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lunes, 1 de abril de 2024

Origen

 

Ante tanta pregunta sobre la conclusión de Orígen (Inception, 2010), sobre si el protagonista, Cobb (Leonardo Di Caprio), en la secuencia final, estaba en un sueño o en la realidad, Nolan señaló que lo importante es que Cobb no buscara cerciorarse de si estaba en uno o en otra mediante la comprobación de si el objeto tótem giraba o no, sino que mirara a sus hijos. Su mirada la dirigía a sus hijos. Lo importante es qué mira, qué enfoca. Ya no enmaraña su mirada. Su mirada se equilibra, ya no hace aguas. Con el cine de Nolan se suele incurrir en mirar hacia donde no se debe, o donde no hace falta mirar, desperdiciando la mirada en aspectos accesorios, en minucias de la trama, en verosímiles. La constitución del cine de Nolan, quizá con la excepción de sus tres obras centradas en Batman, es líquida, como agua subterránea que erosiona las especulares arquitecturas de la trama, espejismos que se deshilachan tras el primer contacto (la construcción de sentido se atomiza en una realidad movediza que sólo permite el deslizamiento de las interrogantes). En sucesivas inmersiones se advierten los diversos niveles, se aprecia que los vericuetos y los ángulos son más amplios y densos que unos meros arabescos narrativos o argumentales. Su narración es un laberinto que ante todo necesita de la inmersión que sepa enfocar la mirada. El desarrollo narrativo de Origen es una caída que es inmersión y es despertar.

Hay una hermosa idea que sustenta y anima la entraña de Origen: la perdida del sentido de realidad, esa sensación y, de modo más específico, esa forma de habitar el sentimiento amoroso que linda con la enajenación (¿Cuánto hay de proyección? ¿En qué medida nos altera u ofusca la percepción?). Piensas que vives en un sueño, y pierdes contacto con la realidad, te obcecas en tu percepción, te quedas cautivo de ese otro mundo que construyes en tu mente, que injertas en la realidad, y que convierte al sueño en realidad (Print the dream). Tu mente se ofusca porque has quedado enganchado, engarfiado, en el nivel de tu pasado, en un trauma, o lamento, en algo que no has resuelto, en una herida de la que no te has desasido, que no has logrado cicatrizar, y aún como una fisura, como una intrusión en tu mente, un virus, sigue gritando ese dolor que aún clama por la perdida de la mujer que amaste, Mal (Marion Cotillard), aquella, a la que además, incubaste, injertaste la idea de que el sueño que vivíais no era real, que siempre hay un tren que arrolla la aparente inmunidad de la fantasía, del mundo sublime aparte que vives con tu amor compartido (que siempre llegará la decepción, la sordidez de lo cotidiano, la degradación del paso del tiempo), y ella pensó que no era todo real, incluso la realidad misma, ya no había fronteras, sino una infección, y los abismos la devoraron cuando ya no logró habitar, injertar, en la realidad cotidiana, prosaica, lo sublime de un amor, el sueño de lo elevado, y se quedó en ninguna parte, entremedias de un sueño que no creía ya posible y una realidad, una caducidad anunciada, que no quería habitar. Y es cuando los niveles colisionan y se revientan porque no se sabe, ni se quiere, volver al originario, al real.

Nolan difumina fronteras, practica la demolición de las certezas (¿realidad? ¿sueño?). Hay momentos en los que los personajes no saben si están en la mente o en la realidad (<<¿recuerdas cómo llegaste aquí?>>), como en Insomnia no se podía diferenciar la noche del día, porque en Alaska existe ese fenómeno de días alargados, y de repente es noche pero es día, del mismo que ya se socavan las mismas certezas morales, ¿Cómo establecer un juicio moral? ¿Qué diferencia al policía que encarna Pacino del profesor asesino que encarna Robin Williams? Pero sobre todo Nolan hacía narración de esa interrogante que va desmenuzando las certezas del policía (en unos senderos narrativos, de corte de montaje, que transfiguran la percepción, la forma de habitar el tiempo, que también transitó David Cronenberg en Spider,2002), abocándole a la consciencia de que la vida es una paradoja con la que o sabes convivir o te desenfocas. No hay límites para nuestra capacidad de sugestionarnos, o autoengañarnos, de ser manipulables, como de proyectar, especular, alterar lo percibido (por nuestros límites o nuestras ofuscaciones), o extraviarnos en el afán obstinado de controlar o manipular la realidad como si fuéramos magos que dominan los trucos de la vida, arrogándonos así la convicción de que somos invulnerables, que podríamos ser eternos, como despreocuparnos de la conciencia si en vez de interrogarnos sobre quiénes somos, ya que al de quince minutos no recordamos lo que hemos hecho o somos, nos desprendemos de los escrúpulos y nos convertimos en seres que se sienten inmunes porque ya no tenemos conciencia.  

Porque ¿Qué importa la consciencia si dejas de tener conciencia? ¿Cómo habitar el entre, el laberinto entre la mente y la realidad? ¿Cómo diferenciar lo que es real y lo que es ficción, imaginado, proyectado, inferido? A Cobb su conciencia le hace naufragar, hacer aguas en su mente, porque se resiste a confrontarse con sus ruinas. Cobb es una sombra que niega su condición de sombra. ¿Cómo va a penetrar y robar en mentes ajenas, realizar incursiones en sus niveles, y descubrir y manipular sus fisuras, si la suya es como arenas movedizas por las ruinas de lo irresuelto (como representa la saboteadora intrusión o irrupción constante del fantasma de su mujer en las intervenciones en mentes ajenas)? Esa interrogante atraviesa como una herida subterránea la capa externa de la narración en la que Nolan despliega un prodigioso, pletórico y apabullante dominio del fluido narrativo, con un deslumbrante diseño visual que se corresponde con el interior desajustado de Cobb (como piezas de un laberinto), mientras ese hombre, que ya no sabía mirar, que sólo se interrogaba si lo que veía era real o sueño (porque el pasado era aún una infección que emborronaba su discernimiento como un injerto turbador), como si consiguiera durante el proceso narrativo enfocarse en el espejo (como si fuera ajustando los añicos de su reflejo; como el hombre en cuya mente intervienen, Fischer, Cillian Murphy, toma consciencia de que su padre no quería que fuera como él como pensaba), logra la catarsis, el equilibrio, aprender a mirar, a enfocar lo que realmente es necesario y preciso, sin ofuscaciones ni negaciones tras penetrar hasta el nivel más hondo, hasta el núcleo de su depresión (lamento), encarnado en un ajado Saito (Ken Watanabe), hasta la raíz u origen de su herida, y consigue bregar con los fantasmas de su sentimiento de culpa, de su dolor. También en la mente se cruzan distancias: Un trayecto alquímico con el que resurge con la mirada despejada, renovada.

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