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sábado, 18 de febrero de 2017

Bajo el sol

Una trompeta no es un fusil. Una puerta abierta no es un fusil. El trayecto narrativo de 'Bajo el sol' (Zvizdan, 2015), de Dalibor Matanic, es el trayecto que parte de una trompeta que es acallada por un fusil hasta una puerta abierta que ofrece la posibilidad que destierra la irrupción de cualquier fusil. 'Bajo el sol' es una coproducción croata, bosnia y eslovena. Es una obra en tres tiempos, 1991, 2001, y 2011. Dos actores, aunque no los mismos personajes, protagonizan tres diversas historias sentimentales que reflejan el trayecto narrativo del conflicto balcánico durante dos décadas, sus agujeros y parches, sus desenfoques y heridas. El agua es una presencia recurrente, un contraste con respecto a los cuerpos que se odian o se agreden o determinan un escenario de ruinas, de edificios agujereados o de emociones quebradas.
El primer pasaje se inicia en una orilla. Dos chicos se aman, Jelena (Tihana Lazovic) e Ivan (Goran Markovic). Pero ambos pertenecen a comunidades distintas, y entre ambas se han establecido barreras y alambradas, controles en la carretera, fusiles que señalizan quién pertenece o no a una facción. La música queda relegada. La amplitud de los campos y del lago en el que ella se baña, y junto al que él toca su trompeta, queda cercada por las miradas abrasadas que sólo transpiran odio. El otro, más allá de la frontera establecida, no es ni música ni agua, sino alguien sólo aceptable en la distancia. Una llama ocupa el primer término en un encuadre en el que un hijo y padre hablan, una araña ocupa el primer término en un encuadre, en el que hermano y hermana discuten. Llamas que van abrasando los interiores de quienes no quieren convivir con quien no considera que sea como ellos, y el hilo de la araña se teje para enmarañar sus mentes y convertirlas en fusil con el que se dispara al que no consideran que sea como uno. No importa que no porte otro fusil, no importa que sólo porte una inofensiva trompeta.
La transición entre el primer relato y el segundo es una sucesión de casas agujeradas, su interior ha sido destruido, ya no son hogares, sino ruinas, residuos quemados, abandono. A una de esas casas retorna Natasa con su madre, ya terminado el conflicto. Pero sólo el de los fusiles. Quien les remoza la casa, Ante, pertenecía a la otra facción. Surge la atracción, pero esta se niega, porque no se puede desear a quien más bien representa, por extensión de pertenencia, el dolor y el resentimiento. Por eso, se esconde en los cascos en los que escucha música como si se aislara de la confrontación con lo que siente. Ante reconstruye, pero Natasa forcejea consigo misma porque no quiere que surja la atracción que siente por él, como el rostro que sale a la superficie del agua y mira de frente a quien le atrae. Se bañan juntos pero después, sin mirarle, ella saca a colación el dolor calcinado como resentimiento que aún palpita en ella. Natasa no le mira porque aún se encostran en su mirada como una herida no cerrada los rostros indiferencidos de quienes representaban la otra facción. Pero él no es aquellos, él también perdió a seres queridos, como le grita mientras la zarandea como si intentara despertarla de su negación. El sexo brota, pero es más bien desesperación, espasmo, porque aún pesa más la sombra de una herida, como ese angosto espacio en sombras, entre los edificios, en que ella se encoge apartada de la vida, como un encierro de resentimiento que no puede superar.
En el tercer pasaje aún se perciben los residuos de un conflicto que no ha dejado de serlo aunque la violencia sea más bien sorda, reflejada en distancias y negaciones. Luka vuelve al pueblo para asistir a un concierto de música, y se reencuentra con sus padres, con los que interpuso distancia, resentido, y con Marija, la mujer que amó, con la que interpuso distancia forzado por su entorno, su familia, porque ella no pertenecía a la misma comunidad, no era uno de ellos, y él bajó la cabeza y asumió el influjo de su entorno. No hubo balas que zanjaran un conflicto sino distancias que impidieron que las emociones se sumergieran juntas. Intenta aturdirse, olvidarse, con música que parecen sustraerle de su presente, y otros cuerpos, pero el arrepentimiento no le ha abandonado, no siente el agua en otros cuerpos, porque no ha dejado de pensar en la misma mujer pese a los años transcurridos. Y los arrepentimiento y los remordimientos parecen amortiguarse, conjurarse, con una puerta abierta que ofrece la posibilidad de que ni las balas ni las distancias se interpongan, con la interferencia de la divergente pertenencia, en el amor que dos sientan. Por eso, esta es una película de sensaciones, gestos, miradas, materia, que nos recuerda que somos cuerpos, que sienten y sangran, y no sombras y reflejos de representaciones.

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