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martes, 30 de octubre de 2012
Holy motors
‘La belleza está en los ojos del que mira’ dice un frase hecha, ‘Pero ¿Y si no mira nadie?’ se apostilla en ‘Holy motors’ (2012), de Leos Carax. La frase la dice (se le escucha ; elocuente que sea fuera de campo dado que alude a una ‘carencia’) el protagonista, Mr. Oscar, encarnado por Denis Lavant, el hombre de las múltiples identidades que transita de una a otra, de una representación a otra, aunque se podría decir que es el mismo Leos Carax, a quien vemos en la secuencia inicial postrado en una cama, y que, tras incorporarse, rasga la pared, y entra por la abertura, cual Alicia hacia el otro lado del espejo, que es hacia el otro lado del proyector, porque en el otro extremo del pasadizo ( que podríamos decir que es el de su mente) está el espacio de un cine, en el que se proyecta alguna película ante unos espectadores/cuerpos que parecen paralizados: las imágenes que se intercalan en la narración, entreacto incluido, son las de agitaciones de un cuerpo, una realización de los inicios del cine, cuando este daba sus primeros pasos, cuando realizaba sus primeras contorsiones, cuando se hacía cuerpo, como ahora se hace cuerpo la imaginación del propio Carax en las diversas manifestaciones o representaciones o identidades que interpreta el que ha sido su actor fetiche en casi todas sus obras previas, Dennis Lavant.Quien conduce la limusina en la que recorre los escenarios de la ciudad, Celine, tiene el rostro de Edith Scob, protagonista de varias obras de Georges Franju ( por especial significancia, ‘Ojos sin rostro’); es un emblema de ese cine que parece ser ya parte del pasado, el que sabía mirar, el que sabía crear belleza, el foco, guía y modelo en la oscuridad del presente.
Ojos con múltiples rostros sería aquí la variación, porque la limusina es como la transposición de nuestra relación ya virtual con la realidad, ese espacio mental en el que nos atascamos, paralizamos, en múltiples representaciones mientras desperdiciamos la vida: el encuentro con la limusina en la que viaja otra ‘pasajera’ que cambia de identidades, Eva Grace(Kylie Minogue), en cuyo encuentro, en un abandonado centro comercial sembrado de cadáveres que son maniquíes ( modelos o representaciones de cuerpos), palpita la desgarrada consciencia de la vida perdida, de lo que se hubiera podido realizar o elegir pero no se hizo; y que los convierte en figuras para quienes, si el tiempo hace acto de presencia, el pasado, es para precipitarles en la desesperación; porque fluyen en una realidad sin tiempo, en una sucesión de escenarios en las que son muchos y no son nadie. El cuerpo de Lavant es tanto un multimillonario (la primera ‘aparición’, la primera identidad, protegido por una ingente cantidad de sistemas se seguridad; nuestro protegido mundo virtual, de ‘habitaciones del pánico’ como apuntó un visionario Fincher), como una indigente coja(un desfigurado y residuo de los amantes de Pont Neuf); una figura virtual con sensores blancos en un escenario de captación de movimiento en el que simula un combate o un encuentro sexual para el rodaje de un video juego, un ‘diablo’, Mr. Merde, lo ‘inmundo’ según Carax, que surge de las alcantarillas para devorar flores, dedos de una mujer y secuestrar, cual fantasma de la opera, a otra representación de esta virtualidad de mundo en que ‘derivamos’ estáticos, una modelo, encarnada por Eva Mendes (que se conduce como si fuera un maniquí, un cuerpo sin identidad), a la que retiene en otra caverna (esta no platónica, literal, aunque comparte su misma entraña simbólica), y sobre cuyo regazo descansa, no ocultando su erección y a quien viste como su inversión, ocultando su piel con burka (mordaz apunte sobre nuestra cultura, la negación del cuerpo, como presencia o vivencia inmediata, entre virtualidades y representaciones, siempre en la distancia).
Mr Merde es, de nuevo según palabras de Carax, ‘el miedo, la fobia. También la infancia. Es el colmo del extranjero: el inmigrante racista’. Cavernas platónicas, proyecciones, o maquinas invisibles en las que navegamos, cómo señalan, que ahora preferimos, las máquinas visibles, las limusinas , ya aparcadas en la matriz, el almacén al que retornan todas las limusinas, de nombre Holy Motors (motores sagrados) ¿O quizá sólo sea sagrado el motor de la cámara cinematográfica, la única posible paradójica revulsiva cura que nos recupere de la crónica infección de virtualidad?La cuestión, mi duda o interrogante, es si esa falta de belleza o de miradas que sepan mirar en esta sociedad, cada vez más virtualizada, en que vivimos (o discurrimos como fantasmas) no ha sumido en una amargura excesiva a la narración. Pocas películas como sus primeras obras, ‘Chico conoce chica’ (1984) o sobre todo ‘Mala sangre’ (1986), me han hechos sentir a un cineasta que aún sabe recuperar la primera mirada, es decir como si mirara o hiciera cine por primera vez, con el aliento del cine mudo, con el cine que aún descubre, y se asombra, y experimenta, y juega, y lo comparte y hace sentir al espectador que aún da en la vida sus primeros pasos cual bebé.
El cine de Carax, cine de joven que se golpea el pecho como quien busca el sentido a sus propios latidos y de anciano que es consciente de cómo el tiempo se escurre de las manos mientras nos extraviamos entre vanas escenificaciones, se sustentaba, en su opera prima, sobre las digresiones, sobre fundidos en negro que parpadebaan en las secuencias, sobreimpresiones que nos hacían sentir que la vida es ensueño, sobre los cuerpos y las acciones desajustadas, sobre los monólogos abstraídos o atropellados, sobre las paradojas, una poesía excéntrica que rasgaba la pantalla de una ilusoriedad calificada como realismo, que hacía de los cuerpos y los gestos danza que alumbraban sus interioridades, como rasgaba la convención del chico encuentra chica, para ofrecer un viaje en la noche, en el que, durante su trayecto inicial, las parejas no dejan de romper y de discutir, para en su conclusión afirmar que no hay que soltar la mirada cuando encuentras a aquel o aquella que te hace sentir presente.Con ‘Mala sangre’, que fue la primera obra suya que vi (o la primera conmoción), vibraba la exultante sensación de que en cada plano se redescubriera el cine. Entre sus poros se puede respirar tanto el cine de Chaplin (Cómo de repente, tras un bebé que camina torpemente hacia su madre, vemos aparecer al protagonista, emulándolo sus pasos cual bebé grande )como el del Borgaze de 'El ángel de la calle' en su tierno y naive romanticismo, con gotas del Mabuse de Lang en esa desaforada subtrama de conspiraciones y amenaza de epidemias, o de Murnau, el de 'El último' y 'Amanecer', el que descubría a cada plano, y hacía de la emoción en estado puro odisea y guía de la narración. No importa la trama en 'Mala sangre', es una abstracción lírica y excéntrica, de giros radicales, como cuando dedica más de veinte minutos a una larga secuencia de dos intimidades conociéndose, palpándose en su interior, como si abrieran los ojos por primera vez, en una de las secuencias de amor gestándose, explorándose, más bella que ha dado el cine.
Aún latía esa voraz hambre de belleza, de la emoción que fue en el principio, en ‘los amantes de Pont Neuf’, aunque ya aquí empezaba a percibirse, en esta historia de indigentes, precisamente la sensación de sentirse indigente, al margen de un mundo que no sabe de belleza, o que no la busca. Las imágenes son de un realismo a ras de suelo, sórdido, tembloroso, áspero. Aquella exuberancia visual de sus dos anteriores y bellas obras 'Boy meets girl' (1983) y 'Mala sangre' (1986), que hacía del artificio paradójica búsqueda (que encontraba) de la emoción verdadera, en una década en la que, en las corrientes predominantes, la imagen hizo desaparecer al cuerpo, y a la emoción (las imágenes se referían a otras imágenes, y no sólo con explicitas citas), ahora parece ausente, exiliada, y escombrada, como la emoción, y los cuerpos. Michele (Juliette Binoche)es un residuo de una decepción, la de un amor no realizado, sino frustrado, la ilusión perdida que poco a poco se desenfoca y deteriora como su propia vista. Michele dice en un momento dado que ya puede sumergirse en la oscuridad, porque la realidad son llamas danzantes borrosas. Alex (Denis Lavant) es la llama del arte que ha perdido el impulso de la búsqueda, que se embrutece con el alcohol para sosegar su dolor, como necesita de sedantes para poder dormir. Su voz es la de las llamas, como en su número callejero, una performance en la que escupe fuego ayudado por el combustible el alcohol. Eso es el singular cine de Carax, llamas de la convulsa emoción, la que sabe de qué materia doliente está hecha la materia de los sueños que frotan su frente contra el ras de suelo para recordarse que son cuerpos, la que sabe de qué temblores nacen las ilusiones que saben mirar de frente, sin miedo, porque han habitado la indigencia, el extravío, y saben ya deletrear con las cicatrices de sus cuerpos, sin emborronamientos de la mirada, la emoción verdadera. De la indigencia a la celebración del fluir de las emociones, la unión que surca las aguas como proa que no teme a lo incierto.
Desconozco su siguiente obra, ‘Pola X’ (1999). Luego llegaron las dificultades para poder materializar sus proyectos. Cinco años dedicó a uno, que iba a ser rodado en inglés, que acabó en la papelera. El dinero y el casting eran sus bestias pardas. Rodó un mediometraje para ‘Tokyo’ (2008), en el que parecía que gritaba toda su frustración, a través de ese Mr Merde que parecía la transposición humana de Godzilla y otras criaturas (de la misma que protagonizaba ‘The host’ de Bong joon-ho, otro de los directores de ‘Tokyo’). Lo grotesco, el exabrupto, eran como la inflamación de una infección que la devuelve como un corte de mangas que es escupitajo. Y ese beligerante talante aún empapa ‘Holy motors’, como el niño que dice caca, culo, pis porque los adultos yacen confinados en su vaciada expresión, para hacerles recordar, ya amarga y furiosamente, que son cuerpos, emoción.
En ‘Holy motors’ puedo admirar su planteamiento, su reflexión, su heterodoxia, ese ánimo combativo, disidente, que busca otras corrientes o senderos, que juega con el relato, que busca ofrecernos un espejo en el que cuestionarnos, en el que desnudarnos, y hacernos sentir la turbadora erección ante los ojos de los demás, nuestra nimiedad, nuestra torpeza, nuestro desperdicio de la vida. Quizá por eso animo a que se vea, aunque duela, hastíe o provoque incomprensión o rechazo. A mí no me ha hecho ya sentir ese asombro, sino el dolor de sentirse ya postrado, apartado de un mundo que ya sólo parece supurar degradación, patetismo y miseria. Una virtualidad que ya no sabe de belleza, y menos de la que convulsiona.
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Si Carax a veces ha acertado o se ha acercado al blanco, no es desde luego con 'Holy Motors'. ¡¡¡Vaya pedazo de caca pretenciosa!!! Un saludo
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