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sábado, 8 de junio de 2013
El aullido del lobo
Las habitaciones cerradas, secretas, las zonas a las que no se permite acceso, que se consideran como prohibidas, o a las que se recomienda no acercarse a causa de peligros no definidos (que se prefiere eludir hasta nombrándolos), son uno de los componentes de las obras del romanticismo gótico, desde finales del XVIII, como puede ser el caso de 'Jane Eyre' de Charlotte Bronte, en la que se oyen risas siniestras o gritos a medianoche. También un sobrecogedor alarido rasga la noche en el 'El aullido del lobo' (Cry Wolf, 1947), de Peter Godfrey. La heroína es de nuevo una mujer, aquella que irrumpe en un mundo que le es extraño, una mansión de oscuros recovecos (como quizá en la mentes de la que la habitan, por lo que pueden ocultar). Su desconocimiento de ese territorio desconocido y la amplitud y condición tenebrosa de un espacio dominado por las sombras propulsan la interrogante y la incónita que se entrelazan y enmarañan en uno de los característicos misterios de las viejas mansiones oscuras (Old dark houses' misteries).
Aunque en esta caso la protagonista, Sandra (Barbara Stanwyck), tiene poco de ingenua joven, como, por ejemplo, la innominada protagonista encarnada por Joan Fontaine en 'Rebeca' (1940), de Alfred Hitchcock. Más bien es determinada, lenguaraz, hasta arrolladora, lo que acrecienta la desconfianza de Caldwell (Errol Flynn), quien establece con ella un duelo de recelos desde el momento en que Sandra irrumpe en la mansión; esa impetuosa condición se remarca por llegada en paralelo del coche que la trae con la cabalgada de una jinete, Julie (Geraldine Brooks), a la que al entrar en la mansión ve que acaba de discutir con Caldwell. Sandra llega para reclamar lo que corresponde tras la muerte de su esposo, James (Richard Basehart), del que, como de su hermana Julie, Caldwell era tutor. Sandra sospecha que la reticencia de Caldwell sea debida a que quiere beneficiarse de esa herencia, como éste parece que desconfía de las intenciones de alguien que quizá sea una impostora, porque no tenía constancia de tal matrimonio.
Caldwell está perfilado con esa escurridiza ambigüedad de quien no se sabe si es excesivamente receloso o más bien es un cínico manipulador. Una variante más siniestra del Max de Winter que encarnaba Laurence Olivier en la obra de Hitchcock. Que sea interpretado por alguien como Flynn, asociado a otro tipo de personajes (el Estudio, la Warner, buscaba 'regenerar' su imagen buscándole otro tipo de papeles fuera del género de aventuras), añade una fructífera extrañeza, como el hecho de la misma ambivalencia de la que era capaz Stanwyck (y la variedad de personajes que había encarnado) incrementa, en especial en los primeros compases, la movediza incertidumbre (ya que no deja de sobrevolar la duda de por qué se casó con James), lo que deriva en una de las mejores secuencias, aquella en la que ambos establecen un duelo de proximidad ambigua (como la misma planificación se aproxima más a sus rostros), que culmina en un beso y una bofetada. ¿Sienten algo los personajes, se tantean en su recelo o intentan sugestionar o minar la voluntad del otro para conseguir su propósito?
Lo más destacado es la creación de la atmósfera, en la que colaboran eficazmente las sombras que orquesta Carl E Guthrie y la música que compone Franz Waxman. La incertidumbre que propicia un campo de especulación con lo no visible. ¿Quién gritó? ¿Qué ocurre en el laboratorio de Caldwell? ¿Estará James vivo? ¿Qué trama Caldwell? En este sentido, son notables las secuencias en las que Sandra realiza sus irrupciones en los espacios secretos, ya sea la que efectúa en el laboratorio, ascendiendo a través de un montaplatos, o en esa zona, en las Tres colinas, que no le han recomendado que transite, y que descubre cercada. Quizás pueda parecer abrupto el desenlace, si se esperaba una culminación de intensidades, de rasgones de los velos de la mente o de las proyecciones sentimentales, en la línea de la que materializará Hitchcock en 'Pánico en la escena' (1950), pero tampoco deja de ser consecuente si se contempla la narración como un duelo de dos mentes recelosas a las que esa desconfianza ofuscó el discernimiento.
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