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lunes, 7 de noviembre de 2022

Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine (Acantilado), de Elisenda Julibert

 

La mujer fatal, en el imaginario colectivo, se convirtió en una convención, como un atributo que define a una actitud y conducta femenina. En particular asociado con el patrón icónico del film noir, aunque la figura de la mujer fatal fue generada en el siglo XIX, en los tiempos del Romanticismo, como la enésima metamorfosis de la misoginia. Era como otra bestia fantástica, aunque en un entorno cotidiano, con atributos pérfidos en sí misma. Estamos ante una mujer fatal cuando la historia de amor consiste en la paulatina degradación, hasta llegar a la abyección, del pobre enamorado. Quien ama se considera victimizado. Como tanta inercia en la categorización de nuestro imaginario cultural no se profundizó en el hecho de que el incremento de figuras que se podían catalogar como mujeres fatales en el cine estadounidense de la posguerra se debía en buena medida a la irrupción de la mujer en el escenario laboral durante la guerra debido a la ausencia de los hombres. La mujer se convertía también en un rival competitivo. Ya no estaba relegada al ámbito doméstico sino que era otra individualidad con un mismo rango de competidora. La inercia también determinó que se catalogara como mujeres fatales a personajes como Lulu, o figuras reales, como Lola Montes, cuando simplemente eran mujeres que actuaban acorde a lo que sentían y deseaban sin plegarse a la consigna de una distribución de roles. No degradaban a los hombres, eran estos los que proyectaban en ellas su frustración por el hecho de que no se plegaran a su voluntad. Ese enfoque es el que explora Elisenda Julibert en Hombres fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine (Acantilado). La supuesta fatalidad de todas esas mujeres imaginarias cuya cualidad específica parece ser destrozar a quienes las aman no sería entonces inherentes a ellas, sino el resultado inevitable de una determinada concepción del deseo, una de cuyas características es la de convertir a su objeto, la persona a la que se dice amar, en fetiche y, al fin, fatalmente en cadáver.

Las mujeres fatales son proyecciones de fantasmas masculinos, o su categorización como tales pone en evidencia las discapacidades emocionales de los hombres. Como bien expone en su análisis sobre el mito de Carmen, la creación de Prosper Merimeé. Carmen era una mujer que actuaba consecuentemente a lo que sentía y pensaba, y se expresaba sin restricciones. El enamorado, José, era alguien, en cambio, que no aceptaba esa voluntad indómita que no se pliega a la de otros, y como no encaja que no la corresponda en la misma medida, sino solo como una relación epicúrea sin otra transcendencia (romántica) su mente se desquicia y cortocircuita. Don José, por tanto, proyecta sus fantasías y temores, y sucumbe a la enajenación, esa que ha sido sublimada, como pasión, en el imaginario cultural, cuando no es sino un desquiciamiento emocional. La defensa del gran amor, eminentemente erótico, pasional, tumultuoso, novelesco, calamitoso, no sólo es igualmente estúpida, sino, además, atroz, como parece evidenciar la aventura de Madame Bovary. En el caso de la creación de Gustave Flaubert, su pasión no es solo una contraposición con respecto a una vivencia rutinaria de las emociones sino, sobre todo, un reflejo de ese desajuste con respecto a una dieta emocional que resulta insuficiente. La restricción se tornaba fuga en el desbocamiento. En el caso de Don José, su reacción enajenada evidencia sus taras o restricciones emocionales.

Don José, como el protagonista de Ese obscuro objeto del deseo, de Luís Buñuel, configuran a esa mujer que subliman, sea una mujer que expresa libremente sus deseos sexuales (Carmen) o una mujer que niega el deseo (Conchita). En Lolita, Vladimir Navokov plantea una crítica contra la mistificación amorosa. Desentraña el carácter grotesco de su pasión. Es la caricatura de la de quien pierde de vista la realidad y la tergiversa a su conveniencia, con los lamentables efectos que ello tiene en su vida y en la de quienes la rodean. Un estado de enajenación que, como los otros dos casos, fetichiza a la mujer. Es ante todo una representación. No se fundamenta la atracción, la pasión, en la sintonía. La mujer es un fetiche en su particular pantalla interior. Y debe ajustarse a su voluntad, necesidad y deseo. Es un soliloquio sentimental, como Elisenda Julibert también califica a la pasión del protagonista de La prisionera, de Marcel Proust. No puede asumir que sea una voluntad que sea admirada por otros, porque eso, según su inseguridad y temor, puede implicar, por extensión, que puede desear a otros. El ideal amoroso de Marcel es la quimérica posesión de la persona deseada, sólo puede sentirse plenamente satisfecho cuando Albertine queda reducida a <<pura función fisiológica>>. Cuando Albertine es una mujer que meramente duerme neutraliza la amenaza pero no satisface de todas maneras la sublimación amorosa porque es un mero objeto prisionero que ya no interactua. Simplemente, la ha apartado de la circulación del imprevisible escenario social. Su conversión en mera materia, cosa, evidencia su condición de mera representación. Es lo que representa para él. De alguna manera, convertirla en mero cautivo cuerpo letárgico, es también otra manera de hacerla desaparecer, como puede ser el asesinato de Carmen a manos de Don José.

Esas enajenaciones emocionales se han tipificado como ejemplos de pasión. Vivimos constreñidos por esos mitos ya que su asimilación traza los límites de nuestra experiencia de nuestros placeres y nuestros sufrimientos – y, en suma, la hace posible, pero tiene razón al señalar (Barthes) que a menudo el precio que pagamos es la <<prohibición absoluta de inventarse>>. No hay nada sublime en supuestas pasiones en las que los que dicen estar enamorados fundamentan su relación en la colisión de discusiones y discrepancias o se justifica el daño o el abuso en nombre un enamoramiento. Esa noción de la pasión amorosa solo refleja un desajuste o desquiciamiento, falta de inteligencia emocional. Del mismo modo, Julibert cuestiona que se haya convertido en principal referente de realización sexual el coito, o el genital como centro neurálgico, cual elemental proceso de descarga, como esas sublimaciones amorosas que desentraña parecen también meras descargas emocionales, en forma de bilis afectiva. No se sabe amar por lo que la figura supuestamente amada se convierte en cosa o representación sobre la que proyectar. No hay diálogo o interacción sino proyección. El amor es conversación y lo es tanto en términos de afinidad sensible e intelectiva como en forma de caricias. Elisenda Julibert cuestiona que tantas mujeres hayan terminado persuadidas de que el amor es un juego brutal de solitarios Minotauros encerrados en sus laberintos. Lo que no implica que haya que cosificar, como respuesta, a los hombres como seres fatales (si se califican de este modo en el libro es porque ellos, al proyectar y categorizar a una mujer como fatal, son realmente los que son fatales). En su último tramo analiza Con faldas y a lo loco (1959), de Billy Wilder, para reflejar cómo si puede haber dos trayectos bien diferentes. El del callejón sin salida lo encarna el personaje de Lemmon, que queda enmarañado en la tela arácnida de proyecciones o categorizaciones. En cambio, el hombre prototípico avasallador, cual toro (como señala el personaje de Marilyn Monroe que es el modo en que actúan muchos hombres), que encarna Tony Curtis, se transforma en alguien que no supedita a la mujer que le atrae a su propia fantasía o a la satisfacción de su demandante deseo, sino que modifica su actitud para ser alguien que satisface la voluntad singular de quien ama porque realmente sintoniza con ella.

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