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domingo, 6 de mayo de 2018

Roman J Israel, esq

De pasión por la justicia, fragilidades y errores. Todos estamos hechos de fragilidad y errores. Perdonémonos reciprocamente nuestras locuras. Esa es la primera ley de la naturaleza, afirma, y concluye, Roman (Denzel Washington), el protagonista de Roman J Israel, esq (2017), de Dan Gilroy. En la anterior obra de Gilroy, Nightcrawler (2014), para Bloom (Jake Gyllenhaal), no había diferencia entre la chatarra y un ser humano. Por eso, no le costaba realizar la transición entre dedicarse a la rapiña nocturna de cualquier tipo de chatarra y la acción carroñera de buscar las imágenes más obscenas de accidentados, heridos o asesinados. Al fin y al cabo, no dejaba de ser un ascenso en la dedicación rapaz: los programas informativos de las cadenas televisan pagan mejor que un almacén de chatarra. Su falta de ética encontraba aún mejor acomodo donde los únicos límites, en la emisión de imágenes impactantes, son los que pueden ocasionar problemas legales. Su relación con la realidad era virtual, ajena. Su aspiración, la rapiña. Enajenación y corrupción. Bloom era un eficiente vendedor de sí mismo que sabía negociar con la realidad. Bloom no tenía problemas para entender a los demás, más bien no le gustaban. No le importaban, por eso no tenía problema alguno en aprovecharse de ellos o dejar incluso que les maten porque le resultaba conveniente. Bloom se arrastraba en la noche (nightcrawler), como una comadreja que saquea todo lo que sea necesario para así conseguir ampliar su negocio. En Roman J Israel, esq, Roman, en principio, es su opuesto, carece de codicia, le importan los demás, y aún más intenta hacer lo más que pueda por mejorar sus circunstancias. No negocia con la realidad, sino que intenta transformarla para que no haya tantas desigualdades, y la justicia se aplique del mismo modo para todos, y del modo más justo. Su relación con la realidad no es virtual, pero sí idealista, y un cortocircuito en esa actitud vital es la causa de que sufra una pasajera enajenación, que no dura más de tres semanas, que le hace perder el paso, y corromperse.
El motivo de esa corrupción puntual, o error, no está relacionada con ningún afán de rapiña ni se debe a una actitud cínica, sino con un momento pasajero de acentuada fragilidad. Más bien se debe a la decepción, a la perdida de ilusión, vinculada a la sensación de fracaso e impotencia, un espasmo de amargura que determina una huida de quien había sido durante treinta años, un abogado que fundamentaba su dedicación, y por lo tanto su vida (subordinando incluso la realización su parcela íntima, convirtiéndose en un soltero eremita, espartano de un ideal), en la lucha contra las inconsecuencias e inconsistencias del sistema legal, una lucha para proteger a los desheredados. Para él, la sociedad debe ser inventada, no tolerada. Para él, cualquier discriminación o desigualdad de derechos no podía ser tolerada. Por eso remarca en su tarjeta de presentación ese esq (esquire/licenciado), como si fuera el asistente del caballero, como durante treinta años realizó la labor de despacho (de documentación y estudio, memoria y reflexión) mientras su socio se encargaba de la actuación, de la lucha en el campo de batalla de los escenarios de los juzgados. Durante años había recopilado notas que considera necesarias para reformar el sistema judicial.
Pero en el periodo de tres semanas, tras que su socio sufra un infarto, Roman padece una enajenación transitoria, la pérdida de esa pasión caballeresca: la pasión por la justicia, por hacer el bien, por cambiar el mundo, como escribe Tobias Wolff en su relato Smorgasbord, perteneciente a su libro de relatos La noche en cuestión, que prosigue después: A todas ellas dedicamos a su debido tiempo nuestras sonrisas otoñales. Y, sin embargo, no eran tonterías nuestros sentimientos, No se trataba simplemente de que fuéramos jóvenes. No estuve a la altura. Dejé que se apagara la luz. Por un momento, Roman también siente que ya no está a la altura, que su afán por realizar la acción justa puede más bien conllevar consecuencias fatales. Por un momento, deja de ser quien ha sido durante treinta años, deja que se apague la luz, y se precipita en los cenagales de la hipocresía y el cinismo. En dos secuencias sufre una pérdida momentánea de audición, los sonidos se amortiguan y predomina un zumbido. Ese zumbido que le ha corroído para realizar una acción ilegal con la que sólo se preocupa de su propio beneficio, en vez de seguir preocupándose por los demás, porque no cree ya que sea factible la pureza. En una, mientras cena con Maya (Carmen Ejogo), activista que trabaja en una ONG, y que gracias a conocerle ha recuperado la el ánimo para seguir luchando por la posibilidad de cambiar el mundo, por conseguir un mundo más justo. En la otra, junto George Pierce (Colin Farrell), el dueño de la firma de abogados que le ha contratado. Ambos informan a un recluso sobre la defensa que van a realizar. Pero Romain sabe que es el delincuente con cuya detención consiguió una cuantiosa recompensa. El zumbido asocia la corrupción, la pérdida de pureza, con la creencia de que la lucha por un mundo mejor y más justo no es posible.
En Roman J Israel, esq hay dos películas. Y por momentos forcejean para no anularse. Esa segunda película es la propia interpretación de Denzel Washington, quien realiza un brillante trabajo de composición, con su desgarbada forma de andar, su profuso cabello, su mirada huidiza, o sus voluminosas gafas, pero hay instantes en que sus manierismos, como alguna momentánea hipergestualidad, amenazan con desenfocar la combativa entraña de la película, como si un guitarrista dilatara el punteo de su solo, con el que demuestra qué alardes es capaz de realizar, pero que amenaza con perder la progresión emocional de la canción. En cambio, Colin Farrell que, últimamente, había dado algunas de sus más desajustadas interpretación (Miss Julie, El sacrificio de un ciervo sagrado), proporciona una de sus más medidas actuaciones (compuesta desde la mirada), que ejerce, además, de oportuno contrapunto con respecto la exuberante desmesura de Washington, que, por otro lado, también contrasta, sobremanera, con la precisa actuación de Carmen Egojo, rebosante de esa emoción que se duele porque quisiera lograr más de lo que consigue hacer con su activismo por una sociedad más justa. En su mirada palpita la entraña de esta obra que aún cree en la pasión caballeresca por la justicia, por hacer el bien, por cambiar el mundo. Es cuestión de saber estar a la altura, aunque seamos frágiles y cometamos errores.

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