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sábado, 21 de noviembre de 2015

Good kill

Desde el atentado contra las Torres gemelas, el término drones se convirtió en una palabra cada vez más familiar. El cielo ya no es sólo un espacio de satélites vigilantes, sino también de recurrentes vehículos aéreos no tripulados que adquieren particular relevancia dramática en los conflictos bélicos. Para Estados Unidos se ha convertido en un instrumento crucial en sus tácticas de combate ya que facilita la localización de enemigos específicos, y son dirigidos cómodamente por control remoto. Por eso, realizan reclutamientos cada vez con más frecuencia en centros comerciales entre los asiduos practicantes de vídeo juegos. Quienes realizan esa labor lo hacen desde una pantalla, aunque ya lo que eliminan no sean criaturas virtuales sino seres de carne y hueso. A la palabra matar se le quita ya el entrecomillado. Good kill (2015), de Andrew Niccol, se centra en uno de estos controladores del ejercito estadounidense, el mayor Egan (Ethan Hawke), pero no es un joven de esa nueva generación, sino un piloto experto, que siente que realiza un simulacro (no vuela, no siente lo real, controla una pantalla). En un momento dado, pregunta: “¿por qué llevamos uniforme de vuelo?”. Pero hay preguntas más incisivas, que anuncian sublevación. La copiloto Suarez (Zoe Kravitz) pregunta si lo que llegan a realizar, cuando se despreocupan cada vez más de las muertes de civiles en los bombardeos planificados, no se puede denominar crímenes de guerra. Y aún más, apunta: esos jóvenes que en un futuro quizá realicen un atentado contra nosotros, lo harán porque les hemos provocado con nuestros ataques con drones, cada vez más indiscriminados. Por eso, esta película no será tampoco del agrado de quienes ahora consideran que un bombardeo en Siria sea equiparable con unos atentados en París. En otro momento, el teniente coronel al mando, Johns (Bruce Greenwood), quien ha mostrado su desagrado por las ordenes de bombardeos sin discriminación de víctimas, según designios de la CIA, reconoce que la guerra se reduce a un intercambio de atentados, sin que se sepa ya quién envició el círculo vicioso de esta guerra. Y Suarez apostilla con una interrogante que no tendrá respuesta: “¿No tendrá fin?”.
Good kill (traducible como Buena matanza, lo que dicen tras cumplir exitosamente el objetivo de bombardeo) también es una obra que transita los senderos de la magnífica El francotirador (2014), de Clint Eastwood, esa obra que algunos desorientados consideraron como película belicista y patriótica. Eastwood realizaba una radiografía de una enajenación, pero su conclusión no implicaba la transformación radical de esa mirada, por lo que para los que necesitan ese subrayado resultaba una película que no condenaba como debiera con gestos explícitos. Good kill no tendrá ese problema (si se estrena en España). Egan anhela volver a volar. Insiste en que le trasladen. Lo que le inspira o impulsa no son cuestiones patrióticas. No se realiza con ese sórdido trabajo en el interior de una cabina desde el que orquesta muerte desde la distancia. El se siente piloto. Lo que le motiva es el riesgo que implica volar. Por eso, se siente amargado, y la relación con su esposa, Molly (January Jones) se resiente. Esta no tiene el aguante de la esposa del protagonista de El francotirador, pese a que no deje de cuestionarle su obsesión por seguir realizando su misión de defensor de la patria. Egan no es alguien que tienda a enfadarse, lo hace en muy rara ocasión, tiende a congestionarse con sus insatisfacciones, con puntuales espitas con el alcohol. La tirantez con su esposa tiene sus momentos de distensión, pero él añora más volar que disfrutar del sexo o de la tranquila vida familiar que tiene.
Vive en otro desierto, parecido al desierto donde bombardean. Vive cerca del espacio que representa la cultura del simulacro, de las coloridas apariencias capciosas, La Vegas. Su casa se perfila desde las alturas, como esas casas que observa el dron que controla a través de la pantalla. Mira el cielo y se pregunta, cada vez más, lo que sentirán aquellos que bombardea. Para ellos, un cielo nublado o no, es signo de posible o no bombardeo imprevisto. Su mirada se aleja para acercarse cada vez más a quien destruye. Y se aleja cada vez más de lo propio, de la fidelidad a su ejercito, de su relación marital, porque ya casi ni habla, como ella le reprocha. Y la irrupción de alguien como Suarez que no se calla su disconformidad, que no deja de cuestionar la labor que realizan, que incluso llora cuando realizan alguno de sus bombardeos, con tácticas que generalmente se achaca a los terroristas (bombardear poco después en el mismo sitio para matar a los que intentan ayudar: como en el funeral de alguien al que horas antes han matado para así matar a todos los asistentes).
Niccol ya desmontó, con su guion de El show de Truman, la falacia de una sociedad controlada, mediatizada, en la que la realidad es tal como nos la presentan y desentrañó las falacias de los intereses ocultos (en buena medida convenientes para los poderes legitimados y el poder invisible de las corporaciones empresariales) tras el tráfico de armas en El señor de la guerra (2005), quizá su más potente obra. Good kill desentraña la 'dramaturgia' de un conflicto en Oriente Medio: no es una reacción a una vulneración, sino la alimentación conveniente de un conflicto: la amenaza de los otros se gesta en la propia belicosa agresión. La realidad es una pantalla que se modela, como la mente de los ciudadanos espectadores que se creen cómo les presentan la realidad: esa es la clave dramática de la priorizada cuestión de la Seguridad: la agresión travestida en acción defensiva: de ese modo la mirada se distrae y no cuestiona los desatinos de nuestro propio sistema: ¿Cómo nos vamos a quejar de la precariedad laboral o los desequilibrios económicos? En Good kill se redirecciona la mirada, y quienes saben mirar, Egan o Suarez, deciden, como Truman, salirse de la pantalla.

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