Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945), de Marcel Carné es una cautivadora obra sobre los frágiles límites entre la vida y el teatro, la actuación y el sentimiento. Y en particular sobre diferentes formas de amar y desear, ejemplificado en cómo los cuatro protagonistas aman o desean a la protagonista femenina. Es decir, qué representa para cada uno de ellos. El germen de esta espléndida obra surgió en una conversación en Niza, durante la que el actor Jean Louis Barrault sugirió a Marcel Carné que realizará una película acerca del mimo Baptiste Debureu y el actor Frederick Lemaitre. Jacques Prevert, en una nueva colaboración con Carné, escribiría otro gran guion, incentivado, sobremanera, por la posibilidad de incluir como personaje a la figura del dandy del crimen, Pierre Lacenaire. El rodaje se realizaría durante tres años, entre 1943 y 1945, con algunos de los colaboradores trabajando desde la clandestinidad, como el decorador Alexandre Trauner. Aunque la obra tuviera que rodarse en dos partes porque el Gobierno de Vichy no permitía rodar obras de duración más allá de hora y media, se podría diferenciar ambas partes, la primera, El bulevar del crimen, como el planteamiento o vivencia de la vida y del amor como escenario, y la segunda, El hombre blanco, como aquella que lo desentraña (su maraña), o como acaba asumiendo, discerniendo, el artista de pantomima, Baptiste (Jean Louis Barrault), de acuerdo a palabras de su amada, Garance (Arletty), el amor es más simple. En las primeras secuencias, alrededor de 1827, tiene lugar un conflicto entre dos clanes en el teatre de funambules, un teatro de variedades en el que hablar durante las representaciones está penalizado (como también realizar sonidos estridentes entre bambalinas), lo que determina que uno de ellos abandone el teatro. Destacan Baptiste, mimo que cultiva el arte de la pantomima callejera, y un recién llegado, Frederick (Pierre Brasseur), aspirante al teatro oficial, el de la declamación. Cada uno vive el sentimiento de un modo diferenciado. Y ambos se sienten atraídos por la misma mujer, Garance, a la que aman de distinto modo. Frederick es pura seducción verbal, epicúreo que navega en las superficie como si fuera el centro de un escenario. Baptiste, inseguro y tímido, se ve desbordado por las emociones, por la torpeza de reverenciar excesivamente a la mujer que ama, o lo que es lo mismo, considerarla más una idea, una estatua de un sentimiento elevado, que una mujer real a la que aproximarse con los ojos abiertos (mientras que el mendigo que conoce en uno de sus paseos nocturnos se hace pasar por ciego, él está cautivo de la ceguera de su ofuscación idealizadora).
La sutilidad de esta extraordinaria obra queda evidenciada en la obra en que actúan los tres, Garance, interpretando precisamente a una estatua, Baptiste a un ensoñador enamorado, y Frederick a un trovador que logra animar a la estatua, cuando consigue que el pedestal descienda, y ella por tanto se anime. En plena representación, por la gestualidad de los otros dos entre bambalinas, Baptiste comprenderá que ambos son amantes. Dentro del escenario advertirá lo real. De hecho, en la primera noche que conversan Baptiste y Garance, tras que Baptiste se decida a pedirle que baile con él, en la habitación, aunque entrevea su desnudez, no se aproxima a ella, aunque esta le diga que el amor es simple, sino que, reverencial, se marcha, como si la idealización se interpusiera en la realización. Casualmente, en la habitación de al lado está alojado Frederick, quien había usado con ella previamente, en la calle, el mismo repertorio de seducción que utiliza con otras mujeres. En esta ocasión, ella accede a hacer el amor con él, aunque se sienta enamorada de Baptiste (pero entre ambos ha colisionado su divergente concepción del amor, para ella es simplicidad, mientras que él se retuerce en las sublimaciones de la idealización). Su concepción sí coincide con la de Frederick, alguien con un planteamiento vital lúdico, en las superficies de la vida.
Pero hay otros dos hombres más que se sienten atraídos por Garance, también a su modo, y que representan a dos estamentos sociales: Lacenaire ( Marcel Herrand), escritor que oculta su doble vida, la de ladrón de guante blanco que no tiene reparos en mancharse, tendente a los extensos soliloquios (lo que divierte a Garance), quien no se considera capaz de amar a nadie, pero desea a Garance, y Montray (Louis Salou), el aristócrata que resulta el más posesivo de todos (como dice Garance, para él lo más importante es que no quiera a otro; incluso un flirteo puede ser causa de reto a duelo). Si Baptiste es incapaz de advertir que Garance también le ama, cautivo de sus ofuscaciones (obstinado en que use el mismo lírico y grandilocuente lenguaje que él, o sea, que le ame en los mismos términos o misma concepción que él) y abandona (casándose con quien le ama, la actriz que interpreta Maria Casares), Montray no dudará en enfrentarse a quien sea un aspirante (rival) amoroso, da igual lo que sienta Garance (importa que la tenga). En el segundo tramo de la película, tras que pasen siete años, hay otro momento teatral que condensa lo que señalaba sobre esta trama que desentraña los escenarios de la vida y el sentimiento. Frederick no está de acuerdo con las indicaciones de los tres autores de la obra en la que trabaja, y ya en la actuación ante el público, se dedica a reventar la actuación, incluso saliéndose del escenario y situándose en un palco, rompiendo esos límites entre escenario y vida.
Más adelante, Frederick interpretará otra obra, Otelo, de William Shakespeare, en la que refleja o materializa lo que ha visto en el escenario de la vida, las reacciones por ejemplo de Montray, pero veladamente las suyas: fabuloso ese intercambio de primeros planos, que quiebran distancias, entre él y Garance en un palco, junto a quién está Montray, el cuál piensa que es Frederick su rival. Garance le ha dicho que si quiere puede clamar por todo París que Montray es el hombre que ama (para que su imagen esté a salvo), pero él tiene que saber que nunca le amará, que ella ha amado y ama a otro (cuyo nombre no le revelará), otro a quien contempla en su actuación, oculta bajo un velo, en otro palco, a Baptiste. Destaca otro momento en que se evidencian esos difusos límites entre vida y escenario: Montray intenta provocar, sin éxito, a Frederick (su ironía le distancia hasta de sus propios celos), tras la representación del Otelo, a ver si le solivianta para acabar retándose a duelo. Lacenaire reacciona a los desprecios arrogantes ( de clase) de Montray, corriendo las cortinas, para mostrar (cual telón que se descorre) cómo en el balcón están juntos Baptiste y Garance. Los sentimientos no dejan de confundirse entre los velos y las máscaras, y el histrionismo de las reacciones viscerales parece avasallar la luminosidad del amor entregado, simple, tan simple.
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