué la creencia, por qué lo necesitamos? ¿Dónde queda el saber o de qué modo interfiere la creencia en el saber? ¿Cuánto suele haber en el amor de creencia y de saber? La pareja de amigos, Judith (Fanny Ardant) y Jerome (Andre Dusollier), son clérigos. Él se mantiene más rígido en su forma de habitar la vida, que compartimenta. Judith se mece flexible entre interrogantes que no interfieren en sus creencias. De verdad ¿existe el amor único? Ella amó a Simon años atrás, pero después de él ha amado a otros, y ahora Jerome. Simon no cree, quiere saber, porque bien poco sabemos, algo aún más obvio cuando durante unos minutos no estaba aquí, sino en ese otro lado que es tan incierto. Y desespera porque es consciente de lo que poco que sabía, o de lo poco que se había preocupado por saber. Se pregunta si vivía. Elizabeth ama más que a nada y a nadie a Simon. Si él muere, está decidida acabar con su vida, lo que otros rechazan, como el médico que le enumera sus secuelas si fracasara en el intento, o Jerome, por una cuestión moral. Judith, en cambio, enfoca la muerte de Jesucristo como un suicidio, aunque fuera sacrificial. ¿No es cómo lo enfoca Elizabeth, ya que es por unirse a quien ama? No son tan firmes las convicciones de Jerome; en un momento dado se pregunta, ¿Y si no hay nada después? A Elizabeth le da miedo esa incógnita. Pero ama a Simon a muerte.
En la posterior Asuntos privados en lugares públicos (2006), las transiciones entre secuencias vienen dadas por una lluvia de copos de nieve. La nieve de la ausencia de imagen del televisor es la promesa de una historia que dote de acontecimiento a las vidas de los personajes protagonistas. En On connait la chanson (1997), correlato de sus ansiedades e hipocondrías, de su vida irresuelta de los personajes, las transiciones narrativas eran medusas flotando; la medusa, esa figura paralizadora, como las emociones paralizadas de los personajes, flotando en su incertidumbre. En L’ amour a mort también se intercalan planos de briznas (¿de ceniza?) cayendo, pero son muchos más frecuentes, convierten a la narración en un relato en permanente interrupción suspensa; su efecto es, por ello, más desabrido, como un cuerpo que pugnara por estirarse, pero aún estuviera bajo el shock de haber sufrido una agonía, y haberse desactivado; como cuando el cuerpo sufre un colapso (un infarto), y necesita un tiempo para recuperar de nuevo sus funciones, volver a dar los pasos, hacer esfuerzos, ‘ser un cuerpo vivo’ de nuevo. Esa continua alternancia es como una tensión irresuelta entre la vida y la muerte, porque puede haber muertes en vida, vidas que discurren entre superficies, en vez de con las entrañas expuestas, porque saber que puedes ser ausencia te hace arañar y rasgar tu condición de presencia.
La ceniza cubría los cuerpos en el primer plano de Hiroshima, mon amour (1959), una narración que era arquitectura, en la conversación o exploración de los dos amantes, que construían un amor, el suyo, presente, posible, explorando los sótanos, de la mente de ella, donde se agazapaban retenidas las huellas que condicionaban que el amor volviera a surgir. Simon reconoce en un momento dado que en su mente resuena un tema musical que asocia con la muerte, pero que no logra identificarlo (del mismo modo, que se interroga si ha vivido, si ha dejado pasar la vida, si la puede morder a fondo en un futuro que sea presente continuo). La extraordinaria música de Hans Werner Henze ( quien había colaborado con Resnais en la previa, y también magnífica, Muriel, 1963), desde la resurrección de Simon, sólo se escucha sobre esos planos oscuros con copos cayendo, hasta el plano final en el que la música reaparece sobre los planos habitados de vida (cuando se dicen las palabras mágicas: ‘Resucitaremos, resucitaremos’), como si se conjugaran asunción de la muerte y confianza en la resurrección, la que aporta sobre todo la experiencia de un amor que desafía cualquier límite, que se enfrenta a cualquier miedo, aunque no deje de sostenerse sobre la incógnita. En un momento dado de Asuntos privados en lugares públicos, Charlotte y Lionel (que están interpretados casualmente por Sabine Azema y Pierre Arditi) conversan en una cocina, un momento de intimidad de corazones revelados; el escenario cambia, cuando sus manos se unen, encontrándose, sin transición, en medio de la intemperie hablando bajo la nieve, y pese al frio de la atmosfera la calidez se asienta en el momento como la irrupción de una figuras ausentes materializadas en presencia.
En una secuencia de L’amour à mort, unidos sus cuerpos en el fragor del sexo, Elizabeth dice que la intensidad de lo que están experimentando nunca será igual ni tan fuerte, que su pasión irá en descenso, que sus cuerpos ya no responderán igual, habitan el tiempo, y es finito como su curso es el de la decadencia, el del deterioro, quedan ruinas, órganos que enferman, que se pudren. Simon responde airado, susceptible, porque no soporta esa consciencia, ha transitado la muerte, y no quiere sentir que lo que son ya no lo serán, que se deteriorará, e incluso desvanecerá. No puede asumir su derrota anunciada, pese a la prorroga incierta que se le ha concedido. Por mucho que corra, en cualquier momento la muerte le alcanzará, por mucho que exprima la vida hasta el fondo, todo tendrá su fin. El desafío de Elizabeth, a lo incierto de la muerte, a su propio miedo, es la afirmación de un amor por encima de todo, incluso de sí misma, es la afirmación de vida, de que se puede resucitar una y otra vez en vida, que es lo que es el amor, resurrección, aunque haya habido otros amores antes, y quizá otros después, unos duren más y otros menos. Hay que confiar en que resucitaremos incluso en lo que desconocemos, que no tiene por qué ser un vacío oscuro, sino música de posibles, como el amor a muerte.
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