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lunes, 12 de febrero de 2018

Río Conchos

'Rio Conchos' (1964), de Gordon Douglas, con guión de Joseph Landon y Clair Huffaker (autor de la novela), quizá sea uno de los westerns más singulares, por sus sugestivos contrastes, ya presentes en su admirable breve y conciso prólogo: Un grupo de indios realizan unas exequias en un árido páramo, entre matorrales. Una figura a caballo se entrevé al fondo del encuadre, una figura que saca el rifle. Un disparo abate a uno de los indios. Corte a primer plano, en leve picado, desde la nuca de quien dispara, Lassiter (Richard Boone), mientras mata a todos los indios. Sobre un plano de los casquillos sobre el yermo terreno comienzan a sonar los suaves y líricos acordes de la excepcional banda sonora de Jerry Goldsmith. Ya está sedimentada la cautivadora extrañeza de las paradojas que regirá el desarrollo de la obra, esa combinación de crudeza, seca, restallante, y ese lírismo, vital pero doliente. El primitivismo, las emociones más viscerales, y descarnadas, se combinan con complejas emociones, entre la desolación de una herida no cerrada y la furia por no encontrar aún su sutura, como una vida que no logra reconstruirse y sólo escupe su desamparo. Es un relato que tiene algo de canto fúnebre, que bordea lo alucinatorio, cual viaje al corazón de las tinieblas. Por eso concluye en un escenario paradójico, por desquiciado, en el que se intenta edificar en el árido territorio mejicano una mansión sureña. Ha sido mandada construir por un oficial sudista, Pardee (Edmond O'Brien) para el que sirvió Lassiter, como quien no asume la realidad, o una derrota, no sólo la de la guerra, sino la de su mundo, que ya tuvo termino, y quiere modelar la realidad empecinadamente aún a su capricho.
Lassiter es un hombre torturado, apresado en la prisión de un interior calcinado por el dolor. Una figura espectral que nos será presentado sentado en una casa calcinada, cuando un oficial del ejercito, Haven (Stuart Whitman), le requiere para que se presente en el fuerte. Su interior también está calcinado, por la tortura y violación que sufrieron su esposa e hija antes de ser matadas por los apaches. Por eso, aunque haya pasado ya un año, no deja de matar a cualquier apache que aviste. Su dolor aún aprieta sus dientes. El motivo de que sea requerido es porque posee un rifle que fue robado al ejercito, y quieren saber a quién lo compró. La paradoja es que se lo suministró Pardee, quien ahora está intentando formar un ejercito junto a los apaches. Su pasado se combina con lo que odia. Aunque se resista aceptará la propuesta de acompañar a Haven y su sargento, Ben (Jim Brown), para recuperar las armas (de las que se aprovecharán quienes odia). Para equilibrar la tensión de fuerzas exige que le acompañe aquel con quien se ha reencontrado en la celda, el cínico Rodriguez (Tony Franciosa), quien carece de todo escrúpulo, y miente como respira (detalles caracterizadores: lanza el cuchillo sobre un escorpión; afila el cuchillo sobre la rueda del carromato que empujan porque sabe que se van a enfrentar a unos bandidos: es un superviviente nato que tras su sonrisa refulgente se agazapa una traición). Su relación fluctúa entre la confianza y recelo, como si fuera Rodriguez el reflejo siniestro de su supuración emocional, porque es una relación que esté destinada a un fatal enfrentamiento.
Lassiter es uno de los personajes más fascinantes que ha dado el western, repleto de claroscuros. Pertenece a la estirpe del Ethan de 'Centauros del desierto' (1956), de John Ford. En las primeras secuencias muestra su desprecio a Ben lanzándole su silla de montar, pero más tarde golpeará con brutalidad a un barman que no quiere atenderle por ser negro, y al final ambos combatirán juntos, sabiendo además que perderán la vida. Áspero y cáustico, es un hombre lleno de dolor. Al respecto, una secuencia sobrecogedora: En un rancho descubren en la cama a una mujer que ha sido violada y torturada por los apaches ( no la vemos, sólo la expresión de Lassiter); la cámara panoramiza de él hacia el exterior, y escuchamos cómo grita '¡pero qué han hecho!'; la cámara vuelve a su rostro trasegado, desesperado: descubre en una esquina a un bebe que llora. Lleno de dolor y rabia inclina su cabeza sobre el alfeizar, y una lanza se clava sobre el portillo. Portentoso. En los minutos siguientes pasa de discernir que Haven fue quien perdió los rifles, lanzándole una invectiva sobre sus aspiraciones de ascender, a lanzarse a una acción audaz, casi suicida, que les salva, para terminar intentando evitar que rematen a un indio que se abrasa. Un personaje excepcional, por su complejidad de matices y contrastes, que alcanza una particular redención cuando se enfrente a sus demonios y fantasmas en un escenario alucinatorio en el que coinciden sudistas y apaches, lo que fue y lo que odia. Un western sublime, un viaje a las tinieblas realizado con un vitalismo exuberante. El extraordinario tema principal compuesto por Jerry Goldsmith

1 comentario:

  1. El hoy casi olvidado Gordon Douglas nunca fue muy valorado, tal vez porque como disciplinado artesano que abordó todos los géneros, en su filmografía abundan los encargos de anodina resolución. Pero aún quedamos algunos de la vieja guardia para intentar demostrar que esa consideración generalizada sobre el trabajo de Douglas resulta epidérmica y descuidada a la luz de algunas obras suyas.
    Repasando su extensa filmografía que supera los setenta títulos, de la que yo sólo he podido ver una treintena, encuentro por lo menos una docena de películas realmente notables (“SOLO EL VALIENTE”, “CORAZÓN DE HIELO”, “LA NOVIA DE ACERO”, “LA HUMANIDAD EN PELIGRO”, “SIEMPRE TÚ Y YO”, “EMBOSCADA”, “QUINCE BALAS”, “CHUKA”, “EL DETECTIVE”); y la que ahora nos ocupa, “RIO CONCHOS”, es considerada por quien esto escribe, sin dudarlo, su mejor trabajo.
    El film se abre con una lúgubre secuencia de violencia seca y expeditiva presidida por el viento y el polvo del desierto, seguida de otra que enlaza con la anterior y sobre la que van los títulos de crédito en la que los personajes van apareciendo como fantasmas silenciosos. Estamos ante un western de vigorosa factura, árido, sombrío, cargado de acción y de tensión, que aprovecha los elementos que le ofrecía un excelente guión de evidentes concomitancias con “El corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad (esto pude percibirlo años después, cuando leí la novela del polaco) para dibujar en toda su complejidad y riqueza unos personajes doloridos, violentos, contra­dictorios, románticos a su manera, tocados por la locura (ese iluminado coronel sudista que ignora la derrota del Sur en la Guerra de Secesión y pretende “reconstruir” el paraiso perdido en un anacrónico, fantasmagórico escenario), no exentos, en cualquier caso, de esa grandeza moral que emerge finalmente sobre la violencia y la deslealtad, únicamente hallable en las figuras que han venido adornando los grandes ejemplos del género.
    Por lo expuesto, no resulta arriesgado apostar por Richard Brooks y Sam Peckinpah como seguros admiradores de “RÍO CONCHOS” cuando a continuación rodaron “LOS PROFESIONALES” (1966) y “GRUPO SALVAJE” (1968) respectivamente, trabajos claramente emparentables con el soberbio western de Gordon Douglas objeto de este comentario. Incluso, como apuntaba más arriba, ese coronel Theron Pardee que incorpora Edmond O’Brien y el Kurtz de Marlon Brando en “APOCALYPSE NOW” resultan personajes correspondientes. Es probable que Coppola viera “RÍO CONCHOS” más de una vez antes de emprender la alucinada aventura conradiana. Como también es probable que el guionista Joseph Landon, ayudado por Clair Huffaker, se inspirara en el Ethan Edwards de “CENTAUROS DEL DESIERTO” para construir el personaje de Lassiter (Richard Boone) a partir de la insignificante novela de Huffaker (editada en España como novelita de bolsillo con una horripilante traducción al castellano).
    En fin, podemos seguir saltando de rama en rama en el árbol genealógico de “RÍO CONCHOS” pero eso nos apartaría del tema, y el tema -apasionante- se llama “RÍO CONCHOS”, uno de los mejores westerns que he visto en mi vida, flagrante demostración de que, oscurecidos por la enorme sombra proyectada por maestros como Ford y Hawks, se encontraban en esa “segunda fila” realizadores capaces de parir hermosas criaturas, menos publicitadas pero que, investidas de los mismos méritos, podían codearse con los grandes títulos que configuraron el género más cinematográfico. Y el más hermoso.

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