En Traffic (2000), de Steven Soderbergh, con guion de Stephen Gaghan, se radiografiaba la tramoya del negocio de la droga, sumergiéndose en sus entresijos, trenzados por los intereses creados y la hipocresía, y con la ignorancia como contrapunto. Un relato que transcurre a dos lados de una frontera geográfica, donde, paradójicamente, las fronteras entre ley y delincuencia se difuminan, y en donde quién instituye (regula, condena y persigue el qué) descubre que ignora el por qué (de quienes la consumen y llegan a ser adictos). La preocupación de este personaje institucional, Wakefield (Michael Douglas), el juez elegido para dirigir la Oficina nacional de control de las drogas, es erradicar las drogas (como negocio e inclinación de consumo) como si fuera un virus pernicioso (ajeno a las entrañas de la propia sociedad), pero no todo es tan simple en un retorcido teatro de cínicos intereses, porque, por ejemplo, la estigmatización del consumo no es mas que otra cortina de humo para ocultar los citados intereses, y en donde, más bien, el consumidor no es que sea alguien que se desvía del camino (el camino del provecho), sino que se convierte en reflejo indirecto de las carencias de toda una sociedad, vaciada en su preeminente teleología del éxito, el beneficio económico y el irreflexivo consumo, más bien recreador de un círculo vicioso (la rentabilidad para los poderosos) que recreativo incluso. Ese presunto Orden crea esas reacciones de rechazo. Irónico es que sea su propia hija, Caroline (Erika Christensen), quien caiga en la adicción, por una realidad que nada la motiva, pero qué va a saber él si no conoce a su hija. Wakefield dispone de una concepción abstracta de lo que persigue sin comprensión de su especificidad circunstancial. Comprenderá, a través del percance personal, que el problema no es la adicción en sí, sino las circunstancias que la determinan. Para su hija es una placentera fuga del vacío de una normalidad mustia, puro simulacro, regida por la doblez, magníficamente reflejado ese estado fronterizo de desubicación y malestar ante una sociedad en las que las relaciones se rigen por las conveniencias (formalismos que son ausencia), expuesto, a través de una descentrada planificación fragmentada, en la secuencia en la que Caroline y sus tres amigos se drogan, entre disertaciones sobre ese vacío que advierten o sienten en las relaciones (en los modelos y valores que oferta la sociedad), y uno de ellos sufre un colapso. El trayecto de Wakefield, en el desarrollo narrativo, será del que en principio meramente condena para ser el que busca respuestas para comprender (las razones emocionales y el entramado de conveniencias económicas a muy diversas escalas).
Sorderbergh sabe elevarse sobre lo arquetípico o representativo de cada personaje, creando una envolvente atmósfera (un trance), un estado perceptivo y emocional, en donde un plano de larga duración sobre un personaje (el personaje de Michael Douglas tomando consciencia de su ignorancia) o la fragmentación sincopada de la secuencia citada de la hija y sus amigos colocándose, y atropellándose en un diálogo que refleja su desorientación vital, no exenta de desguarnecida lucidez, por no hablar de la preeminencia de un color en cada una de las tres subtramas, lograban ser más elocuentes que un explicito discurso. Se palpa una textura emocional, comprendemos y percibimos los estados y circunstancias emocionales de los personajes, su relieve. En los otros dos personajes que protagonizan las otras dos subtramas, Javier (Benicio del Toro), policía de Tijuana, representante, a pequeña escala, de la corrupción generalizada de los representantes de la ley (compinchados con los capos o queriendo usurpar incluso el dominio de éstos), y Helena (Catherine Zeta Jones), cuya vida, de lujos y privilegios, se ha tambaleado al descubrir que su esposo, Carlos (Steven Bauer), debe su fortuna a sus negocios ilegales como capo de la droga en Estados Unidos relacionado con el Cartel de Tijuana, se ejemplifican qué fácilmente se pueden cruzar ambas líneas, la de la honestidad o integridad y la corrupción. El recorrido, en uno y otro caso, es inverso. Javier se redime y Helena se corrompe. Hay una extraordinaria secuencia en que coinciden sus procesos de transformación, el respectivo cruce, en dirección contraria, de esa frontera moral. Javier, tras ser testigo de cómo su compañero y amigo, Manolo (Jacob Vargas) es ejecutado en el desierto, con un tiro en la nuca, ante una fosa que han cavado, hecho con el que también querían poner a prueba los del Cartel de Juárez, comandados por el general Salazar (Thomas Millian), a Javier y su fidelidad hacia ellos, conduce su furgoneta por las calles de la ciudad, y se detiene ante un semáforo. Soderbergh le dedica un largo primer plano en el que apreciamos el dolor y la desesperación de Javier (admirable y sobrecogedor Del Toro) que le determina a una decisión. Abandona el coche y se pierde entre las calles (ya decidido a colaborar con la DEA para desmontar el Cartel de Juárez, aunque, por otra parte, se siga sintiendo traidor), y en una esquina se cruza precisamente con Helena, quien ha tomado la decisión de adoptar el papel de su esposo y negociar con el Cartel de Tijuana, proponiendo el paso de cocaína en juguetes.Hay otros personajes en los que también se evidencia ese difuso relativismo, como en la relación entre el policía que espía a Helena, Montel (Don Cheadle), y el traficante que detuvo al principio de la película, Ruiz (espléndido Miguel Ferrer), que delató a Carlos, y que fue capturado por Montel y su compañero Ray (Luís Guzmán), curiosamente, en un parque infantil (escondido entre globos). La honestidad de Montel, su afán por desmantelar una corrupción, se ve contrapunteada por los lúcidos comentarios de Ruiz, quien le ofrece otro ángulo con el que le hace ver que su tarea casi es inútil porque hasta se puede decir que con su detención está colaborando con los intereses del cartel de Juárez para eliminar a sus contrincante ( lo que de alguna manera, le convierte casi en esbirro de aquellos contra los que él lucha). La resolución de las diversas tramas combina logros y derrotas. El cambio de actitud de Wakefield, que abandona su cargo como asunción de su ignorancia, para por fin escuchar a su hija ( y lo que ello representa, comprender en vez de prejuzgar), o el pequeño pero grande logro de Javier de conseguir un campo de beisbol para los niños de la ciudad, se combina con la liberación del capo Carlos, al ser asesinado su testigo principal, aunque Montel proseguirá perseverante en su lucha. Traffic, mediante una exquisita narrativa sensorial (un extraordinario montaje) que a su vez teje afinados vínculos entre las diversas subtramas, sin imponer una mirada, establece interrogantes, una visión movediza en el que las certidumbres se difuminan en las frágiles líneas que separan las fronteras morales en un entramado (montaje) de una sociedad ( a uno y otro lado de la frontera de dos países tan diferentes) enmarañada en la corrupción y el vacío, las promesas de lujos y la banalidad.
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