La fuga de Colditz (The Colditz story, 1955), de Guy Hamilton, puede verse como un sugestivo precedente de la magnífica La gran evasión (1963), de John Sturges. Hay también intentos de fuga con algún prisionero oculto entre la carga de un camión (aquí camuflado dentro de un colchón), hay quien intenta una fuga, un tanto kamikaze, saltando las alambradas a pleno día y rodeado de vigilantes ( aunque no tiene el sombrío carácter desesperado de la obra de Sturges, es una combinación de obstinado empecinamiento y gesto sacrificial, ya que por su constitución física no puede participar en la fuga colectiva que había ideado) y hay, en este castillo de Colditz, una combinación de reclusos de diversas procedencias, aunque aquí, más contrastadas, ya que no comparten lengua ( hay polacos, franceses, británicos y holandeses), lo que incide en la necesidad de el entendimiento, la conciliación y la alianza. Aspecto, el de la solidaria y colaboradora relación con el otro, en el que Hamilton (que aquí desarrolla, junto a Ivan Foxwell, el guion que adapta la novela escrita por quien es nombrado jefe de Fugas entre los británicos, Pat Reid, encarnado por John Mills) reincidirá en la posterior, y también estimulante, Su mejor enemigo (1961), en esa odisea solidaria, en territorio desértico arábigo, que comparten soldados británicos e italianos (comandados por los personajes que encarnan David Niven y Alberto Sordi).
Ambas producciones en escenario bélico dirigidas por Hamilton tienden a combinar tonos, el de la comedia y el dramático, preponderando el primero, el tono distendido y burlón ( y de modo más afortunado, o menos descompensado, que en Traidor en el infierno, 1953, de Billy Wilder). Aunque no falte el conciso y doliente apunte dramático (esa panorámica que nos desvela quien es el informador que ha dinamitado las fugas previas, con el rostro surcado por las lágrimas cuando es enjuiciado por sus compañeros: ejerció de informante porque los alemanes le habían amenazado con matar a su esposa e hijos), el tenso suspense (en la representación teatral del climax, durante la que se realiza una fuga, los primerísimos planos sobre quienes están pendientes de los movimientos del oficial alemán que más veces ha abortado sus fugas). Hay una secuencia que condensa esa armónica conjunción de tonos, en la que la distensión no cortocircuita la amenaza que pende sobre ellos, pese a que no tienda tensar la cuerda de la crispación, o de la sofocante turbiedad de otra interesente película ubicada en un campo de prisioneros, la posterior King rat, 1965, de Bryan Forbes, quien aquí participa como actor. Precisamente, su personaje, Winslow, tras ser atrapado, después de catorce días de fuga, comparte su pesadumbre y desesperación con un oficial francés, La Tour (Eugene Deckers), porque ya ve cualquier intento de fuga condenado al fracaso tarde o temprano, dado lo dificultoso que considera sortear los puestos de vigilancia en el exterior, a lo que el francés responde con un gesto desapegado, contento con la información, presto a realizar unos ejercicios gimnásticos con unos compatriotas, que culminan con su salto sobre la alambrada, y jaleado por el oficial británico que recupera en un sólo instante el ánimo para seguir perseverando en nuevos intentos de fuga. Y precisamente, tras otros tantos que fracasarán, conseguirá fugarse, junto a Reid, y cruzar la frontera de Suiza, en enero de 1942. Un éxito que los prisioneros calificaban, usando el término del beisbol, como home run. Y fueron bastantes los que después conseguirían, entre sus 320 intentos, polacos (5), británicos (14) y holandeses (15) y polacos (22) durante la guerra. Esa es la historia a la que alude el título original, la historia de una perseverancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario