En Perseguido (The fallen sparrow, 1943), de Richard Wallace, a Kit (John Garfield) aún le persigue el pasado como una pesadilla de la que no se puede desprender aun despierto. Su pulso se acelera, las sombras parecen cernirse sobre él como barrotes de una oscuridad que quisiera asfixiarle, y el sonido de unos pasos renqueantes, los de un hombre cojo, se amplifican como los de una tormenta que no puede acallar aunque ponga el tocadiscos a todo volumen, o golpee el piano con gesto desesperado. Es como un pequeño gorrión (sparrow) atrapado en una jaula invisible que no deja de torturarle. Poco parece tener que ver con ese otro hombre que actúa con firmeza y determinación, y entra arrollador en los diferentes ambientes o espacios que no conoce ni domina, no sólo con desarmante seguridad, sino incluso insolencia, demandando respuestas, las que resuelvan la pregunta de quién ha matado a su amigo Louie, un policía que fue quien le rescató tras dos años de cautiverio, y tortura, en España.
España es un símbolo, como lo es un estandarte en juego, que cobra más relevancia emblemática que en la novela adaptada de Dorothy B Hughes, de quien también se adaptaron otras obras, en Persecución en la noche, 1947, de Robert Montgomery y En un lugar solitario, 1950, de Nicholas Ray. Es el símbolo de unos ideales en lucha. Kit fue un combatiente en España contra las huestes de Franco, y en plena guerra con Alemania adquiere una evidente equivalencia (la producción es de 1943 pero la acción dramática transcurre en 1940, cuando aún Estados Unidos no era contendiente en la guerra). Las heridas del pasado son heridas del presente, como las mismas luchas (el hombre cojo es un nazi, de hecho). Esa determinación enérgica y apabullante del personaje hace comprender porqué, en primera instancia, el papel le fue ofrecido a James Cagney, pero lo rechazó precisamente porque no quería que se le recordara su pasado apoyo a la lucha contra Franco durante la guerra civil. También los censores sugirieron que no se mencionara a España, y se cambiara, por ejemplo, por Francia, porque el Departamento de Estado quería mantener buenas relaciones con el gobierno español, ya que España podría ser un aliado, y porque, por añadidura, no querían ser ofensivos con los latinos. La productora desoyó las sugerencias. Eso sí, como es de suponer, en España no fue estrenada.
Esa oscilación del personaje, de la desamparada fragilidad a la obstinación que no sabe de cortesías, marca como un nervio desnudo la narración. La música de Roy Webb electrifica las secuencias en las que Kit pierde el paso, su fortaleza, como si se sintiera un guiñapo, cuando aquellos pasos de un hombre cojo parecen apoderarse de su mente, como las sombras (magnífica la iluminación de Nicholas Musuraca) del espacio, que se convierte en un entorno amenazador que exuda inestabilidad. En esos instantes se evidencia su cojera interior (esa de la que ha intentado recuperarse en su convalecencia en un sanatorio en Arizona durante los meses previos), motivo, por el que en algún momento, otros ponen en duda la consistencia de su percepción o de su criterio (de hecho, la primera secuencia lo presenta mirándose en el reflejo de la ventanilla del tren, con su voz interior inyectándose fuerza y determinación). Su convicción será cuestionada como si fuera el relato imaginario del delirio de una mente frágil y susceptible. Asomará la interrogante de sino será todo una alucinación, como los pasos que cree escuchar, un mero obcecamiento en resolver un misterio que no es tal, el suicidio de su amigo que él cree asesinato. Pensarán, sobre todo el inspector de policía a cargo de la investigación, que quizá más bien refleja su incapacidad para superar el trauma de dos años cautivo en un espacio en sombras (sobrecogedor el dilatado plano, con lento travelling, sobre Garfield cuando narra cómo su orientación en los días de encierro en la oscuridad eran los sonidos, los cuales describe con somero detalle). El diapasón del tiempo eran las torturas a las que le sometían, siempre cuando, cada mes, llegaba de visita aquel hombre cojo al que nunca vio el rostro, y que cree que ahora está tras él en Nueva York, en busca de aquello que no confesó (reveló) entonces.
Richard Wallace teje un tenso relato que es una maraña en la que las sombras también fluctúan en los rostros de los personajes que rodean a Kit; la sospecha se torna en incertidumbre sobre los reales motivos, o implicaciones, de cada uno de ellos (en especial, los tres personajes femeninos principales, sobre los que pende de modo más remarcado la ambigüedad): Kit se desplaza en una realidad movediza de pasos inciertos en la que tiene que combatir a la parálisis que siempre amenaza con dominarle, el recuerdo de una tortura que le sume en los abismos en donde los ideales mismos son torturados por los que sólo disfrutan con someter a otros. Perseguido es otra estimulante obra en la filmografía de Richard Wallece, en la que, a medida que se indaga en ella, se descubren gratas sorpresas, como La máscara del otro (1934), Una jovencita encantadora (1942), ¡Qué noche aquella! (1943), Paula (1947) o Vivamos un poco (1948).
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