Apocalypse now redux (2001) recompone, y afina, el montaje de Apocalypse now (1979), cuyo negativo tuvo que cortarse para poder realizar la reedición (que también implicó un doblaje de las secuencias que hicieron el primer montaje por parte de los actores). Se amplió un total de 53 minutos. Las escenas añadidas no fueron cortadas en su momento por imposiciones ajenas sino por el miedo del propio director. Miedo a que el resultado fuera demasiado desolador y tenebroso para el espectador. Con el tiempo, reconoció arrepentirse de esa decisión, y remontó su magna obra, tal como él pretendía que fuera desde un primer momento. Coppola adapta, o trasplanta, la acción y, sobre todo, espíritu de la genial novela de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, en el escenario de las colonias, a la época, un siglo después, del conflicto bélico en Vietnam. Una forma de retratar implícitamente que el ser humano poco cambia. El trayecto lo realiza Willard (Martin Sheen), junto a los tripulantes de la barcaza en la que ascienden el rio, en busca del por qué Kurtz (Marlon Brando) ha desertado no sólo de las instancias militares sino de toda concepción moral admisible y comprensible. Aunque para las instancias militares que le han ofrecido esa misión a Willard no es la búsqueda de un por qué sino la ejecución de un perturbación (como si su actitud pusiera en evidencia, desentrañara sin justificaciones, el sinsentido o la mascarada de su propósito). Como dice Willard, en uno de sus numerosos monólogos, que puntúan con voice over la narración, acusarle de asesinato durante una guerra es como poner multas por velocidad en una carrera automovilística. Algunas de las secuencias añadidas son breves, como el robo de la tabla de surf del coronel Kilgore (Robert Duvall), por parte de Willard, cuando abandonan la zona de combate para iniciar su viaje por el río y la posterior de la barcaza escondida mientras oyen el helicóptero que les busca con la grabación de Kilgore instándoles a que le devuelvan la tabla, o la lectura que realiza Kurtz de unos textos del Times a un cautivo Willard. Las más extensas, sea el encuentro sexual con las bailarinas en un campamento desolado, entre la lluvia y el barro, o sea el encuentro en la colonia francesa, la confrontación con las raíces del pasado del conflicto presente (o como dice el dueño de la plantación, Hubert de Marais (Christian Marquand), ellos luchan por lo que les pertenece, desde ya dos generaciones, mientras que la lucha de Estados Unidos es por la gran Nada), aportan una densidad que tanto acrecienta la desolación del horror que progresivamente se va adueñando de la narración, la pérdida y extravío de todo referente enfrentado a la esencial condición bárbara del ser humano, con una intensidad emocional que desgarra con más rotundidad y hace que el tramo final, el encuentro con Kurtz (el hombre más roto y desgarrado que he conocido, como dice Willard), adquiera, ahora, un cuerpo espectral más armonizado, más coherente aún si cabe, con el desarrollo de ese desprendimiento de todo lazo con la razón.
Ya no sólo tenemos ese despojamiento del sinsentido de la acción militar, de su condición de representación y espectáculo escénico, como, de entrada, la enajenación de quienes se creen su papel, como Kilgore, quien porta un sombrero de caballería, pone la música de las Walkirias de Wagner en el asalto de los helicópteros al poblado vietnamita, se embriaga con el olor del napalm (porque huele a victoria), permanece imperturbable, mientras los demás se tiran al suelo, aunque caigan bombas a su alrededor, y fuerza a unos soldados a hacer surf en mitad de una batalla. Esa desquiciada condición escénica de la guerra (expuesta también con el detalle del equipo de televisión que graba el combate, con Coppola encarnando al director que da instrucciones a los soldados para que no miren a cámara) va desvelando y desnudando su absurda y alucinatoria entraña en el nocturno espectáculo de las bailarinas para los soldados en medio de la selva. La injustificada ejecución, por atolondramiento, de los vietnamitas de la barcaza (ya no hay distancia, como desde los helicópteros, es un cara a cara con la incoherencia de sus actos), y la ceguera de esa noche moral que ya les envuelve cuando cruzan hacia el otro lado del espejo, en el encuentro con los que combaten en un puente (¿hacia dónde?¿de qué sirven tantas luces si ya domina la ofuscación de su propósito?), sin ningún oficial visible al mando, contra un enemigo invisible, perdidos y trastornados entre trincheras y coloques para anular su sensibilidad (mientras otros suplican, lanzándose al rio, para que la barcaza les saque de ese infierno). Apocalypse Now redux amplia la complejidad y riqueza de la obra estrenada en 1979. Ese largo tramo del encuentro con los franceses se convierte en otro reflejo en el espejo, el pasado que es presente, aunque varíen quienes dominan y colonizan al Otro. El supuesto monstruo, el Vietcong, como explica De Marais, fue una creación del mismo Estados Unidos, una creación porque deseaban que Francia abandonara el dominio de la zona. Por lo tanto, desentraña la nada de ese conflicto, la ficción, gestada en la mera arrogancia de unas ansias de dominio. Kurtz no es sino su reflejo distorsionado, la selva en forma humana, el instinto de dominio del ser humano, su desquiciamiento sin el maquillaje de las excusas (no tenéis derecho a llamarme asesino, tenéis derecho a matarme, pero no tenéis derecho a juzgarme; el horror, para Kurtz, es la capacidad de esos seres humanos que, sin duda ni escrúpulos, amputaron los brazos de los niños que habían sido vacunados; con esos hombres se puede ganar cualquier guerra; es la genuina bestia que habita en el ser humano).
Apocalypse now Redux es una obra desoladora que te empuja a sumergirte en las más hondas y turbias tinieblas. Y con esta versión se hace aún más palpable, con su progresiva pérdida de gravedad, la inmersión en los abismos del horror que nos hacen mirar de frente a la bestia que habita en nosotros. Por eso comienza con una (excepcional) canción que precisamente se llama The end/El final, de The doors. La narración se inicia y concluye con parecidas imágenes que son variación. Sobre las imágenes de bombardeos en la selva, al inicio, el rostro de Willard en el extravío de su soledad y desamparo en su habitación (sabe que no hay posible vuelta a casa; ha estado ahí y sabe que deseaba volver al escenario de la guerra; así que realmente habita un espacio intermedio, huérfano). Su rostro, invertido, confrontado con un rostro de piedra. En las imágenes finales, con las imágenes de bombardeos como fondo, tras haber ejecutado a Kurtz (en paralelo al sacrificio de un buey, al fin y al cabo es lo que representa la muerte de Kurtz para que la guerra subsista con su ficción; sacrificar a quien se había quitado la máscara) no está invertido el rostro de Willard sino en paralelo con el rostro de piedra, con el que se funde. La piedra del instinto, nuestra sustancia primigenia, el impulso de destrucción y daño. El final ya estaba en el principio. Quizá el trayecto sea un bucle, quizá el viaje sea la ensoñación de quien ya ha perdido la razón en su habitación consciente del despropósito y horror en el que está atrapado.
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