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lunes, 19 de febrero de 2018

La venganza de Ulzana

"El Ulzana de 'La venganza de Ulzana' (Ulzana's raid, 1972), de Robert Aldrich, no es el apache chiricahua real, cuya incursión fue más prolongada, implacable y atrevida que aquella sobre la que he escrito. Él es la expresión de mi idea del Apache como el espíritu de la tierra, la manifestación de su hostilidad y crudeza” declaró el guionista escocés Alan Sharp, que había escrito el guión de la también magnífica 'Fuga sin fin' (1971), de Richard Fleischer, y escribiría los de una de las obras maestras de Arthur Penn, 'La noche se mueve' (1975) y la última, y minusvalorada, obra de Sam Peckinpah, 'Clave: Omega' (1983). En el áspero trayecto dramático de 'La venganza de Ulzana', desabrido como esa tierra árida, esos espacios pedregosos, de luz arrasadora, por el que transita el destacamento de soldados en busca de los apaches evadidos de la reserva de San Carlos, en Arizona, en la que estaban confinados, hay una mirada que algo logrará modificarse en su discernimiento de esa naturaleza que no logra comprender, o que juzga de modo implacable en primera instancia, con rechazo. Es la mirada del joven e inexperto teniente al mando de ese destacamento, DeBuinn (Bruce Davison). Su mirada se modificará, o conseguirá ser algo más flexible, gracias al contrapunto de sus dos exploradores (como si representaran la exploración de su propia mirada, de la rigidez a la flexibilidad), McIntosh (Burt Lancaster) y el apache Kinetay (Jorge Luke).
Para De Buinn, en principio, Ulzana (Joaquin Martinez), y la casi decena de hombres que le acompañan, son unos seres abyectos y despreciables, que despliegan su crueldad con satisfacción. Sus violaciones de las mujeres y las largas torturas a las que someten a los hombres suscitan su perplejidad e indignación, que tornará en abierto desprecio sin atenuantes. No encuentra en sus actos nada que asocie con lo civilizado o la dignidad. Por eso, le costará encajar que los blancos también sean igual de crueles, como los soldados que intentan mutilar el cadáver de un indio. Como le señala McIntosh, le cuesta asimilar que no haya diferencia entre unos y otros. A través de Kinetay intentará comprender la perspectiva de Ulzana, la naturaleza de un apache, que en principio considera como un alienígena, como si nada tuviera que ver con él, con su 'mundo'. Kinetay le hace ver que Ulzana, y el resto de hombres, se sentían vaciados, se sentían nada, en la reserva, como si hubieran perdido su dignidad ( o se la hubieran sustraído), como si fueran de la misma categoría que niños, mujeres o perros. Su incursión, sus acciones cruentas, son la búsqueda de su dignidad, su forma de realización. Sus crueles torturas están relacionadas con la extracción de la fuerza de los que matan, una manera de absorber su poder. La humillación de los que matan equivale a la succión de toda dignidad, como si se apropiaran de cualquier resquicio de su fuerza, como el hecho de arrancar su corazón. Kinetay le hace ver, o intenta hacerle comprender, que son reflejo de la tierra hostil en la que viven. En ese espacio pedregoso y árido, la naturaleza humana se torna pedregosa y árida para sobrevivir e imponerse a un entorno adverso. Lo descarnado de sus acciones son su forma de imponerse en un entorno que hace difícil la supervivencia. Habitar esa realidad es vivir en un pulso constante. El entorno es amenaza. Y así cualquier otro.
McIntosh y Kinetay son dos 'figuras en medio'. Un blanco que ha sabido adaptarse, integrarse en un entorno hostil, y relacionarse con otra cultura, de lo que es muestra que conviva con una mujer india (hecho que alguien como DeBuinn, que siente a los indigenas como algo opuesto, sólo comprende que sea posible desde la compasión). Y Kinetay, un apache que sirve al ejercito, que también ha sabido integrarse y relacionarse con otra cultura, aunque implique perseguir a los que son de su misma raza. Durante el trayecto de la persecución y búsqueda ambos ejercerán de contrapunto de la progresiva ofuscación de DeBuinn, incapaz, desde su educación cristiana, encajar la brutalidad de la que es testigo, o de asimilarla como parte integrante de la naturaleza, un entorno y un modo de vida relacionado con, o influido por, el mismo. Su mirada se desenfoca, mientras la mirada exploradora, que sabe comprender al 'otro, la de McIntosh, mantiene el pulso de tácticas y estrategias con la colaboración de Kinetay (comprende sus acciones, como cuando Ulzana deja adelantar a dos hombres con los caballos, para que luego retrocedan realizando un movimiento semicircular para de ese modo quedarse por detrás de los perseguidores). Se establece un pulso, como el mismo enfrentamiento final. McIntosh sabe que han dejado viva a la mujer que han violado porque esperan que la acompañen unos pocos soldados al fuerte, y así aprovechar para atacarles y conseguir los caballos que les faltan, por lo que simula que se separan del destacamento, para que este acuda cuando sean atacados.
Ese escenario del enfrentamiento final, un desfiladero pedregoso, es el que condensa el trayecto dramático y la confrontación con esa naturaleza hostil y descarnada a la que aludía Sharp, que Aldrich ha reflejado con crudeza durante la narración: la secuencia en la que un soldado, al ser atacados por Ulzana y sus hombres, retorna a por una mujer y un niño, dispara a la mujer en la frente, y coge al niño, pero al ser abatidos por el disparo de uno de los indios,se suicida disparándose en la boca. McIntosh aclarará la secuencia y el por qué de esos actos a DeBuinn: matar a la mujer evitaba que fuera violada, y el suicidio una segura larga tortura, como la que se apreciará que han realizado a otros granjeros, a los que queman, ya sea desde sus genitales o desde la cabeza, incluso con la cola de su perro en la boca, como hacen con Rukeyser (Karl Swenson).
En esta magnífica obra, una de sus obras maestras, Aldrich ' desplaza' nuestra mirada, nuestro discernimiento, en un afilado trayecto hacia el corazón de las tinieblas, hacia la confrontación con nuestra naturaleza cruda, y a la vez más siniestra y cruel, guiados por un memorable personaje, McIntosh, con el que Lancaster proporciona una de sus más matizadas interpretaciones. Aldrich narra con cortante precisión y despojamiento, como el enfrentamiento de McIntosh con los dos indios que conducen los caballos, en un amplio espacio abierto, la persecución, entre angostos espacios pedregosos, que realiza Kinetay para evitar que uno de los hombres de Ulzana le avise de que el destacamento de DeBuin retrocede para asistir a McIntosh y los hombres que trasladan a la mujer violada, o la excelente secuencia del enfrentamiento final entre Kinetay y Ulzana: Unos cantos, unas miradas, las piedras como testigos, y un disparo que se escucha en la distancia. Una incursión para sentirse vivo. Una desaparición para ser piedra como el mismo paisaje que le conformaba.

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