Vas a un nuevo lugar, pero parece el mismo, dice Eddie (Richard Edson), uno de los tres protagonistas de esta odisea sonámbula en forma de irónico bucle, Extraños en el paraíso (Stranger than paradise, 1984). Cuando lo dice, se encuentra, con su amigo Willie (John Lurie), junto a unas vías cubiertas por la nieve, apreciándose al fondo un tren detenido. No hay movimiento, el trío protagonista ha viajado de Nueva York a Cleveland, y luego irán a Florida, pero siempre da la sensación de que pasan de una ciudad fantasma a otra; varía el paisaje pero no hay sensación de espacio habitado. Pareciera que habitaran la misma habitación. Algunas otras figuras fugaces cruzan el encuadre, pero los tres protagonistas parecen aislados en un universo inmóvil como parecen su vidas. Su única dedicación parece la de apostar. Aunque hay quien se pregunte para qué. Da igual que se desplacen o que estén apoltronados durante horas ante el televisor. Parecen vidas en suspensión. Extranjeros incluso de sí mismos. Más extraño que el paraíso reza el título original. También podía haberse llamado fantasmas en un lugar al que, por un extraño motivo, llaman paraíso. Ya el primer plano de la narración combina movimiento y estatismo, o la paradoja que alienta la narración (¿Realmente se desplazan?): Eva (Eszter Balint), que porta unas maletas, observa a un avión detenido, mientras otro aterriza. En el segundo plano comunican a su primo Willie, que vive en Brooklyn, que acoja a su prima, recién llegada de Budapest, durante diez días. Antes del tercer plano, un letrero que indica: nuevo mundo: Pero ese plano muestra a Eva por una calle de paredes desconchadas, rebosante de basura. No hay novedad sino deterioro. El siguiente travelling que la sigue por la calle muestra una ciudad que más bien parece fantasma, con escasas figuras alrededor, como así será en el resto de planos de exteriores, sean diurnos o nocturnos.
En el primer tramo, durante la estancia de Eva en el piso de Willie, no realizan nada. Miran la televisión, comen. En algún momento, él realiza algún solitario. Sus conversaciones parecen más bien trámites. Willie y Eddie portan sombreros de fieltro como si fueran su uniforme para residir en su vacío, una nota distintiva en una pasarela sin espectadores. Las apuestas parecen un desafío para que les rescaten de la inmovilidad. En Cleveland, miran también la televisión, junto a la tía Lottie, o juegan a las cartas. El aburrimiento parece su tónica. En Florida dejan en la habitación, sola, a Eva, pero es para ir a realizar apuestas en carreras de galgos o caballos. Actividad que no se visibiliza, porque realmente no salen de esa habitación. No van a otro sitio, no se desplazan, siguen cautivos en ese espacio interior del que quieren fugarse, aunque cabe preguntarse qué harían si dispusieran de cuantioso dinero. Los desplazamientos parecen más bien, como se expresaba en el cine de Wenders, falsos movimientos, callejones sin salida, o desvíos hacia otras direcciones que tampoco llevaran a ninguna parte. El tiempo se estira como un desierto. Los dilatados planos fijos, a veces con leves reencuadres, son la manifestación de su cautiverio. Alrededor, espacios que parecen abandonados, tétricos (como el establecimiento de comida rápida en el que trabaja Eva). Parece que la vida se hubiera disuelto en las calles y carreteras. A Eva le gusta la canción I put a spell on you, que canta Screaming Jay Hawkins, y que disgusta a Willie. Pareciera que estuvieran todos bajo un hechizo que les hubiera convertido en figuras inmóviles que cuando intentan desplazarse acaban lejos de donde pretendían ir aunque realmente no supieran con claridad a dónde se dirigían. Irónicamente, la narración concluye con un avión que despega, aunque no se corresponda con la intención del pasajero accidental que viaja en su interior.
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