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miércoles, 20 de abril de 2022

Un pequeño plan...cómo salvar al planeta

 

Hace ya 17 años, en El día de mañana (2004), de Roland Emmerich, se daba la irónica circunstancia de que, debido a la catástrofe climática que sumía a los países del norte, los más ricos, en una súbita edad del hielo, debían recurrir a la ayuda y asilo de los países del sur, los más subdesarrollados. Más allá de las improbabilidades de que esa catástrofe pudiera darse de ese modo, y a corto plazo, la película se planteaba como una cáustica hipérbole que ponía en cuestión la política medioambiental de la administración de Bush en Estados Unidos (el gobierno en la película, cuyo presidente está inspirado en Dick Cheney, irónicamente, debe solicitar ayuda a Méjico para que acoja a los estadounidenses). Política medioambiental que se ha retomado con la administración de Trump. Diecisiete años después tampoco ha variado demasiado la actitud de gobernantes o del ciudadano medio, o la sensibilización (consecuente) tampoco ha calado de modo suficiente. La película de Emmerich fue un éxito en taquilla, pero tampoco como otras producciones de esa índole generó el necesario efecto. Otra producción, en menor escala (tanto de presupuesto como de alcance de difusión) incide en parecidos planteamientos críticos, o figurados sopapos para que el espectador o ciudadano medio despierte y reaccione, en vez de apoltronarse en la indeterminación y en la comodidad de una rutina de vida con los necesarios suministros y los placenteros lujos, como la pareja que encarnan, en Un pequeño plan...cómo salvar al planeta (La crosaide, 2021), de Louis Garrel, Marianne (Laetitia Casta) y, sobre todo, Abel (Louis Garrel).

Ambos echan el grito al cielo cuando se percatan de que su hijo Joseph (Joseph Engel), de trece años, ha vendido un considerable número de sus pertenencias, de ropa a joyas, pasando por ornamentos u objetos preciados de colección, como relojes o vinos. Pero como señala Joseph, no se habían dado cuenta en cuatro meses de su ausencia. Nos rodeamos de objetos, acumulamos pertenencias, algunas por la distinción de que son valiosas, aunque muchas de ellas no usemos, pero la posesión se ha convertido en uno de nuestras dinamos, ya sea porque es un nuevo modelo, porque está de moda, porque concentra mayores capacidades o porque es caro. No importa su utilidad, o su necesidad, ni por supuesto se considera que otros sufran para adquirir lo más básico. Como cuando compramos nuevos modelos de móviles, aunque siga siendo funcional el anterior, no pensamos en las consecuencias que tiene en entorno o en otras vidas, las que los extraen, el material del que está hecho lo que para nosotros es una comodidad utilitaria. Solo pensamos en lo que es útil para nosotros, no en los costes que supone esos caprichos convertidos en necesidades.

La indignación de ambos padres se tornará en asombro y admiración cuando comprendan que el motivo de la venta de esos objetos, como el de tantos otros niños que se han aliado en diversos países, es para conseguir financiación para que, desde diversos puntos geográficos, sea bombeada el agua necesaria para lograr generar un mar en el interior de África, en zonas donde siglos atrás no era territorios áridos sino frondosos. Esa es su cruzada (como indica el título original). En el norte, en los países ricos, no pensamos demasiado en lo que se extrae o desgasta en otras zonas. Es zona de suministro, un fuera de campo que no existe, el reflejo incómodo de las privaciones. Mientras, como ejemplifica, Abel, aquellos que, en su juventud, no carecían de inquietudes cuestionadoras se han ido apoltronando en la conformidad, como mentes amortiguadas que simplemente ocupan su cómoda parcela. Marianne cuestiona qué fue de aquel Abel, y su relación se ve sometida a su particular amenaza de catástrofe, como si la determinación de su hijo también suscitará un temblor sísmico en la relación de sus padres, como una sacudida que les hiciera tomar consciencia de una vida abotargada en la autoindulgente inercia (toma consciencia de la importancia del reciclaje, y de la separación, a la par que recicla su mente). La imagen de un aturdido Abel en las vacías calles de París, que vaga por ellas tras una discusión con Madeleine, y que coincide con un pasajero estado de alarma por una nube contaminante, condensa ese estado de indeterminación, de vida sin dirección sumida en la deriva de una inercia como si viviéramos suministrados con un soma que nos inyectara la exclusiva preocupación en nuestro propio ombligo o parcela de vida (nuestra capsula rodeada de lujos o caprichos). Nos hemos atrofiado con los espejismos de esta sociedad del bienestar y hemos dejado de pensar en la necesidad de creer (o ni siquiera lo pensamos) que es posible convertir en un mar de vida el desierto (real) que genera alrededor (en el entorno medio ambiental) esta sociedad del consumo. Para eso deberíamos apartar la mirada encorvada sobre las pantallas.

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