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viernes, 28 de febrero de 2025

Sólo un testigo

 

La vida y sus imprevistas direcciones. La vida y los intentos de reconfigurar su dirección. Solo un testigo (Un témoin dans la ville, 1959), excelente segundo largometraje de Edouard Molinaro, quien colabora en el guion junto a Gerard Oury y la pareja Boileu y Narcejac, el dúo que escribió las novelas Las diabólicas y Vértigo, comienza con un crimen en un tren y finaliza con una admirable tensa persecución, en coche y a pie, por las nocturnas calles de París. Durante el desarrollo del relato se producen varios cambios de trayecto narrativo. Comienza con el asesinato que perpetra Verdier (Jacques Berthier), con el forcejeo para arrojar fuera del tren a Jeanne, quien, desesperada, pugna infructuosamente para que no sea así, pero Verdier es implacable, golpeando sus manos para que dejen de agarrarse al estribo. En la posterior secuencia, se deja constancia de cómo su crimen queda impune ya que es declarado inocente, pese a que el juez le recrimine sus reacciones teatrales porque está convencido de que es culpable. En su retorno a casa, sufre un accidente porque otro coche, al sortear un perro para no atropellarle, colisiona contra el suyo. Una alteración en su trayecto, ya que tendrá que volver andando, que anticipa el accidente fatal que sufrirá. Una dirección imprevista con la que no contaba, o no imaginaba, ya que, en paralelo, un hombre entra en su casa y desconecta la luz. El espacio interior de Verdier es un espacio en sombras, como lo es su interior figurado. Una nueva dirección: Cuando retorna a su hogar encuentra una escenificación, que le acusa: el vestido de Jeanne en la cama, su fotografía reemplazada por la de ella. Quien ha realizado esa puesta en escena es el marido de Jeanne, Ancelin (Lino Ventura). Quiere corregir el erróneo veredicto de la ley porque nada tiene que ver con la justicia. Decide él una nueva dirección para Verdier. Y le condena a muerte, una muerte que intenta, con otra puesta en escena, que aparente ser un suicidio. Pero cuando se marcha se encuentra con que un taxista, Lambert (Franco Fabrizi), esperaba a Verdier. Por un imprevisto cruce, un nuevo trayecto que dilucidar para determinar cuál puede ser. ¿Confiar en la suerte o más bien optar por determinar un nuevo curso de vida?

Pese a que intente buscarse una coartada, una supuesta cita con una mujer, quien realmente es un prostituta a la que paga para que sus compañeros de trabajo crean que es meramente una cita sentimental de quien parece recuperarse tras la muerte de su esposa, tendrá que pensar qué decisión toma con respecto a Lambert. El desarrollo del relato combina las vicisitudes de Lambert en su proceso de cortejo a una telefonista del servicio de taxis, Liliane (Sandra Milo), con el acecho de Ancelin. Alguien pugna por conseguir que se consolide su relación con la mujer que ama, logro que le llena de gozo cuando se materializa, como si fuera un inicio de vida, sin saber que están siguiéndolo con el propósito de matarlo, de truncar su vida, sin ya posibles direcciones, ni la de la alegría ni la de la frustración. Sus vicisitudes amorosas, aderezadas con apuntes del ambiente de trabajo, y la relación con otros compañeros, se alternan con el seguimiento de esa sombría ave rapaz que ha decidido matar ya no como expresión de un dolor y una amargura que necesita ser aliviada sino por conveniencia y pragmática. Resulta espléndida la larga secuencia en la que les persigue por la calle y luego los pasillos y andenes del metro, y cómo duda, sin decidirse, cuando él ya se ha quedado solo, para empujarle a las vías cuando llega el metro.

Irónicamente, Ancelin desconoce que Lambert no tiene intención de prestar declaración porque no quedó satisfecho por cómo le trató la policía en una circunstancia pretérita en la que fue testigo. Expresa a Liliane cuando esta le impele a que declare que puede reconocer al asesino cómo considera que no cree que realmente ayudaría nada sino que suscitaría su testimonio más y más preguntas sin que llevara a ninguna dirección fructífera. Sería una circunstancia que le complicaría a él más que otra cosa. Ancelin, mientras, prosigue su seguimiento, hasta que por fin consigue que le recoja como cliente. Su error será que quiera comprobar que el taxista le reconoce, pidiéndole que le encienda el cigarrillo. Como es así, no advierte que deja conectado el teléfono por lo cuál puede Liliane oírle y así saber cómo el hombre que ama es asesinado. El resto del relato es magnífico. Los taxistas se unen para rastrearle y asediarle. Por dos veces, Ancelin colisionará con un taxi. Magullado huye en la oscuridad, perseguido en un zoo, en una sección en la que priman, precisamente, las aves rapaces, otra circunstancia casual de sangrante ironía, ya que él es ahora la presa asediada. Una descarnada conclusión nocturna para un relato dominado por las sombras, no solo externas, sino interiores, y en el que un atisbo de luz, una relación de amor en gestación, es truncado por quien, precisamente, había querido vengar al asesino de su mujer amada, aunque esta le fuera infiel. El hombre que apagó unas luces para recibir al hombre que quería asesinar apagaría también la luz del sueño de amor de otra pareja. Un acto de justicia reparada deriva en un acto de cruel desatino.

miércoles, 26 de febrero de 2025

Tokio blues

 

Entre el extrañamiento y la desesperación. En el primer tramo de Tokio blues (Noruwei no mori , 2010), de Tran Anh Hung, adaptación de la novela de 1987 Tokio blues (Norwegian wood), de Haruki Murakami, la narrativa resulta ingrávida, como si fueran fragmentos deshilachados que reflejan el sentimiento de extrañamiento del protagonista, Toru (Ken'ichi Matsuyama). No se siente participe de la vida, como si esta fuera más bien la sucesión de páginas de un libro, como si la realidad fuera a la deriva sin hallar raíz, fluctuante, indefinida, hasta que en una secuencia crucial, la que da cuerpo a la falta, a la raíz de un dolor, el de la pérdida, se transfigura la narración, la cual comienza a dotarse de peso (que se convierte en opresión). Al mismo tiempo se modifican las composiciones de la banda sonora (de Jonny Greenwood). Si durante el primer tramo primaban las guitarras, que trazaban esa atmósfera ingrávida, a partir de este momento primará la sección de cuerda de orquesta, con una intensidad que rasga, y dota cuerpo a la desesperación. Paradojas: la narración se densifica, se dota de cuerpo, mediante la revelación de una herida, la de la pérdida; la deriva sin raíz se confronta con la raíz del dolor. Lo real se retuerce en la falta. Si la novela de Haruki Murakami partía desde el futuro, por tanto era evocación (el protagonista tiene ya 37 años), su adaptación cinematográfica se inicia con la sucesión de fragmentos de la relación de un adolescente, Toru, con su amigo Kizuki y la novia de éste, Naoki (Rinko Kikuchi). Pasajes en los que aparentemente nada relevante parece ocurrir, pero que culminan con el suicidio de Kizuki. El contraste entre la liviandad, o trivialidad, de las acciones (ambos juegan como si fueran dos espadachines, se bañan en la piscina, juegan al billar) y la gravedad trágica de la acción de Kizuki alienta tanto el desconcierto como el enigma, como si la vida te hurtara cabos o conexiones que no logras aprehender bajo una apariencia calma (¿cuántas corrientes se agitan entre remolinos que no advertimos tras la superficie aparentemente inmóvil?).


El reencuentro entre Toru y Naoki se dará precisamente ante un alberca. El primero observa a los peces fluir en sus aguas, y algo advierte fuera de campo: el enigma, escurridizo: Naoki. Pero hay un peso que a Naoki cuesta superar, esa pérdida pretérita que sigue atravesando como un filo su presente ya no continúo, sino interrumpido. Aunque ella y Toru hagan el amor, Naoki tomará distancia, porque hay algo que tiene que reparar en su interior. La secuencia clave citada anteriormente es aquella en la que Naoki, que ha ingresado voluntariamente en un sanatorio entre las montañas (y mucha nieve), comparte su dolor (su quebrada raíz desesperada) con Toru, en uno de los prados adyacentes: un largo travelling, oscilante en su dirección (de derecha a izquierda, a la inversa, y de nuevo de derecha a izquierda, un movimiento pendular que refleja de modo afinado la circunstancia emocional de Naoki) que culmina con un plano general, después de que ella haya echado a correr, y él tras ella, para abrazarla, ambos encuadrados en la distancia, esa distancia, que es intemperie, dentro de Naoki, la cual intentan cruzar o superar, y que se irá apoderando de Toru, aunque éste, a su vez, logre crear una conexión con otra chica, Midori (Kiko Mizuhara). 

La circunstancia pendular también afecta o define a Toru, como se ha reflejado en las primeras secuencias, bien corporeizada por la citada ingravidez narrativa. Por eso se deja llevar por la influencia de un amigo, Nagasawa (Tetsuji Tamayama), aunque no comparta su actitud vital, por lo que tiene fugaces encuentros amorosos con otras mujeres (más como quien va a la deriva). Esa ficción, esa adopción de un modo de vida que le resulta ajeno, como quien se ausenta de sí mismo para desvanecerse en la levedad que le libere de la densidad de lo real, se descascarilla, como una sorda fractura, a través de una sutil fisura que desmenuza a la misma condición, o habitar, del tiempo, o, más bien, la ilusión de inmunidad en la inconsciencia del paso del mismo, que evita confrontar, por tanto, con la pérdida o la extracción. Toru cena con Nagasawa y su novia, Hatsumi (Eriko Hatsune). Esta, que intenta buscarle novia, al descubrir que hay alguien en su vida a quien ama, Naoki, no logra entender cómo, aunque sean circunstancias difíciles, Toru mantiene otras relaciones sin saber esperar (admirable cómo dilata los planos Hung sobre los actores como sutil modo de tensar la secuencia sin recurrir a los consabidos planos contraplanos convencionales). Inconsistencia que crispa sobremanera a Hatsumi porque ella lleva largo tiempo asumiendo las infidelidades de Nagasawa ( y considera a Toru alguien opuesto a él, lo que redunda en la decepción). En la siguiente secuencia, Toru y Hatsumi viahan en un taxi, y ella le pide consejo sobre su relación, a lo que él replica que debería dejarlo porque Nagasawa es alguien que no quiere ser feliz ni hacer feliz a los demás. La sutil fisura como coda: Un primer plano del rostro de Hatsumi, mientras la voz de Toru relata cómo dos años después Hatsumi se casó con otro hombre, para dos años más tarde suicidarse cortándose las venas.

El paisaje es un personaje más, expresión de esa separación o desgajamiento de la vida (hay un dolientemente bello pasaje en el que se alternan diversos planos de un postrado Toru, hurgándose en una herida de la mano, que aprieta con fuerza, con primeros planos de la naturaleza). Tras el largo y dilatado plano sobre Toru y Midori, cuando, bajo la nieve, el primero le pide que le espere, que le permita esclarecer su confusión, el siguiente plano es una panorámica sobre el paisaje nevado colindante al sanatorio que finaliza al encuadrar las piernas de Naoki, suspendidas en el vacío, porque se ha ahorcado: el movimiento es hacia la izquierda, en contraposición al de la citada previa secuencia clave; incluso varía la composición del tema musical, ahora con acordes más siniestros: Naoki no ha logrado resolver su atasco vital. Son demoledoras las secuencias posteriores en un espacio de roca y agua, o el agua de los sentimientos que se hicieron roca: Toru solo en la costa (junto a la orilla; entre las piedras, hurtado el sumergirse en las aguas de la emoción) bregando con su pena (gritándola). Tras ese tramo de extravío doliente, Toru retorna a casa, y se encuentra con que le espera Reiko, la compañera de habitación de Naoki en el sanatorio. Después de que hagan el amor, por petición de ella, Hung incluye un plano de las piernas de Reiko, una bella asociación con la muerte de Naoki, la afirmación de vida para contrarrestar el dolor, y poder seguir avanzando en busca de la música de la emoción ( o de hacer música con las emociones; a este respecto es elocuente el detalle de que ella cante; es quien cantó previamente el tema de los Beatles, Norwegian wood, que suscitó una reacción de llanto y dolor en Naoki). En la última secuencia se conjuga de modo magistral lo posible (reiniciar una relación con Midori) con la desubicación, la incertidumbre de no saber dónde está uno en la vida, como si se hubiera perdido el paso. Toru es como un espectro que debe superar, o convivir con los fantasmas de la pérdida, de los muertos, para volver a ser cuerpo que haga música con el agua de las emociones. Tokio blues es un reencuentro con lo sublime. Un deslizamiento en una narración líquida, una alquimia impresionista de emociones, de intemperie vital, del anhelo de sentir habitar la vida, de las corrientes de emociones a la deriva que buscan raíz, del superar el sentimiento de pérdida. Una escritura pendular como las emociones de los personajes, entre lo espectral y lo corpóreo, entre la distancia y la proximidad. Una obra que materializa la plenitud sobre los cimientos de la desgarradura.

lunes, 24 de febrero de 2025

Chungking Express

 

Las dos historias que se suceden en Chungking express (1994) podrían ser la misma, una variación, una replica o una proyección. En ambas se agita la posibilidad, el incierto cruce o roce que propicia un futuro compartido, o su opción o incógnita. Todo puede ser cuestión de números, de azar. Los mismos protagonistas masculinos tienen adjudicados un número, como policías que son, el primero el 223 (Takeshi Kaneshiro) y el segundo el 663 (Tony Leung). El primero se rozará con una mujer en la calle, y su voz en off dirá: 57 horas después me enamoré de esta mujer. En el fast food que regenta su primo trabaja una chica que, como también dirá, seis horas después se enamorará de otro hombre, que no es otro que 663. En ambas historias se agita el peso de un pasado que es decepción y, por lo tanto, lastre que condiciona sus presentes. 223 está obsesionado por buscar latas de piña con fecha de caducidad del uno de mayo. Si los recuerdos tienen fecha de caducidad la decepción puede evaporarse, como el agua del cuerpo tras realizar el jogging, que practica compulsivamente cada vez que sufre un revés amoroso. Quizás corriendo huya al fin de un pasado que no deja de pesar como una lata. La mujer de la que se enamora tiene un aire irreal, quizá fruto de sus emociones irresueltas, un aire de femme fatale, con sempiterna peluca rubia y gafas oscuras, que no se arredra en utilizar la pistola. Esta mujer se dedica al narcotráfico y utiliza a extranjeros, emigrantes hindúes, como tapadera, que en un momento desaparecen. Hay cosas, emociones que cuesta que desaparezcan, y otras desaparecen cuando no quieres. La cámara, con esta mujer, hay ocasiones en que se agita en planos de cámara rápida o en un ralentí que pareciera estirar la proyección (frame by frame), como las emociones de 223, que la pregunta si también ha sufrido una decepción amorosa. Pero como apareció en su vida, desaparece, sin materializar lo que anhelaba 223.

Y quizá la historia que toma el relevo, que es salto de eje, pues ahora la enamorada es una mujer, es una sustitución, un intento de rectificar lo que la realidad no ha respondido a través de la figura de esa mujer investida de aire de mujer fatal, a la que también parece pesar un pasado doliente (ese extranjero al que sólo vemos follar en un bar con mujeres a las que pone una peluca rubia, y al que, precisamente, ella descerrajará la cabeza de un tiro). La chica del fast food, Faye (Faye Wong), que siempre escucha la misma canción, California dreaming, de The mamas & the papas, no parece decidida a expresar lo que siente a 663, se hace repetidamente la encontradiza con él, guarda una carta de la mujer que abandonó a 633, una azafata, y se introduce clandestinamente en el piso de él como si así sintiera que habitara la casa, y fuera la restitución de la decepción amorosa de 663 ( en un momento dado, él al entrar en casa evoca cómo la azafata a veces le sorprendía escondida en el armario, como un juego, y vemos cómo quién está ahora escondida es Faye). Si 223 estaba obsesionado por las latas, 663 conversa repetidamente con los objetos de su casa ( trapos, muñecos, camisas) como si fueran depositarios, huellas, de aquel amor que aún le lastra como un fósil, manteniendo su vida como en un ámbar, esos objetos de ella que aún permanecen en su hogar, quizá el sueño de que pueda de nuevo recuperarse lo que se perdió.

Wong Kar Wai saltea la narración con planos que encarnan esa detención emocional, aquel que encuadra a Faye y 663 en el fast food, mientras figuras difuminadas pasan por delante de la cámara, como difuminada parece la mirada perdida de él, contemplada fijamente por Faye; o aquel plano al ralentí en el que introduce una moneda en un jukebox, mientras tras él, las figuras se precipitan en una emborronada velocidad. Tiempos, velocidades, pasado y futuro difuminados en un presente detenido que parece narcotizado. Faye vuela a California sin acudir a la tan anhelada cita con 663, pero le deja un billete dibujado en un papel para encontrarse en un año. El azar, los números, sustituciones y replicas. Ella retorna como azafata, y él regenta el fast food, y el encuentro se produce, y lo posible, por fin, parece que rasga los telones del pasado para hacer del sueño opción real y no distancia de proyección. Chungking Express, la cuarta película de Wong Kar Wai, supuso la revelación de este extraordinario cineasta que hace de los reflejos y los fragmentos lírica de sentimientos en desencuentro, de procesos de restituciones, suplantaciones, rituales que buscan cauterizar un pasado que es decepción, procesos alquímicos que posibilitan un reinicio tras superar los tránsitos en los que las piezas del puzzle se descomponen en un juego de espejos en el que cuesta discernir la imagen verdadera o la proyectada, y entre las tensiones entre lo no dicho y lo anhelado, el sueño y la realización, fantasmas sentimentales y materia que espera su conjugación en una relación que son dos miradas encontradas y ya juntas.

miércoles, 19 de febrero de 2025

La infiltrada

 

La infiltrada (2024), quinto largometraje de la cineasta bilbaina Arantxa Echevarría, ha alcanzado reciente notoriedad por su triunfo, ex aqueo con El 47, de Marcel Barrena, en los Goya de este año. Aunque escasa distinción particularmente encuentro en una película que podría calificar como solvente, con un competente reparto de intérpretes, encabezado por una buena actriz como es Carolina Yuste, aunque más bien en cuanto aplicación de programa, dentro de las coordenadas de una producción que se ajusta a un molde, como si fuera más una película confeccionada. En este aspecto se asemeja a la otra ganadora, El 47, la cual prontamente abandoné porque me parecía una obra que hedía a diseño y confección. Una supuesta película realista que me resultaba impostada porque exudaba artificio por todos sus poros desde la delineación de formato a la caracterización física de personajes. No niego mi sorpresa cuando empezaron a sucederse las nominaciones por doquier. Al menos, La infiltrada se sigue con interés, y sus casi dos horas fluyen con dinamismo. Pero su desarrollo suscita, progresivamente, una sucesión de interrogantes o enarcamientos de cejas. En primer lugar, el planteamiento de la película me recordaba a aquella serie de producciones estadounidenses de la posguerra cuyo propósito era el ensalzamiento de diversas instituciones que representaban a la ley, desde el FBI a la policía pasando por el Departamento del Tesoro, entre otras. Buena parte de ellas, en un grado u otro, se conjugaba con ciertos recursos del documental, como el uso de una voz en off que presentaba la ficción como un ejemplo de las cualidades de la institución en cuestión, y durante la narración se prestaba particular atención a ciertos procedimientos sean los de balística, reconocimiento fotográfico o detector de mentiras, de ahí que se les calificara como procedural noirs. En algún caso, el representante de la ley se infiltraba en la organización delincuente, como fue el caso de una de las obras más sobresalientes, La brigada suicida (The T-men, 1948), de Anthony Mann, ejemplo, a su vez, de cómo la vertiente dramática podía estar planteada, expresivamente, con modos nada realistas, con elaboradas e inspiradas composiciones, cualidad también admirable en Orden: Caza sin cuartel (He walked by night, 1949), de Alfred L. Werker (y Anthony Mann) con respecto a las magníficas secuencias relacionadas con el criminal interpretado por Richard Basehart.


No he realizado la asociación porque su planteamiento expresivo sea semejante, por mucho que se inspire en acontecimientos vividos por Aranzazu Brecedo, infiltrada en el entorno abertzale en Donosti durante ocho años durante la década de los noventa, para poder contactar con integrantes de la organización de ETA y así poder desarticular al Comando Donosti. El planteamiento se ajusta, enteramente, a un molde de ficción, pero el ensalzamiento es manifiesto por diferentes motivos, como se refrenda, cual guinda, con el letrero final que señala que El cuerpo y las fuerzas del Orden y la sociedad española derrotaron a ETA. Este es el relato celebrativo de una derrota a través de una pieza fundamental, Aranzazu, no solo, como seña de distinción, representante de la ley sino mujer. Porque, por si no fuera suficiente, el guion que escriben Arantxa y Amelia Mora decide cargar contra el machismo, sea en el frente que sea. Sea en el policial, por las reservas del superior policial (Pedro Casablanc) con respecto a las capacidades que pueda tener una mujer para realizar efectivamente esa labor de infiltrada, incluso en cierto momento presionando para anular la operación, aunque ya llevara años en curso; y por añadidura cómo una mujer prefiere ocultar su embarazo para que no la releguen, como ocurre a Andrea, intepretada por Nausicaa Bonnin, quien, como Aranzazu, demostrará que puede ser tan eficaz como cualquiera. O sea en el entorno de ETA, como ejemplifica el integrante más psicopático, Diego (Diego Anido), con reiteradas muestras de desprecio hacia la capacidad femenina. Machismo y Terrorismo en un mismo saco. Así, sin grises ni matices ni búsquedas de diversos ángulos. Las mujeres son capaces, sea cual sea su condición y su circunstancia, y los terroristas son monstruos.

Primer reparo. Es una lástima que se preste tan poca atención al proceso de incursión de Aranzazu hasta que se integra en ese ambiente y consigue la confianza necesaria para que, primero, un integrante de ETA, Kepa Etxebarria, y después otro, el citado Diego, se alojen en su piso. La narración prefiere centrarse en Aranzazu ya afianzada en ese entorno, lo que determina que se preste poca atención a ese otro entorno y su punto de vista. Y la narración se resiente de que no se haya prestado atención, aunque sea de modo condensado o sintético, a ese esfuerzo del proceso de integración y las tensiones consiguientes, cuando menos por desgaste, ya que Aranzazu es alguien que ha roto por completo con su entorno familiar (en todos sus aspectos), es una extraña en un ambiente en el que no se integra por afinidad o conexión, ese desgaste bien reflejado en Infiltrados, 2006, de Martin Scorsese o Hasta el límite, de Lili Fini Zanuck. Segundo reparo. No se extrae todo el potencial a la relación que, en un momento dado, establece Aranzazu con Kepa, variante de la explorada en otra película con infiltrada, en este caso en el entorno racista violento, en El sendero de la traición (1988), de Costa Gavras, ya que la infiltrada se sentía atraída por quien a medida que progrese la investigación asumirá que sí es un racista que no dudaba en hacer uso de la violencia (la tortura y el asesinato). Un aspecto que, en La infiltrada, hubiera supuesto internarse en zonas más incómodas, sea por el hecho de que personas que realizan acciones violentas sean personas que, en otras facetas cotidianas, pueden parecer tan normales como cualquiera y que pueden sentirse atraídas por alguien, o sufrir conflictos afectivos, de pareja o familiares (yo mismo he trabajado en entornos laborales en los que personas que podía calificar como simpáticas o agradables, podían hacer chanzas sobre la víctima de un atentado de ETA), o sea por lo que revela en Aranzazu (¿de quién se siente atraída?), esto es, cualquiera puede sentir atracción por alguien de quien descubre facetas que considera como terribles. Pero en La infiltrada se decide pasar de puntillas, ignorando esas sugerentes posibilidades dramáticas que propician reconcepción de la realidad, de los otros, y de una misma. Si el otro es ya una persona singular, con sus diversas facetas, y no una representación (un etarra o alguien que apoya la lucha violenta) ¿con quién me relaciono o cómo me relaciono ? (y lo mismo pasaría para alguien del otro frente). Pero esta no es una película que se plantee esas interrogantes sino que es una película de condenas, o sea de posicionamiento ya preestablecido. 

Por añadidura, implica que no se profundice en la perspectiva de los que luchaban por la independencia de Euskadi, ya que ellos se consideraban gudaris, soldados, que luchaban contra la opresión y el ultraje, y es el discurso que utilizaban para reclutar a los más jóvenes. Calificarles meramente como terroristas, por muy execrables que se consideren sus métodos, implica no comprender por qué actuaban como actuaban. Se sentían víctimas, por mucho que fueran también ejecutores, luchaban como reacción con respecto a lo que consideraban, históricamente, como una agresión que calificaban de usurpación. Por lo tanto, atentaban no contra seres singulares sino contra lo que representaban. Luchaban, como todo frente que se subleva, contra representaciones (que para ellos eran monstruos). Por eso no funciona la secuencia en la que ella le pide a Kepa que le relate cómo fue su atentado hacia alguien que calificaba como torturador, y el posterior grito silencioso de horror de Aranzazu en la bañera. No funciona orgánicamente porque no se han trabajado ni el desgaste de Aranzazu por sus años como infiltrada (como actriz de un personaje) ni sus contradicciones (al tratar con un ser humano no solo un ejecutor), como la película adolece de la necesaria tensión, por mucho que se quiera utilizar al gato de Aranzazu como posible víctima del desquiciado Diego. La aparición de este personaje promete, de entrada, esa tensión que pedía la narración, pero resulta un trazo demasiado esquemático de psicópata que no dispone del mínimo detalle que dote al personaje de cierto contraste o contexto (es un psicópata peligroso, punto). Lógico si el retrato de los etarras que se quiere plantear es del meros monstruos sin exponer en ningún momento sus motivaciones y sus sentimientos de víctimas que se sublevaban contra lo que consideraban una opresión.

lunes, 17 de febrero de 2025

El intercambio

 

La imagen de lo que no es, la imagen conveniente. La imagen que sustituye a la realidad, la imagen falsificadora, impostora, que responde a unos intereses creados, y que modela la realidad de acuerdo a estos. Y la realidad es ya esa imagen. El periodista y guionista televisivo J. Michael Stranczynski tuvo conocimiento, en 1983, de la historia de Christine Collins, relacionada con los asesinatos de Wineville chicken Cooper en la población californiana de Mira Loma, acontecidos en 1928. Fue así gracias a que le informaron de que, en Los Ángeles City Hall, iban a quemar numerosos archivos. Tras documentarse, presentó un tratamiento, titulado La historia de Christine Collins, que interesó a diversos Estudios pero sin que ninguno se decidía a comprarlo. Stranczysky decidió recuperar en 2004 tras que se cancelara la serie Jeremiah, y realizó una más extensa investigación durante un año. Esta vez el guion interesó a Imagine Pictures, la productora de Brian Grazer y Ron Howard, quien mostró interés en dirigir la película, pero se decantaría por rodar Frost/Nixon (2008) y Ángeles y demonios (2009). Howard se lo planteó a Clint Eastwood, quien prontamente mostró interés porque el relato se centraba en Christine Collins y no en el asesino. Es fácil de comprender. El intercambio (Changeling, 2008), como Banderas de nuestros padres (2007), giran alrededor de una fotografía que falsifica, instituye y secuestra la realidad. En la primera, aquella que retrata el reencuentro de Christine (Angelina Jolie) con el que se supone que es su hijo desaparecido cinco meses atrás, aunque ella bien sabe que no lo es, que aquel es otro niño, pero las autoridades, en particular el capitán Jones ( Michael Donovan),la presionan para que reconozca ante los medios de comunicación presentes que sí lo es.

Esa fotografía es una puesta en escena, una representación conveniente, ante la que ella es incapaz de reaccionar en un primer momento, consternada ante una situación que no entiende. Superada por las aviesas y mezquinas estrategias de los representantes de la ley y el orden que necesitan de esa imagen feliz para contrarrestar la mala imagen que han ido adquiriendo durante los dos últimos años desde que se hiciera cargo como Jefe de policía James Davis (Colm Feore), ya que se ha ido desvelando su condición corrupta, o cómo la eliminación (en algunos casos ejecuciones) de los delincuentes no es sino realmente la eliminación de competidores. Es una imagen que pretende sepultar a la realidad, una imagen de distracción, una imagen que proyecta la falsa ilusión de que la realidad está en orden. Como la famosa fotografía de la puesta de la bandera de Iwo Jima, que se utilizó como emblema de la victoria, imagen creada de lo que no era, imagen espectáculo, para incentivar la inversión (recaudar fondos para la industria armamentística), motivar a los jóvenes para alistarse, y hacer sentir a la población que todo iba bien, que todo tenía un sentido o propósito. Eastwood rasgaba esa falsa pantalla para mostrarnos cómo, primero, esa imagen no se correspondía a la realidad, ya que fue una puesta en escena, una reproducción de los hechos. Los soldados que alzan la bandera fueron los segundos en realizarlo ya que con los primeros no se había podido hacer esa fotografía bien. Y esos segundos soldados, o los supervivientes, son utilizados por las autoridades para hacer una campaña de espectáculo, un circo ambulante, en el que simulan que fueron los primeros que lo hicieron en el fragor de la batalla.

Corrupción, conveniencia, engaño. Esa imagen reificadora que prioriza el desfile institucional sobre la realidad no ha tenido mejor encarnación fundacional que la mirada que, en Mystic river (2003), dirige Annabeth (Laura Linney), la esposa de quien se ha tomado la justicia por su mano matando a quien creía el asesino de su hija, a Celeste (Marcia Gay Harden), la esposa del asesinado por error, por parecer lo que no era, mirada con la que la conmina al silencio, mientras el desfile continúa entre ellas. Y puede contemplarse Gran Torino (2008), como el complemento de otra perspectiva de El intercambio, del mismo modo que Banderas de nuestros padres y Cartas de Iwo Jima componían una doble perspectiva, la de los dos bandos en un conflicto, y, sin duda, la dureza era más manifiesta con respecto a los nuestros, los estadounidenses, y alentaba la comprensión hacia el ellos, los japoneses, al esfuerzo de ponerse en su piel y mirada. En El intercambio se radiografía y desvela ese capcioso e impositivo nosotros asentado en los intereses de conveniencia y la corrupción, y en Gran Torino se hace apología de la apertura flexible a unos ellos, los coreanos, que deben ser considerado como nosotros, reflejo en el espejo con sus específicas diferencias, y por los cuáles llega hasta sacrificar su vida el protagonista. Nadie es menos que nadie, tenga las señas de identidad que tenga. Posea la imagen, legitimada o no, que tenga. No es una cuestión de señas de identidad, sino de actitudes. Este no sólo no es un mundo perfecto, sino un mundo terrible que crea a sus desheredados y además los estigmatiza para luego eliminarlos. E incluso, como reflejaba en Un mundo perfecto, ni siquiera existe la opción de la segunda oportunidad.

En El intercambio esto se transparenta a través de un trabajo caligráfico tenebroso. Pareciera que estuviéramos en un cuadro de Caravaggio o de El Bosco. Y, de nuevo, el sentimiento de orfandad resuena hiriente. El detalle de que Christine trabaje de supervisora en una centralita no es más que un corrosivo contrapunto con respecto a una realidad donde las voces de los que no detentan el poder no son escuchadas. Donde no hay real comunicación, sino un mero intercambio de intereses, definido por el abuso o aprovechamiento del otro. Una maraña, en suma. Da igual si son los poderes institucionales o un trastornado que mata niños, están hechos de la misma materia, y su actitud o forma de considerar a los otros no deja de ser semejante. Eastwood equipara, no distingue. Porque refleja un conjunto. Christine presenta claras pruebas de que no es su hijo: el niño que lo reemplaza está circuncidado, mide menos (como constatan las señales de medición en una de las jambas), su dentadura no es la misma como acredita el dentista, y la profesora también la apoya cuando el niño demuestra que no sabe qué pupitre ocupaba en el aula. Pero eso no importa, porque su persistente reclamación de que se sigue buscando a su hijo colisiona con la necesidad de que no pueden exponer que han cometido un error. Por lo que decide silenciarla, recluirla en un sanatorio en un sanatorio psiquiátrico para, así, conseguir, si quiere ser liberada, que ella firme que no tiene nada que cuestionar a la labor policial. Significativamente, cuando Christine ha sido recluida en un sanatorio psiquiátrico por querer denunciar una mentira y enfrentarse al poder(circunstancia en la que se encuentra con el hecho de que otras tantas mujeres que se han enfrentado a una figura masculina con cierta posición de poder, un policía, han sufrido la misma desgracia; otro corrosivo apunte sobre la discriminación por detentar una identidad genérica), el centro narrativo se bifurca, y se centra, mayormente, en la investigación que descubre al asesino de los niños. Eastwood nos refleja un cuadro abstracto con figuras en el que los personajes son piezas y representaciones (no es el retrato psicológico lo que prima), porque le interesa la visión de conjunto (como en la citada Bandera de nuestros padres).


Christine es un personaje más de ese conjunto (que parece extraído de El infierno de Dante), aparte de perdida en él. Eastwood, de nuevo, rehúye los mecanismos convencionales de identificación, aquellos que hubieran buscado la transferencia, para el espectador, en el vía crucis de Christine, para, en un requiebro de genial agudeza, cambiar la perspectiva de la narración (y darnos una secuencia tan sobrecogedora y excepcional como la del relato del niño Sanford, sobrino del asesino, al policía). Y, aún más, para, en su último tramo, establecer una esquinada correspondencia, de imposible encuentro, entre dos personajes proscritos, Christine y el asesino. La ejecución de éste se convierte en una sórdida y turbia culminación de un malestar que no desaparece aunque en sus últimas imágenes Christine siga voluntariosa en su ánimo de encontrar a su hijo tras que, siete años, reaparezca uno de los niños desaparecidos (que declara que conoció, entre los otros niños, al hijo de Christine, pero que no sabe qué fue de él). Porque el asesino, al fin y al cabo, es hijo y reflejo de este tenebroso y corrupto sistema que no tiene escrúpulos en sustituir al hijo de Christine por otro para dar la imagen conveniente de que todo está en su sitio, de que todo es perfecto. Pueden manipular la realidad, o su representación, ya que poseen el poder absoluto (o eso pretenden, porque hay ocasiones en el que el poder instituido puede quedar en evidencia). Este caso de Christine Collins, al menos, fue determinante para que se estableciera el Código 12 que impidiera que fueran recluidas las mujeres que contrariaban a los representantes de la ley. El capitán y el jefe de policía, gracias al veredicto del juicio, perdieron su puesto. Aunque la película no señala que tiempo después lo recuperaron. El intercambio es otra extraordinaria e incisiva reflexión, en el cine de Eastwood, sobre los turbios mecanismos del poder, o representantes de la ley, y aún más, sobre la siniestra vertiente de la condición humana.