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sábado, 24 de septiembre de 2011
La imagen y la mirada en el cine de Clint Eastwood
La imagen de lo que no es, la imagen conveniente. La imagen que sustituye a la realidad, la imagen falsificadora, impostora, que responde a unos intereses creados, y que modela la realidad de acuerdo a estos. Y la realidad es ya esa imagen. ‘El intercambio’ (2008), como ‘Banderas de nuestros padres’ (2007), ambas de Clint Eastwood giran alrededor de una fotografía que falsifica, instituye y ‘secuestra’ la realidad. En la primera, aquella que retrata el reencuentro de Christine (Angelina Jolie) con el que se supone que es su hijo desaparecido, aunque ella bien sabe que no lo es, que aquel es otro niño, pero las ‘autoridades’, a través del capitán Jones ( Michael Donovan),la presionan para que reconozca ante los medios de comunicación presentes que sí lo es.
Es una puesta en escena, una representación conveniente, ante la que ella es incapaz de reaccionar en el momento, consternada ante una situación que no entiende. Superada por las aviesas y mezquinas estrategias de los representantes de la ley y el orden que necesitan de esa imagen ‘feliz’ para contrarrestar la mala imagen que han ido adquiriendo, cuando se ha ido desvelando su condición corrupta.
Es una imagen que pretende sepultar a la realidad, una imagen de distracción, una imagen que proyecta la falsa ilusión de que la realidad está en orden. Como la famosa fotografía de la puesta de la bandera de Iwo Jima, que se utilizó como emblema de la victoria, imagen creada de lo que no era, imagen espectáculo, para incentivar la inversión (recaudar fondos para la industria armamentística), motivar a los jóvenes para alistarse, y hacer sentir a la población que todo iba bien, que todo tenía un ‘sentido’.
Eastwood rasgaba esa falsa pantalla para mostrarnos cómo, primero, esa imagen no se correspondía a la realidad, ya que fue una puesta en escena, una ‘reproducción’ de los hechos, ya que los soldados que ahí la alzan fueron los segundos en realizarlo ya que en la primera ocasión no se había podido hacer esa fotografía bien. Y estos segundos soldados, o los supervivientes, son utilizados por las autoridades para hacer una campaña de espectáculo, un circo ambulante, en el que simulan que fueron los primeros que lo hicieron en el fragor de la batalla. Corrupción, conveniencia, engaño.
Esa imagen reificadora que prioriza el ‘desfile institucional’ sobre la realidad no ha tenido mejor encarnación ‘fundacional’ que la mirada, en 'Mystic river (2003), de Annabeth (Laura Linney), la esposa de Jimmy (Sean Penn), quien se ha tomado la justicia por su mano, matando a un amigo, Dave (Tim Robbins), quien creía el asesino de su hija, mirada que dirige a Celeste (Marcia Gay Harden), la esposa del asesinado por error, por parecer lo que no era, y con la que le conmina al silencio, mientras el desfile continúa entre ellas (aunque tampoco cejará la mirada 'al acecho' para poner en evidencia las fisuras,o falaces imágenes, del falso orden, como ejemplifica el gesto de Kevin Bacon ( emulando, con el dedo el acto de disparar/shoot, un gesto característico de Eastwood, en lo que puede verse una representación de la propia mirada 'al acecho' del cine/shooting de Eastwood') al personaje de Penn.
La realidad, de nuevo, ocultada. Y así la comunidad prosigue su andadura, tapiando sus fisuras, y, por ello, posibilitando que los errores, que la violencia, siga produciéndose. Porque lo que importa, como señalizan las últimas imágenes del río, es generar la impresión, convencerse, de que todo está en orden, como esas cristalinas y reposadas aguas del río, eludiendo el conocer, que se conozcan, las corrientes que trasiegan bajo ellas. Mejor una imagen protésica que asumir los errores.
Esa es la mirada que genera la imagen institucional, la de lo que debe parecer, y por lo tanto, ser. Ya sea en nuestros días, o a finales de los años veinte, o en los 40, los engranajes se desvelan semejantes. Una realidad corrupta, una falsa imagen conveniente.
Pero no sólo en estas tres obras. En el cine de Eastwood podemos encontrar, como constante, una reflexión sobre la Imagen, y sobre la Mirada. Tanto sobre la realidad, como estas obras citadas, como sobre sí mismo, sobre la Imagen que del propio Eastwood se ha creado, e instituido, y, por lo tanto, de su ‘personaje fílmico’, desde los tiempos de ‘Harry el sucio’ (1971), la notable obra de Don Siegel,complementada por la que ya acarreaba con sus trabajos con Sergio Leone, y que en ‘Gran Torino’ (2008) culmina con un contundente y transgresor último ‘comentario’.
Porque desde entonces, se sedimentó un icono que desvirtuó la realidad, tanto de la misma ‘Harry el sucio’, como de lo que representaba el personaje y la personalidad de Eastwood, una apología del fascismo, del rígido orden, del hombre duro que sin pestañear hace uso de su poder para imponer su ley y orden. Y nada más lejos de la realidad. E Eastwood ha ‘utilizado’ su propia imagen, a través de diversas obras, para desvelar y cuestionar las mismas sombras de lo que ese icono representa.
La misma estructura narrativa de ‘Gran Torino’ concentra ese proceso de partir de un cliché o icono instituido, o falsa apariencia, para realizar una deriva que desmonte esa primera impresión y finalizar con su radical subversión y negación (del mismo modo, que las penumbras se van apoderando de la narración, como ese catártico momento narrativo, en cuanto que contradice las expectativas sobre el personaje- o las inferencias del espectador sobre un icono-, y en cuanto revelación y 'exposición' de una huella que es peso: aquel en el que el protagonista narra al chico la dolorosa experiencia de matar a otro en la guerra).
Y, por añadidura, culmina con un gesto sacrificial pero no en nombre de la presunta ‘comunidad’ que representa, sino en la de los ‘otros’, la de aquellos que han sido estigmatizados, en la historia instituida por el poder, como los enemigos, los opuestos, aquellos ante los que se ha afirmado la identidad instituida del ‘nosotros’.
Aunque Eastwood en su obra no ha dejado de denunciar cualquier ‘seña de identidad’ que es discriminada. Como en la misma ‘El intercambio’, la de la mujer (véase esa secuencia en el sanatorio psiquiátrico en el que se hace recuento de las mujeres recluidas por convertirse en presencias molestas para los representantes de la ley, que además son masculinos).
Y puede contemplarse ‘Gran Torino’, como el complemento de otra perspectiva de ‘El intercambio’, del mismo modo que ‘Banderas de nuestros padres’ y ‘Cartas de iwo Jima’ componían una doble perspectiva, la de los dos bandos en un conflicto, y, sin duda, la dureza era más manifiesta con respecto a los ‘nuestros’, y alentaba la comprensión hacia el ‘ellos’, al esfuerzo de ponerse en su piel y mirada.
En ‘El intercambio’ se radiografía y desvela ese capcioso ‘nosotros’ asentado en los intereses de conveniencia y la corrupción, y en ‘Gran Torino’ se hace apología de la apertura flexible a unos ‘ellos’ que deben ser considerado como ‘nosotros’, reflejo en el espejo con sus específicas diferencias, y por los cuáles llegar hasta sacrificar la vida. Nadie es menos que nadie, tenga las señas de identidad que tenga. Posea la imagen, legitimada o no, que tenga. No es una cuestión de señas de identidad, sino de actitudes.
Aquí es oportuno traer a colación a la estupenda ‘Medianoche en el jardín del bien y del mal’ (1997). En un momento dado, Williams (Kevin Spacey) muestra una pintura a Kelso (John Cusack). La particularidad de la misma es que por debajo de esa primer capa hay otra pintura. Kelso se pregunta qué habrá debajo, mientras que Williams prefiere no saberlo, eso le da más placer. Y ambas actitudes les definen. Kelso, cual trasunto del propio Eastwood cineasta, se inclina por desentrañar lo que hay tras las apariencias, y Williams prefiere hacer uso de ellas, y enmascarse en las mismas. Porque además, como ejemplifica Williams, estas se asientan sobre las tramas y pulsiones de poder, o posición social. Y en esto, la imagen siempre tiene que ser la conveniente.
Paradojas, Williams es homosexual, es decir, posee una seña de identidad no bien vista, o no legitimada, en su contexto social, pero él hace uso de su posición de poder discriminando ( y hasta asesinando) a otro, por elemento perturbador, el cual además es de extracción social más baja (aunque él haya ‘ascendido’ los escalafones, hasta el hombre rico de posición privilegiada que es, desde abajo).
El discriminado también discrimina, o hace uso de su posición, en cuanto detenta algo de poder. Vivimos en un mundo de categorías, además compartimentadas, como se refleja con socarrona agudeza con el retrato de los diversos ambientes, o estratos sociales, con sus particulares reglas y rituales, que muestra el film.
Otra obra centrada en la imagen del poder, o en el uso que el poder hace de la imagen es ‘Poder absoluto’ (1997). Pero sus ramificaciones o reverberaciones se amplifican. De hecho, una pintura, el hecho de pintar, cobra relevancia en su primera secuencia. Luther (Clint Eastwood) está realizando un dibujo a partir de un cuadro en el museo. Una chica le dedica un cumplido. La cual está interpretada, y no casualmente, por la hija de Eastwood, Alison.
¿Por qué no casual? Recordemos que en la secuencia final, Luther dibuja a su hija, en la ficción, Kate (Laura Linney), postrada en una cama de hospital tras haber sido objeto de un intento de asesinato por las fuerzas de seguridad del presidente. Sin duda, por un lado, la obra es una sentida declaración de amor a su hija.
La reconciliación con su hija (ficticia), la restitución de su imagen ante ella, se entrelaza con el descubrimiento de la entraña corrupta del poder, encarnado en el presidente del pais, Richmond (Gene Hackman) quien utiliza la imagen para desvirtuar una realidad a su conveniencia.
Con respecto a lo primero, la secuencia crucial, y una de más brillantes y emotivas, es aquella en la que Kate descubre en el apartamento de su padre un aparador repleto de fotografías de ella. Además, en momentos en los que ella creía que no había estado presente. Descubre que sí le importaba a su padre, que éste la tenía presente aunque permaneciera ausente o invisible para ella. Descubre, 'visibiliza', a través de unas imágenes, la mirada de su padre.
Por su parte, Luther, a través de otra imagen, esta televisiva, toma consciencia de la ruin falsedad del presidente, cuando éste declara ante los medios su dolor ante la perdida de la esposa de su gran amigo, Sullivan (EG Marshall), al cual abraza en ese momento. Esposa que él había asesinado, y de lo que había sido casual testigo Luther, a través de un falso espejo, oculto en la cámara de seguridad, al ser sorprendido mientras realizaba un robo. Cual forzado espectador sentado en la butaca de un cine había descubierto a través de una pantalla ( que no le ve) la real catadura del representante del poder.
Hay otra situación en el film que redunda en una situación ya presente en films anteriores, y de cuya entraña deriva otra reflexión sobre la mirada, en este caso, la mirada ajena, distanciada, inclemente. La mirada del francotirador. Es aquella en la que dos francotiradores, uno del cuerpo de seguridad del presidente, y otro contratado por Sullivan (por cuanto cree que Luther es el real asesino) esperan que él aparezca para acabar con su vida.
En ‘Sin perdón’ (1992) nos encontramos con otra variante, aquella en la que deben eliminar a uno de los vaqueros que agredieron a la prostituta. En ella, al no lograr acabar con él con el primer disparo, se constata la dolorosa y terrible circunstancia del hecho de matar (aunque sea a alguien que no se conozca, alguien con el que no se tiene relación ‘cercana’).
Y, en tercer lugar, la secuencia final de ‘Un mundo perfecto’ (1993), en la que un francotirador acaba con la vida del protagonista, Butch (Kevin Costner). En primer lugar, hay que hacer constar que la acción transcurre en 1963, el mismo año en que fue abatido John Kennedy. Todo un detalle perverso e irreverente, dada la asociación con un delincuente, que si se ha visto abocado a los márgenes de la sociedad, a la delincuencia y prisión, es debido a la intervención de la ley, algo que atormenta al policía que le persigue, Garnett (Clint Eastwood) -Añádase, como corrosivo juego de espejos/representaciones o imágenes, que Costner acababa de interpretar, dos años antes, al juez Garrison en 'JFK', de Oliver Stone, en su investigación sobre el magnicidio de Kennedy.
En esta magnífica obra, el juego con la condición de la imagen se realiza dentro de la misma construcción narrativa. Como ejemplo, la secuencia introductoria, con Butcher tumbado en un prado. La impresión que suscita es la de alguien en una situación de feliz y reconciliado descanso. Pero es una imagen equívoca (no, no estamos en un mundo perfecto; a su lado, una elocuente máscara de niño, de Halloween, que pone en interrogación la correspondencia entre apariencia y realidad; y añádase la señalización de una inocencia corrompida, de su imagen ya quebrada en lo falaz), por cuanto, como descubriremos al final, está agonizando. Y es que su condena ya estaba en la ‘imagen’ que porta, la de un delincuente, un supuesto 'peligro público' que no merece comprensión, y, por ello, ser integrado, sino ser 'extirpado'.
Lo cual, unido a la correspondencia con el magnicidio del presidente, incide en la sensación de orfandad, en cuanto pérdida de rumbo y valores, y que no se puede achacar a algo proveniente de ‘fuera’ sino que la raíz está dentro.
De ahí la importancia de las transferencias que se realizan de relaciones paternofiliales sustitutivas. Como la que se crea entre Butch y el niño, Homer, en cuya relación encuentran la realización de las carencias que su vida tenía o había tenido. En el trayecto, de hecho, se encontrarán con diversas representaciones de relaciones familiares que se constituirán en espejo, pero más que de lo que a ellos les falta de lo que les ha marcado y decepcionado (una corroboración de una falta de guía), y revelación de las fisuras reales que ponen en evidencia que la imagen de la familia como modelo instituido emblemático del país (aún más acusado en aquellos años, pero no por ello menos actual pues es bandera de toda facción conservadora) es otra falsedad que no se corresponde con la realidad.
No, no sólo no es un mundo perfecto, sino un mundo terrible que crea a sus ‘desheredados’ y además los estigmatiza para luego eliminarlos. Ni siquiera existe la opción de la segunda oportunidad.
En ‘El intercambio’ esto se transparenta a través de un trabajo caligráfico tenebroso. Pareciera que estamos en un cuadro de Caravaggio o de El Bosco. Y, de nuevo, el sentimiento de orfandad resuena hiriente. El detalle de que Christine trabaje de supervisora en una centralita no es más que un corrosivo contrapunto con respecto a una realidad donde las voces de los que no detentan el poder no son escuchadas. Donde no hay real comunicación, sino un mero intercambio de intereses, definido por el abuso o aprovechamiento del otro. Una maraña, en suma.
Da igual si son los poderes institucionales o un trastornado que mata niños, están hechos de la misma materia, y su actitud o forma de considerar a los otros no deja de ser semejante. Eastwood equipara, no distingue. Porque refleja un conjunto.
Por eso, en un momento dado, cuando Christine ha sido recluida por querer denunciar una mentira, y enfrentarse al poder, el centro narrativo la abandona, y se centra en la investigación que descubre al asesino de los niños.
Eastwood nos refleja un 'cuadro' abstracto con figuras, donde los personajes son piezas y representaciones (no es el retrato psicologista lo que prima), porque le interesa la visión de conjunto (como en la citada 'Bandera de nuestros padres'). Y Christine es un personaje más de ese conjunto (que parece extraido de El infierno de Dante), aparte de perdida en él.
Eastwood, de nuevo, rehúye los mecanismos convencionales de identificación, aquellos que hubieran buscado la transferencia en el vía crucis de Christine, para, en un requiebro de genial agudeza, cambiar la perspectiva de la narración (y darnos una secuencia tan sobrecogedora y excepcional como la del relato, sobre los crímenes, del niño al policía).
Y, aún más, para, en su último tramo, establecer una esquinada correspondencia, de imposible encuentro, entre dos personajes ‘proscritos’, el de Christine y el asesino, y en donde la ejecución de éste se convierte en una sórdida y turbia culminación de un malestar que no desaparece aunque en sus últimas imágenes Christine siga voluntariosa en su ánimo de encontrar a su hijo.
Porque el asesino, al fin y al cabo, es ‘hijo’ y reflejo de este tenebroso y corrupto sistema que no tiene escrúpulos en sustituir al hijo de Christine por otro, para dar la imagen conveniente de que todo está en su sitio, de que todo es ‘perfecto’, y ellos pueden manipular la realidad, o su representación, ya que poseen el ‘poder absoluto’(o eso pretenden, porque hay ocasiones en el que el poder instituido puede quedar en evidencia).
Por ello, qué contraste el que supone el conmovedor y hermoso gesto final de sacrificio del protagonista, Kowalski (Clint Eastwood) en ‘Gran Torino’ (y qué bellamente 'ritualiza' ese momento, con una honda emoción que sacude y desgarra). Una apuesta por la conciliación, donde la violencia nunca tendrá cabida como solución. Y el niño, como Christine, en el plano final, se pierde en la distancia, hacia el horizonte.
Sí, queda el impulso del gesto, de la voluntad que posibilite una transformación, aquella que modifique un estado de cosas, que apuesta por la verdad, por la liberación de las imágenes constreñidas, ya sea en una rígida y discriminatoria categorización y distribución de señas de identidad, o por el uso que los poderes hagan de ellas para tramar, con unos mecanismos de ficción, una realidad a su conveniencia. Porque, además, por qué no, siempre puede haber alguien como Robert (Clint Eastwood), el fotógrafo de la sublime ‘Los puentes de Madison’ (1995), para ‘enfocar’ la realidad tal cual es. Y esa será una esplendorosa imagen verdadera hecha desde la mirada que sabe ver al otro.
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