En los primeros compases de Un corazón en invierno (Un coeur en hiver, 1992), de Claude Sautet, una voz en off, la de Stephane (Daniel Auteil), se presenta a sí mismo de modo conciso, en su vida encerrada de autómata (como de hecho, uno observará en sus manos en la conclusión de este inicial montaje secuencial). Vive (por así llamarlo), de modo austero (como el despojamiento del mismo decorado indica), dedicado casi exclusivamente a su labor de minucioso luthier o afinador, y nos deja entrever el tipo de relación que existe entre él y su socio y amigo, Maxime (André Dussolier), entre el afecto, la dependencia y la avenencia. Pero se produce una interferencia en ese mundo tan cuadriculado como anestesiado, donde todo está en su sitio. Esa fisura que quiebra la vida pautada de Stephane viene representada por Camille (Emmanuelle Béart), la nueva pareja de Maxime, que significa algo diferente para éste que cualquiera de sus anteriores parejas, de ahí cómo Maxime comparte ese acontecimiento (esa novedad que transfigura el escenario de su relación) con Stephane, después de dos meses de iniciar la relación, porque sabe lo que puede significar para su relación con Stephane (ya no es el foco central en su vida Stephane, sino que incluso ella dispondrá del principal protagonista). De ahí que se lo diga como si le hablara de quien será su nueva relación sentimental. Esa irrupción altera el mundo de Stéphane, que vive encerrado y escondido en su reserva vital ( la celda monástica de su taller ), delegando su vida en los relatos de las vivencias de Maxime. Stéphane es un luthier minucioso que cuida los violines de los otros como si fueran pacientes enfermos, como será el caso con un violín de Camille. Vive para ellos, mientras que Maxime vive para sus clientes, a los que escucha y entiende, y participa de sus vidas como de la música en los conciertos. Uno vive con objetos y el otro con sujetos, por ello, el primero objetualiza las relaciones.
Stéphane es incapaz de amar, está seco. Pero se entrega a un avieso propósito, seducir a Camille, a través de un interés casi clínico, pero atento, por su violín, ajustándolo a medida (sonido, posición del alma, puente…). Esa actitud huidiza, tan aparentemente segura y desapegada, y que transmite una imagen de misterio, atrae a Camille. Ella, por contra, vive sus emociones plenamente, entregada a ellas, y muestra sus estados de ánimo, casi sin pudor, a través de la música. Stéphane es un autómata, como el que le regala a su amigo y modelo, el casi anciano profesor (Maurice Garrel). Stéphane juega con Camille, seduciéndola, mientras él permanece escondido, ya que no quiere exponerse. Camille vive la música, como vive las emociones. Stéphane se autoengaña, justificando su actitud, ya que cree que la música es sueño como las emociones. Stéphane advierte cómo altera, con su mirada, a Camille en un concierto en petit comité. Camille no logra concentrarse en su música cuando la interpreta, interrumpiéndose constantemente. Stephane altera su diapasón emocional, a la vez que arregla el diapasón de su violín. Stephane enturbia y enmaraña su relación con Camille, tramándola entre la representación y la apariencia, entre el fingimiento y la reserva, la contención y el cálculo. Incluso, señala que él y Maxime no son realmente amigos sino socios. Stéphane establece una puesta en escena, el juego de la seducción, de forma manipuladora, hechicera y engañosa. Subyace una faceta competitiva con respecto a su amigo Maxime, del que envidia, aunque no lo reconozca, su estado de gracia fruto de su relación con Camille, y cómo es capaz de modificar sus costumbres y manías por ella. Y porque Stéphane sabe que ella se siente más fuertemente atraída hacia él, revelado por cómo ella rompe una reserva de confidencias de aspectos íntimos que mantiene con Maxime.
Para Stephane es una tentación desestabilizar (él se justifica utilizando el término desmitificar) ese estado de gracia, o materialización de la sublimación romántica, que envidia y así recuperar la anestesiada y complaciente relación con su amigo. Pero hay momentos en que las emociones desbordan la presa de su estrategia. Tras la primera conversación confidencial entre Camille y Stéphane, en el espacio íntimo de éste, el taller, vemos a Camille tocando en el estudio con intensa emoción, y a Stéphane venciendo al squash a Maxime, cuando siempre, con gusto, por esa dependencia no problemática en la que habían asentado su relación, se dejaba ganar. Las acciones o reacciones son elocuentes, como cuando Maxime le enseña a Stephane el piso en el que va a vivir con Camille, y el segundo sufre un vahído, que no deja de advertir un observador Maxime, quien, como alguien que sabe actuar con coherencia con respecto a su forma de vivir las emociones, sabe reaccionar con templanza y comprensión cuando descubre lo que uno siente por el otro, porque realmente Stephane se ha enamorado a su vez de Camille, pero se resiste a dejarse llevar, a situarse en una situación vulnerable y expuesta que ha rehuido hasta ahora, la de la entrega en la música de los sentimientos. Prefiere la perspectiva del tablero de ajedrez donde juega con los sentimientos, para sentir la ilusión de que controla.
Un corazón en invierno es el feroz retrato de un hombre que no sabe amar (que no se atreve a afrontar ese vértigo para habitar la duración del momento) y opta por la representación, por un juego de seducción que prioriza la afirmación de su vanidad ( o la reclusión en su vanidad); prefiere instrumentalizar la emoción a sentir su música. El tono fotográfico de la película, obra de Ives Angelo, es sombrío, plomizo, y está en consonancia con el carácter y actitud de Stéphane. La ubicación aislada en plena naturaleza de la casa del profesor nos desvela, progresivamente, la naturaleza oculta de Stéphane, el porqué de su forma de ser, de habitar el mundo, de sus elecciones vitales. En la ciudad, los exteriores en las calles, son cerrados, dominados por la lluvia, o nocturnos. Las cristaleras, sobre las que se abren secuencias en el bar, son barreras indicativas del talante aislado de Stéphane, la pantalla a través de la que se oculta. De ahí que la escena en la que Camille explota con todo su dolor, rabia y despecho, por la actitud manipuladora y falta de valor de Stephane que sacrifica sus sentimientos por seguir en un su anestesiada cápsula vital, cobra una inusitada fuerza emocional. Además, lo hace en un lugar público, el habitual café al que suelen acudir, restregándole Camille sus acerados y lúcidos reproches delante de todo el mundo. Él, que siempre había querido ocultarse en su inane camuflaje vital, queda expuesto, pero por su insensibilidad autista. Esto, al fin, resquebraja a Stéphane.
La música, en la banda sonora, que hace puntuales apariciones, siempre relacionadas con esos instantes en que parece que Stephane deja expandir su emoción, se adueña del momento, como cuando una vez finalizada la primera visita a Camille, para escuchar cómo funciona el violín tras su arreglo, la música le acompaña mientras coge el autobús, uno más entre la masa anónima, escondido, pero ahora tocado por la gracia del sentimiento que comienza a despertar en él Camille. La música sonará expansiva cuando Stephane conduce en la noche hacia la casa de su amigo profesor, cuya enfermedad llega a sus últimos tramos, y es testigo de una discusión entre él y su mujer. Aunque no es lo que parece (o lo que él cree que es y por lo tanto lo que representa y significa para él). Stéphane comienza a salir de sí mismo, a reconocer el hondo vínculo emocional que le unía con su profesor, su ejemplo a seguir, a través de cuyo espejo, de su relación marital, él consideraba el amor como una realidad obscena, sórdida, presa de los conflictos y las acres discusiones, nada bella ni armoniosa. Demasiado tarde comprenderá que en esa relación, entre el profesor y su mujer, existía una poderosa entrega y sacrificio mutuo, una ternura que él no había sido capaz de advertir más allá de las apariencias (de esas puntuales discusiones). Ayudar a morir al profesor, cuando éste se lo pide, es el peaje para abandonar su condición de espectro. Esta reacción y comprensión tardía logra que sea capaz de exponer su intimidad a Camille, de reconocer el por qué de sus actos, sus inseguridades y miedos, su falta de valor emocional, rompiendo, al fin, con ella, el cristal de la celda en la que tenía presos sus sentimientos, es decir, de verdad compartiendo lo que late desnudo en su ser íntimo, sin verguenza ni orgullo. Pero ya es demasiado tarde, ha hecho demasiado daño a Camille, quizá casi de modo irreversible. Debe renunciar al amor por Camille, y seguir solo, ya que tiene pagar la factura de su actitud anterior, la negación del amor, una incapacidad a la que se enfrenta demasiado tarde, con retraso, como reconoce a Camille que siempre ha vivido sus emociones. Aunque, al menos, y es mucho, haya evolucionado y aprendido. Y quizás ya, la próxima vez, sepa arriesgarse por y para el amor, como sí hacia Camille. Ese último cruce de miradas entre ambos a través de la cristalera ya supone un pequeño paso.
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