Una mujer que se supone que no sabe quién es porque es actriz. Un par de gemelos que parecen saber quiénes son, y juegan con el hecho de que los demás no puedan distinguir quiénes son. Identidades, confusiones, representaciones. Ella se llama Claire (extraordinaria Genevieve Bujold), y se revelará cómo sabe desenvolverse con más claridad en la inestabilidad y el caos, entre la apariencia y el trasiego de la carne de la emoción que implica magulladuras, heridas de diversa índole. En cierta secuencia, uno de los lados de su cara es maquillado con aparentes magulladuras sanguinolentas para el rodaje de una película. En principio, no se aprecia, por el ángulo de cámara elegido. Las heridas pueden no apreciarse en primera instancia. La presentación ante los demás puede ser convenientemente clínica, como clínico es el elegante planteamiento estético de la película, superficies pulidas que disimulan las turbulencias. Los gemelos, ginecólogos, se llaman Elliot y Beverly (portentoso Jeremy Irons), nombres de hombre y mujer. Uno es más cínico, el otro más sensible. A Claire, cuando aún no sabe que son dos con quienes mantiene una relación, le parece esquizofrénico; uno le gusta mucho, otro le parece un polvo divertido. Directores de puesta en escena a la par que actores escenifican con una actriz; ella intuye, pero se entrega, y se deja llevar, con las heridas abiertas, dejándose atar, expuesta con el temblor de su vulnerabilidad. La identidad es una ilusión, somos mareas volubles, ¿Cómo estar seguro de cómo es el otro? ¿Dónde reside la raíz del ser, el perfil que se pueda enfocar? ¿Y si por añadidura, por una razón u otra, actuamos, simulamos? Claire sabe convivir, como una funambulista, con la multiplicidad que habita en ella, con su maquillaje y sus contusiones. Elliot y Beverly dejan de confundir a los otros, para confundirse ellos, sobre todo, en principio, Bev. Son dos que no son uno pero a la vez les resulta difícil ser dos o ser uno sin el otro. Su vida se convulsiona, se desangra, en esa paradoja.
La mítica del amor: la unión de dos almas gemelas. Dependencias, adicciones, la dificultad del equilibrio cuando te sofoca esa fusión con el otro que te convierte en parte de su piel como la suya en la propia. Y la piel tira, y duele. La interdependencia, el equilibrio medioambiental emocional, se trastoca entre Elliot y Beverly cuando el segundo se enamora, se engancha, de Claire. Dos dependencias, dos adicciones, se entrecruzan, se confunden: en un sueño, una protuberancia del cuerpo de Elliot se une al cuerpo de Beverly, y ella la muerde, como si separara un cordón umbilical. La nueva dependencia que Beverly se crea es como cambiar de atmósfera. Le hace aún más vulnerable, y la separación, cuando ella tiene que irse para rodar a otra ciudad, le desestabiliza y desequilibra de modo radical. Se derrumba, por los celos, cuando coge el teléfono de la suite del hotel, donde ella se aloja, un hombre (que ignora que es el secretario, además, gay). Los celos: esa marea que arrolla, en ocasiones al otro, cuando se necesita convertir a aquella extensión en parte de uno mismo para controlar sus movimientos como si fuera un efectivo miembro de uno mismo (cual cordón umbilical), y no existiera el fuera de campo. Pero también puede derivar en la mortificación, en asfixiarse en la dramatización de un lamento que proyecta y anuncia el desastre, el apocalipsis, como si no fuera posible otra opción, abrumado por el miedo a ser extirpado, cual bebé que ha salido al mundo y sufre en la intemperie que no domina y necesita de nuevo la placenta, la presencia de aquel quien ama, que haga sentir de nuevo la vida como equilibrio, refugio, certeza, cabo que une a tierra. La mente se desboca, pierde pie. Beverly navega a la deriva. Boquea en la orilla, asfixiándose, porque necesita volver al agua. Se desquicia, y diseña unos delirantes instrumentos de cirugía para mujeres mutantes, que se asemejan a instrumentos de tortura (como arma inquisitorial; antes de que Bev los utilice en la mesa operatoria parece que fuera vestido cual sacerdote). Elliot alarga el brazo en la oscuridad, para recuperarlo del remolino en el que se ha sumido, pero él quedará atrapado en el mismo.
Cronenberg y Norman Snider adaptan la novela Twins, de Bari Wood y Jack Geasland, aunque Inseparables (Dead ringer, 1988) esté también vagamente inspirada en el caso de los ginecólogos Stewart y Cyril Marcus que fueron encontrados muertos el 19 de julio de 1975 debido al síndrome de abstinencia en el proceso de desintoxicación de su adicción a las drogas. O quizá fuera un pacto de suicidio. Como en la conclusión de la película, aunque se encontraran sus cadáveres en habitaciones separadas, se habían encerrado, durante días, en sus habitaciones, que rebosaban residuos y suciedad. Stewart falleció de sobredosis, aunque no fue el mismo diagnóstico para Cyril, que murió pocos días después. Quizá David Cronenberg no haya realizado secuencias más (lacerantemente) bellas que las que concluyen la subyugante narración de esta sacra ceremonia abisal, en la que dos sacerdotes ginecólogos, cartógrafos y fontaneros de la belleza interior, se extravían en el interior de sus quemaduras, cuando la dependencia y la singularidad se enmarañan, y al arrancar el cordón, se desangran. No pueden extirparse el uno del otro. No se puede ser parte literal de las entrañas del que se ama. El amor es empatía. Los cuerpos de ambos componen, en el último plano, la imagen de La piedad.
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