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jueves, 10 de mayo de 2018

Sólo los ángeles tienen alas

En los últimos tramos del sinuoso recorrido narrativo de Sólo los ángeles tienen alas (Only angels have wings, 1939), de Howard Hawks, se revela que Kidd (Thomas Mitchell), sufre una pérdida de capacidad de visión que le inhabilita para poder realizar más vuelos en el servicio aéreo, entre las montañas de los Andes y los Altiplanos. Esta confrontación se constituye en reflejo de las necesarias confrontaciones, o asunciones, de otros personajes con respecto a su enquistamiento perceptivo, su pérdida de visión, ofuscación, desenfoque emocional o emborronamiento de discernimiento por inflexibilidad con respecto a los otros. En particular, en el caso de quien rige ese servicio aéreo, Geoff (Cary Grant) quien porta una coraza protectora por una decepción amorosa que neutraliza cualquier apertura, o despegue, emocional. La narración se inicia con la llegada del cuerpo extraño, Bonnie (Jean Arthur), que colisionará con la montaña que interpone Geoff para imposibilitar la aproximación emocional. La reacción podría ser la de la retirada, dada la poca receptividad por el cierre de compuertas tras dejar entrever la correspondencia de sentimientos por un momento, pero Bonnie, en vez de abandonar, y seguir el viaje en barco que había interrumpido por haberse enamorado en la breve parada (por tanto, dirección más bien a la deriva en su vida que había abandonado porque había encontrado puerto o dirección con aparente horizonte manifiesto), opta por permanecer en el hotel que rige el socio de Geoff, Dutchy (Sig Rumann).
Sólo los ángeles tienen alas, con admirable guión de Jules Furthman (y el propio Hawks, inspirado en una historia que había escrito un año antes, Plane in Barranca, inspirada en los estoicos aviadores que había conocido en Méjico durante el la búsqueda de localizaciones para Viva Villa), se puede adscribir al género de aventuras, pero buena parte de su acción transcurre en la retaguardia, en la base aérea de la compañía de transportes, en donde se cruza y alterna (incluso dentro de la misma secuencia o del mismo plano) el drama con la comedia con portentoso equilibrio. Peripecia intima y externa se conjugan con tal complejidad y armonía que materializa una de las reflexiones más afinadas y ricas sobre cómo habitamos la vida y cómo nos relacionamos con los demás, en inciertos vuelos donde la visibilidad no sólo depende de las condiciones externas sino de nuestra capacidad de discernimiento.
El mismo curso narrativo es tan impredecible y variable, como las precarias condiciones de vuelo. Tan accidentadas y agitadas son éstas como las que tienen lugar entre los personajes dentro de la base aérea. Si en un principio, tras la irrupción del cuerpo extraño, la recién llegada, Bonnie, parece que guiarán la narración las peripecias de la atracción que nace entre ella y Geoff, ésta parece quedarse en suspenso cuando se produce otra irrupción, la de una figura del pasado, un piloto sobre el que pesa una mancha, una vergüenza en la profesión (la pérdida de otras vidas bajo su mando), Bat (Richard Barthelmess). Esa mancha de imagen se conjugará con la que pesa en el propio Geoff, ya que quien le acompaña, su esposa, Judith (Rita Hayworth), comparte pasado sentimental con Geoff. Judith es quien no lograba asimilar su dedicación de piloto, motivo por el que se rompió la relación, y causa del resentimiento que lastra a Geoff como una herida no cerrada que imposibilita que conciba otro posible vuelo emocional con otra mujer. Por tanto la rehabilitación de la imagen de Bat se realizará en paralelo a la rehabilitación de la mirada lesionada de Geoff, quien por fin será capaz de dejar que sus emociones alcen vuelo. La circunstancia que se convierte en catalizador: el vuelo que realizan en las más precarias condiciones meteorólogicas, precisamente Bat y Kidd. Sin duda, todo un sutil hallazgo dramático el conjugar esa ceguera de Kid con las 'cegueras' intimas que pesan y condicionan a otros personajes, en un complejo entramado de reflejos.
En esta obra extraordinaria, su larga secuencia de apertura, o primer acto, es todo un ejemplar modelo de presentación dramática de circunstancias y personajes (equiparable al primer acto o primeros veinticinco minutos de la magistral Su juego favorito, 1963). Bonnie es una cantante de variedades que desembarca en un pueblo cercano a los Andes. Les (Allyn Joslyn) y Joe (Noah Beery, jr) se fijan en ella y la echan los tejos, invitándola a un bar. Bonnie descubre que ambos son pilotos, y trabajan en una linea de correos y pequeños transportes, siempre pendiente de condiciones de riesgo, por la climatología, por el escarpado relieve de la zona, o el vuelo de la aves. Aparece en escena, Geoff, e interrumpe el travieso 'duelo' que los dos pilotos habían entablado para seducir a Bonnie; uno de ellos tiene que realizar el próximo vuelo. Y éste resultará fatal. Joe muere, cuando se estrella el avión poco después de despegar. Se ha pasado, en un sin sentir, del tono ligero y distendido de las primeras escenas, donde se transmite la sensación de que uno ha entrado en un universo de Peter panes, y que nada parece tomarse a la tremenda (el duelo entre ambos amigos es de lo más cómplice y desapegado), a la gravedad del acontecimiento trágico, fulminante. La calidez tan rápidamente creada en pocos instantes, donde dos extraños han acogido con tal confianza a una recién llegada (más allá del interés del flirteo) se ha quebrado de un plumazo.
Bonnie se queda traspuesta y sobrecogida, pero hay algo que la sacude aún más que el trágico accidente, y es la aparente indiferencia que muestran Geoff y sus compañeros ante la muerte de Joe, haciendo bromas al respecto, actuando como si no pasara nada, planteando quién se comerá el filete que había dejado Joe, e, incluso, poniéndose a cantar canciones al piano. Y Bonnie explota y les echa en cara su insensibilidad, especialmente irritada con Geoff, con quién ya sutilmente, se ha insinuado una cierta atracción entre ambos al verse. Pero Bonnie aprecia el cariño con que Geoff trata y consuela a la mujer con la que Joe tenía cierta relación. Y Geoff le hace ver a Bonnie que su aparente fría e insensible reacción no es más que una forma de no dramatizar una pérdida, sino transformarla en celebración vital, porque al fin y al cabo, todos y cada uno de ellos realizan un trabajo en el que la amenaza de la sombra de la muerte es permanente; esta vez fue Joe, pero podría haber sido uno de ellos, y quién sabe quién será la próxima vez. Y si pensaran en ello, si se dejaran llevar por la pena y el miedo, nadie querría volar. Y es cuando se produce un mágico momento, ese instante cuando las acciones hablan, y adquieren el rango de emblemáticas. En una reacción de exultante comprensión y complicidad, Bonnie se une a ellos, y se pone a cantar al piano. La sonrisa solidaria desafía a la inevitable e incierta sombra del abismo, y por un instante, rasga su velo con la dionisíaca música del irreductible entusiasmo. Pero a Bonnie aún le quedará por rasgar otro velo que se ha transformado en muro en las entrañas de Geoff, esa máscara de indiferencia que no tiene que ver con interponer una necesaria distancia que contrarreste de modo vital la pesadumbre y consciencia de la extrema vulnerabilidad de sus dedicaciones, sino más bien la distancia que se torna impedimento, esclusa y negación de exponerse emocionalmente por resentimiento y despecho.
Como Hawks refleja en otras obras, sea La fiera de mi niña (1938), La novia era él (1949), Me siento rejuvenecer (1952) o Río Bravo (1959), qué poco dominamos, ya sea las circunstancias, o incluso a nosotros mismos, nuestras propias emociones. O de qué modo forzado intentamos controlarlas, por tanto, neutralizándolas y desperdiciándolas. Nos sostenemos sobre un territorio frágil, y la voluntad debe esforzarse por mantener el talante vital, el afán se superación, sin fugas que quieran evitar los accidentes de la vida, porque no es posible, en cualquier momento un ave puede estrellarse contra el parabrisas, o sufrir otra decepción o una pérdida. Esa es la odisea: la permanente lucha contra nuestras sombras, a veces irrisorias, en ocasiones dolorosas. Sólo hace falta recordar otro mágico y memorable momento, aquel en el que Dude (Dean Martin) en aquella prodigiosa secuencia de Rio Bravo, en la que se siente tentado de ceder a la desesperación y a la impotencia, sintiendo que ya no es capaz de nada, por lo que vuelve a coger una botella de whisky como refugio de su intemperie vital, pero, entonces, escucha la música del deguello (esa trompeta que se mete en los huesos) que están tocando los que les asedian (la música que tocaron día y noche los mejicanos ante El alamo), y recobra su impulso de acción, su voluntad afirmada, e introduce en la botella el whisky, que se había servido en el vaso, sin derramar una sola gota. .

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