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martes, 14 de febrero de 2017

Los jóvenes salvajes

Bell (Burt Lancaster) no ve a los tres jóvenes integrantes de la banda de los Thunderbids que han sido acusados de acuchillar a un joven de ascendencia portorriqueña perteneciente a la banda de los Horseman, porque no deja de proyectar sobre ellos lo que pudo ser y lo que no quiso ser. Cuando se desvela que el asesinado era ciego, se realiza una transición a la escultura con una venda en los ojos que representa a la Justicia en lo alto del edificio donde se impartirá el juicio contra los tres chicos. El trayecto narrativo de 'Los jóvenes salvajes' (The young savages, 1961), de John Frankenheimer es el del desprendimiento de la venda en la mirada de Bell, que dejará de ver en ellos lo que rechaza, y aprenderá a verles a cada uno de ellos y su circunstancia. Bell ve en ellos a su pasado, a lo que negó en sí mismo, a aquello de lo que huyó. Son como tres cadenas que intentan recordarle lo que se ha esforzado en extraer de sí mismo. Por eso, como representante de la fiscalía, decide pedir de entrada que se les declare culpables de homicidio voluntarios, e incluso solicita la pena de muerte. Bell desea ante todo matar al pasado, quiere eliminar cualquier vínculo o rastro con su pasado, con lo que pudo haber sido. Por eso, cambió su apellido, Bellini por Bell, porque sabía que era el modo de conseguir alcanzar la posición que ambicionaba así como transitar otros ambientes, lo que posibilitaría conseguir un matrimonio con una chica de privilegiada clase económica, como las que estudiaban en la Universidad Vassar, como así ha sido con su esposa, Karin (Dina Merrill).
El caso le enfrenta con lo que pudiera haber sido su vida si, en cambio, hubiera prosperado la relación en su barrio con Mary (Shelley Winters), porque uno de los tres acusados, Danny, es hijo suyo. Un adolescente de quince años que pudiera haber sido su hijo. Entonces, fue ella quien le abandonó, de lo que ahora se arrepiente amargamente. ¿Qué supone para Bell ese reencuentro? ¿Qué supuso para él aquel abandono? ¿Qué siente ante el que pudiera haber sido su hijo si la narrativa de la vida hubiera sido otra,si ella no hubiera decidido abandonarle? Bell se muestra implacable con aquellos jóvenes, ni siquiera es atenuante que el ciego realmente fuera usado por sus contrincantes para ocultar las armas cuando eran perseguidos por la policía. Sólo ve en esos jóvenes el tumor de una violencia que se expande como mero caos. Discute aceradamente con su esposa, porque no acepta que ella pretenda establecer atenuantes a través de la comprensión de los condicionantes de un contexto. Bell no quiere ver. No le importa que a su superior, el fiscal del distrito (Edward Andrews) le importe ante todo los beneficios que pueda reportarle la victoria en ese caso a sus aspiraciones políticas.
No quiere considerar las condiciones de precariedad económica de la vida de esos jóvenes que encuentran una compensación de protagonismo escénico en esas dramaturgias de rivalidades entre bandas, en las poses y maneras afectadas de masculinidad inflamada, en el uso del poder en su territorio, como pedir un pago de acceso a un mísero recadero de pizzas. Su mirada no se esfuerza en contrastar las condiciones del hogar de Zorro (Luís Arroyo), el líder de la banda de los Horseman, una salón que es un cúmulo de cuerpos hacinados en diversas camas, con la arrogancia de su caracterización, cómo porta el cigarrillo, como engomina su pelo, sus ademanes de desapegada indiferencia. Su única consideración es que son fuerzas irracionales que pueden aterrorizar a su esposa en el ascensor, como los integrantes de Thunderbirds, o que le golpeen con cadenas en la oscuridad de un vagón de metro. No son nada más, no quiere verse en ellos, no quiere sentir que tenga nada que ver con ellos, como si hubiera extirpado su relación con su propia raíz del mismo modo que arrancó parte de su apellido para aparentar que sus raíces podían ser otras y que podía aspirar a otros escenarios que no sintiera contaminados como aquellos en los que creció.
Hasta que comienza integrar aquellos rostros, aquellos cuerpos, agresores, en su contexto, en una biografía, quizá reflejos de un hogar cuyas carencias se convirtieron en asfixia, quizá de un ambiente desesperado en el que necesitaban sentir que destacaban de un modo u otro, superhéroes, como el chico retardado al que apodan Batman, y que portaba una capa cuando agredió al chico ciego, o el que su impotencia y miedo lo convierte en suficiencia agresiva. Y ya no son, como para su superior, carnaza a sacrificar para conseguir beneficios en las aspiraciones políticas, sino seres a los que intentar comprender, y no como grupo indiferenciado, sino como individuos, tres diferenciados individuos cada uno con su historia, aunque su esfuerzo de comprensión le haga salir del papel asignado y en cierto punto ya parezca más abogado defensor que fiscal porque la comprensión traza atenuantes, que no implican necesariamente justificación. Aunque con la decisión del jurado siempre habrá quien no se quede satisfecho, porque siempre habrá quien exija más sangre, es parte de la naturaleza humana, y su visceralidad arrolladora que sólo mira por lo propio. Ese filo siempre subsistirá, como es posible desprenderse de las vendas que ciegan el discernimiento. David Amram compuso la notable banda sonora jazzistica.

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