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lunes, 18 de abril de 2022

Rendición. En busca del sentido de la existencia en un planeta dañado (Errata naturae), de Joanna Pocock

 

Un término más adecuado para <<crisis de la mediana de edad>> es la palabra <<apatía>>, menos rimbombante pero tal vez más precisa. A determinada edad, simplemente nos aburrimos de nuestro ritmo de vida, sea el que sea (…) Nos hartamos de nuestro espacio vital y de que la luz ilumine la misma pared todas las tardes (…) Comenzamos a percatarnos de que tenemos más pasado que futuro: Lo conocido eclipsa lo desconocido. Nos aterrorizamos y planeamos la huida. En la excelente Sundown (2021), de Michel Franco, que se estrena el próximo mes, el protagonista, encarnado por Tim Roth, simplemente se deja ir, como un madero a la deriva. Rompe con su vida, renuncia a todos los privilegios y todas las cuantiosas posesiones. La escritora canadiense Joanna Pocock (1965) tomó otra decisión con respecto a la necesidad de un reinicio para su vida. Se trasladó con su esposo y su hija de ocho años de Inglaterra a Estados Unidos, y durante dos años vivió en Montana. Pero no optó por dejarse llevar a la deriva. No se preocupó solo de sí misma, o de su parcela de vida, de qué haría con ella, como si la realidad fuera primordialmente lo que le afecta a ella. Su reinicio implicaba un reenfoque sobre su relación con la realidad como conjunto, y sobre las consecuencias de sus y nuestros actos. Por eso, se dedicó a encuestar a la realidad, a la perspectiva y actitud de los demás con respecto a nuestra relación con nuestro planeta. Quería averiguar cómo compaginar una vida productiva con ese dolor intenso por la muerte del planeta y por la rápida extinción de las especies. Se preguntó qué podemos hacer como colectivo, en vez de simplemente justificarse, como hacen muchos, en que ya se tiene suficiente con preocuparse con la propia supervivencia y que, al fin y al cabo, qué puede influir lo que haga cada uno en todo (como si nuestras acciones y omisiones no se sumaran). No queremos mirar más allá de nuestas confortables pantallas. Joanna es una de las excepciones. Mientras tecleaba en mi Macbook Pro, era muy consciente del arsénico y del cobre de su interior, probablemente extraídos en Chile. Sabía que la obtención de esos elementos mataba pueblos enteros y contaminaba ríos. En la República del Congo, niños de siete años extraen el cobalto de la tierra con sus manos desnudas. La duración de sus vidas se reduce para que aumente la de mi batería. Y de esa mirada que se alza y mira de frente nació la magnífica Rendición. En busca del sentido de la existencia en un planeta dañado (Errata naturae).


Joanna, de entrada, tomó clara consciencia de nuestra condición vulnerable y finita. Nos afirmamos como depredadores, los más poderosos sobre la Tierra, y negamos nuestra condición vulnerable (de presas). Claro que soy una presa. Todos lo somos. Y así ha de ser, aunque hagamos todo lo posible para estar por encima de los depredadores que nos rodean, para dominar la tierra y a sus habitantes no humanos. Necesitamos asumir la responsabilidad, la vulnerabilidad y la inevitable muerte implícita en el hecho de ser presas. También observa cómo la relación con nuestro cuerpo se sustenta en una inconsecuente dieta, y no sólo por la despreocupación con respecto al maltrato del medio ambiente o de las otras especies. La gente de mi generación era la primera obesa y malnutrida a un mismo tiempo. Envenenamos los ríos e intentamos limpiarlos vertiendo más veneno en ellos. Y cómo más bien somos fotocopias con forma humana cuya singularidad es el espacio en blanco de un diario no existente. Su padre acumulaba fotocopias, incluso de las mismas fotografías que había realizado, y nunca escribió nada en su diario ¿Existe un nombre para quien guarda fotocopias de fotos de fotocopias de sus propias fotos? ¿Fotofílico? (...) Una amiga me dijo que era huérfana. Eso me gustó (…) Escribía mucho. E intentaba no pensar en aquellos veintitrés cuadernos vacíos. O quizá al escribir era precisamente eso lo que intentaba compensar. En su recorrido por Estados Unidos observa diversas actitudes y relaciones con respecto al medio ambiente o la naturaleza. Conoce diversos grupos, como la gente que soñaba con tener la libertad de aquellos hombres de montaña del siglo XIX para poder matar cualquier cosa con total impunidad. Respondían más a la mentalidad de rapiña del trampero que al cazador que comía lo que cazaba. O su variante industrial y corporativa, aquellos que consideran que la tierra existe para que la usemos y explotemos, sobre todo en el Oeste, donde el petróleo, el gas y los metales preciosos no son más que unas cuantas perforaciones capaces de enriquecer mucho a algunas persona. Es la actitud que ha posibilitado la degradación de nuestro medio ambiente, con el apoyo pertinente de las leyes, como los veintiseis reglamentos de la era Obama impugnados judicialmente por una administración interesada en ver más tierras federales disponibles para la fracturación hidraulica, la perforación y la explotación de minas, o la anulación de la que hace responsables a las compañías mineras de la posterior limpieza. Es la actitud que ha conseguido que los residuos mineros abunden en aguas cristalinas. Cada año se vierten en los ríos de Estados Unidos alrededor de un millón de kilos de sustancias tóxicas. Por mucho que las medidas de protección ambiental posibiliten limpiezas, como los diecisiete proyectos de limpieza de alto riesgo en otros tantos ríos de Montana, las empresas prosiguen, imperturbables, con su propósito, por eso solo hay un cuarenta por ciento de ríos limpios en Montana, o solo veinte en el Golfo de México. No importa el tratamiento a las tierras, o si pertenecen a tribus de nativos americanos. La mayoría de las veces son las empresas energéticas y mineras y los intereses corporativos los que prevalecen. Es su dictadura la que vivimos y hemos aceptado, con resignación o conveniencia.

En el otro lado de un espejo, que más bien parece agujero negro, por la falta de diálogo y conciliación, los rewilders, aquellos que aman más al planeta que a sus congéneres, porque piensan que estos son solo una criatura dañina, o los que miran con nostalgia a un lejano pasado ancestral en el que, según ellos, los humanos vivían en armonía con su entorno, o los ecosexuales, que consideran que es fundamental un cambio social. A través de ellos, Joanna intenta perfilar cuál puede ser la actitud o perspectiva más consecuente y constructiva, la menos ensimismada o fatalista. Joana contrasta todas esas diversas actitudes, esas reacciones o respuestas, ajenas o esforzadas, que intentan cambiar o simplemente imponerse, y que reflejan las disonancias que generan el cortocircuito que ha determinado que las medidas de modificación, a pequeña o gran escala, sean insuficientes, y aún más porque somos muchos, y nos preocupamos por nuestra pequeña parcela o por cínicamente satisfacer nuestra pulsión depredadora para disfrutar de nuestros caprichos. Joana nos lanza sus interrogantes con estos múltiples espejos (piezas de un puzzle o simplemente añicos) que componen su lúcida y ecuánime obra. Rendición es la obra de quien no solo se preocupa de sí misma sino de su relación con un conjunto. En una realidad apuntalada sobre las nociones de metas, de direcciones de líneas verticales y maximalismos duales, como si todo estuviera encajonado en unos restrictivos contornos que son cuadrículas, Joana toma consciencia de que es en la fluencia del movimiento, en una noción de ser o identidad mudable, donde reside la posibilidad de la modificación. Las certezas que nos empantanan comodamente son ilusiones dañinas. Vivimos una vida de fotocopias, y diarios con páginas en blanco, porque las pantallas nos conducen y configuran en un sistema letárgico de cómodos suministros. Todos vivimos vidas intermedias. Negar eso es parte de la locura. La única certeza es la transitoriedad de la vida, los momentos en los que podemos habitar la fluidez, aceptar el umbral. Lo atravesamos, sin más. ¿Por qué deberíamos esperar algo distinto a estar entre dos lugares, entre dos lugares, entre dos estados de ánimo? Si fluimos, y no sentimos que estamos en un sitio (una posición en un esquema o una estructura de trámites, rituales, rutinas y programas), como si fuera nuestro bastión, y por lo tanto que el exterior, y los otros, es un mero fuera de campo que no nos afecta, seremos sensibles a una realidad a la que afecta la suma de nuestros actos y nuestras omisiones. Quizá entonces no enfoquemos la relación con la realidad según lo que nos afecta sino cómo afecta lo que hacemos o dejamos de hacer.


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