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domingo, 12 de enero de 2020

1917

1.Es una constante en la obra de Sam Mendes, la búsqueda del hogar, de la propia raíz, o en sentido más amplio, del propio lugar, o, a la inversa, el sentirse extraño al propio lugar. Vibran las resonancias de unos sentimientos de desubicación, o de orfandad, de sentirse o quedarse fuera de lugar, de no sentirse parte de unos modelos de integración social o de vida, y son los que definen a unos personajes que efectúan una acción de resistencia u oposición, con el cuál se produce una colisión, o desencuentro, ante unos modelos de vida rígidos (de vida, social, familiar, militar, corporativa, gubernamental o, aunque sea no legal la institución, de una organización gangsteril). Esa sensación de desplazamiento puede impulsar a la búsqueda de ese modelo donde uno poder sentirse integrado o identificado, como la pareja de Un lugar donde quedarse, que se siente fracasada, inmovilizada en sus sombras, y debe buscar su lugar, y se encuentra con el reflejo de los espejos posibles, para asumir que su sitio está aparte en el mundo, incluso en el tiempo, porque es el de la nostalgia. Una sensación de orfandad dolorosa unida a la serena asunción de ese exilio late en la bella secuencia final, cuando encuentran un nuevo hogar frente a un lago, un lugar aparte, aspectos que comparte con el final de Camino a Perdición. Sullivan (Tom Hanks), sicario de una organización gangsteril irlandesa, quien queda fuera de lugar, y pierde su hogar (que ya es una cáscara vacía, como él mismo señala), por no plegarse a las conveniencias del organizado mundo al que pertenecía, desplazado, y luchando en su soledad, resistente ante una justicia que debe ser restituida ya que la trama de intereses y alianzas del sistema la ha negado, para terminar exiliado en una casa en un lago, también ante las aguas como los protagonistas de Un lugar donde quedarse, donde muere, mientras su hijo encuentra un nuevo hogar en otro lugar apartado, con una familia ajena al modelo de vida de su padre.
En Jarhead, su obra anterior que acontecía en escenario bélico, Swofford ( Jake Gyllenhaal), cual rebelde joven confuso de la obra de Nicholas Ray, no se siente integrado en la familia del ejército, sedimentando el anhelo de marcharse, pero escindido entre el rechazo y la subordinación que no es sino cautiverio, y, por ello, a la vez necesitando que su vida tenga alguna ilusión de sentido proyectado en el hecho de entrar en combate. Su sensación al volver al hogar, en las secuencias finales, es la del extravío, la de que no hay hogar en donde se supone pertenece. En Skyfall el doble o sombra se desprendía de la creadora o madre, la generadora del monstruo, M (Judi Dench). Su reflejo en el espejo, Silva (Javier Bardem), el reflejo de su resentimiento y frustración que aún le comprimía, pero no liberaba, la decepción de sentirse pieza, función, y por tanto componente prescindible. La familia del orden institucional (ese que configura los escenarios de patria u otras configuraciones grupales en pequeña escala), se revelaba como escenario agujereado, por lo tanto voluble, arenas movedizas, un escenario desde luego no fiable (eres ante todo representación, no cuerpo o singularidad; eres un número). El final de Skyfall le conectaba con sus raíces, con su origen, el hogar de su infancia. Pero aún quedaban ángulos por conocer: en las raíces, se encontraba ya la podredumbre. Su reflejo en las sombras es el hijo del hombre que le acogió tras la muerte de sus padres: el reflejo siniestro que mató a su padre porque prefería al otro hijo, al hijo que no era de su sangre. La familia del orden natural (ese que está constituido de lazos sanguíneos pero que no implica real afinidad ni afecto) revela la condición básica de bestia del ser humano. Bond en Spectre abandona el escenario codificado en el que era peón o agente para formar su propio lugar, y hogar, con la mujer que ama. Cuatro obras, por tanto, cuyos finales enfrentan a los personajes ante una idea de hogar, sea su imposibilidad o posibilidad aunque lejos del mundanal ruido de la realidad instituida. Súmese el de las dos obras centradas en dos hogares donde se debaten dos actitudes opuestas en la forma de plantear el modo de hablar el mundo, de aceptar o negar un modelo instituido, American beauty y Revolutionary road.
2. Interludio. En tierra de nadie. A veces, ocurre. Muy rara vez. Esa conmoción. Como esa mirada que sientes por primera vez y te deja enmudecido. Añoraba esa sensación. Sales del cine como si volvieras de otra dimensión y te desplazas junto a la gente como si fluyeras en otra. Es la experiencia misma del trance que vive el protagonista de 1917, su catarsis, pero es la sensación que esperas sentir con una experiencia cinematográfica. Pocas películas me han hecho sentir en tal grado que es una experiencia, o que es tal experiencia, de tal calibre que simplemente enmudeces, porque es, y para qué escribir o hablar sobre ella. No es que te cueste encontrar el hilo sino que te preguntas para qué. ¿Cómo reflejas esa emoción tan fuera de lo corriente? Puedo decir qué conclusión tan inmensamente bella, o qué viaje. Puedo decir cuán excelsa es la banda sonora de Thomas Newman, y cómo se convierte en segunda piel de una afinada modulación narrativa que evidencia que el montaje, sea la planificación fragmentada o parezca un plano secuencia, es una cuestión de dominio de la modulación de los tiempos, y 1917 es un prodigio de variación de ritmos, de intensidades, ralentizaciones y pausas. Y puedo decir cuán excepcional es el diseño de producción y la dirección de fotografía. Pero dice poco o, más bien, nada. Recordé que, aun alabada por muchos, se resaltaba que no era una experiencia emocional. Se admiraba su condición de portento cinematográfico, su alarde formal, y me dije que, sin duda, las conexiones que se establecen pueden ser muy muy diferentes. Y recordé el estudio que escribí sobre la obra de Mendes hará ya diez años, tras Un lugar donde quedarse. Uno de sus intertitulos era En tierra de nadie. Y encontré el inicio del hilo. La idea de hogar. Y pensé en las canciones, por qué esas canciones. Por qué esa frase que se me había quedado adherida a la mente: En un colador viajaban hacia el mar. ¿No es como viajamos en la vida? Esta película no transcurre en un campo de batalla, sino en la vida misma. Un árbol era figura fundamental en la conclusión de la Sacrificio, de Andrei Tarkovski. Y lo es también en 1917. Gestos y actitudes que riegan vida.
3.Yo soy un pobre extraño caminante/mientras viaja a través de este mundo de aflicción/Sin embargo, no hay enfermedad, trabajo, o peligro/En ese mundo brillante al que me dirijo. En una bellísima secuencia de 1917, de Sam Mendes, se escucha esa canción The wayfire stranger. En principio, una voz lejana. Un hilo en el laberinto que el cuerpo entumecido, exhausto, sigue como si fuera el hogar anhelado, el remanso deseado en el fragor de la aflicción y el peligro, las balas que buscaban su cuerpo, y que sorteaba como un desesperado cuerpo en fuga que ignora qué amenaza surgirá, como una sombra, en la próxima esquina, a través de una oscura ventana, o desde cualquier ángulo, a su espalda o desde el mismo aire. Porque se desplaza en la más pura intemperie, el desvalimiento del cuerpo expuesto a cualquier peligro. En un colador viajaban hacia el mar, y cuando el colador se daba la vuelta, y todos gritaban, ‘Os ahogareis’, ellos replicaban, nuestro colador no es grande, pero no nos preocupa nada, en un colador nos dirigiremos hacia el mar. Es otra canción que Scofield (George McKay) canta, a un bebé, que agarra su dedo, y le hace sentir esa armonía que añoraba, y que siente perdida desde que se desplaza en ese espacio desolado que es la guerra, la sustracción de armonía, el reverso del hogar y del remanso. La música es vida, es el hilo y el lazo con la vida. En cierta secuencia, la música se interrumpe cuando un cuerpo exhala su último aliento de vida.
Sobre un colador figurado se desplazan dos soldados, el teniente Blake (Dean Charles Chapman) y el cabo Scofield. Dos cuerpos cuya misión es detener una masacre. Descansaban en un verde y hermoso prado, quietud y armonía, uno de ellos, Scofield, apoyado en un árbol. Pero la misión que les encomiendan, llevar un mensaje para anular una orden de ataque que podría determinar la muerte de 1600 soldados británicos, implica desplazarse por el espacio opuesto, el vacío de la sustracción, los desechos y las ruinas, la degradación y la descomposición. El verde era una ilusión, una pasajera pausa. El color que predomina es el del barro. En los primeros pasos de su recorrido se enfrentan con los restos de la vida arrasada, la ausencia, lo que ya no es, lo que fue despojado o abandonado, lo deshabitado o destruido. El eco de una violencia, su vaciado de vida. Camastros en subterráneos, fotografías dejadas atrás, ratas que se nutren de carne descompuesta, cadáveres sobre los que zumban las moscas, incrustados en la tierra, atravesados por alambradas, boquetes en la tierra y en los cuerpos, la muñeca de alguna niña que quizá no conociera otro paisaje que el de la devastación. Cuando era niño, Mendes preguntó a su padre por qué su abuelo, en cuyos relatos se inspira la película, y a quien se homenajea, se lavaba tanto las manos, y durante tanto tiempo. El padre le contestó que se debía a que, durante el tiempo que sufrió en las trincheras, no conseguía limpiarse nunca del todo el barro. Tardó cincuenta o sesenta años en compartir sus vivencias en la guerra. Tardo quizá cincuenta o sesenta años en limpiar el barro de la desolación adherida a sus entrañas. En los primeros pasajes de su desplazamiento en la intemperie, Scofield se hiere la mano al agarrar una alambrada, mano que, minutos después, introduce, accidentalmente, en el cuerpo de un cadáver. En los pasajes finales se dará la mano con aquel que buscaba. Manos que se hieren, manos que establecen lazos.
Se introducen en un túnel, como primera prueba de su odisea, como si lo escondido, lo oculto, fuera la primera evidencia de lo incierto, valga la paradoja, ya que están expuestos a la muerte desde cualquier ángulo. Porque ¿se han retirado los alemanes como parece o es la apariencia camuflada de una artimaña? El vacío no logra ocultar lo que no se ve, la posibilidad de una bala que les atraviese y neutralice su desplazamiento. Unos cerezos, símbolo de la pureza, están talados. Numerosas vacas han sido matadas para que no puedan ser comidas por los británicos. Puentes caídos, como vínculos extraídos. Pero en ese espacio de desolación y hogares abiertos en canal, como si la vida mostrara las entrañas de su vaciamiento, y sólo quedará el perfil de dientes mellados, encuentra un cubo de leche, y una vaca solitaria. Lo imprevisible puede manifestarse de muy diferentes formas. Una amenaza puede provenir incluso del cielo, y del modo menos imaginado, en forma de avión. La leche que usas como reemplazo del agua que utilizaste para quitar el polvo de tus ojos puede que se la puedas suministrar a un bebé. La vida y sus imprevisibles esquinas.
Para Blake no es sólo una misión encomendada que cumplir. Le motiva personalmente el hecho de que entre los 1600 hombre a salvar está su hermano mayor. En cambio, Scofield, en principio se lamenta de que le haya escogido a él para realizar esa misión, o sufrir tales peligros. Quisiera no estar ahí. Scofield es alguien que ha sufrido por más tiempo la guerra, cambió su medalla por una botella de vino, porque una medalla es sólo latón, y el vino ayuda a soportar, por unos momentos, la demolición de la experiencia de la guerra. No piensa en la vuelta al hogar, porque le parece ya una realidad demasiada lejana, como otra realidad a la que no sería posible regresar. Por eso, este viaje es la recuperación de esa añoranza tan herida que se ha escondido en los subterráneos de la desesperanza, como troncos talados de cerezos. En los sótanos de unas ruinas encontrará una mujer con un bebé cuyo nombre ignora, porque no es suyo, un bebé que coge su dedo mientras Scofield le canta su desplazamiento sobre un colador. Y recobra el impulso para seguir corriendo, para no hundirse, y seguir la dirección que no sólo salve 1600 vidas, sino la vida misma entre las sombras de las ruinas por las que corre como en un laberinto dentado, hasta que escucha la canción lejana, tras sortear aguas caudalosas y cadáveres reventados, la canción que le rescata de su condición de extraño caminante en la intemperie de la aflicción para encontrar la dirección hacia ese tronco de árbol que le haga sentir que sí es posible regresar al hogar, y quizá experimentar la armonía y la conciliación, y no sólo, por un instante, apoyado en un árbol. La narración es un círculo que a la vez es línea recta que conjuga el retorno con el avance. El confinamiento de una trinchera entre alambradas puede ser prado con horizonte amplio, el barro puede ser raíz que crezca. En la tierra de nadie se recupera la ilusión de reencontrar el hogar. Decir que la banda sonora de Thomas Newman es sublime o excelsa es quedarse más bien corto.

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