Un término más adecuado para
<<crisis de la mediana de edad>> es la palabra
<<apatía>>, menos rimbombante pero tal vez más precisa.
A determinada edad, simplemente nos aburrimos de nuestro ritmo de
vida, sea el que sea (…) Nos hartamos de nuestro espacio vital y de
que la luz ilumine la misma pared todas las tardes (…) Comenzamos a
percatarnos de que tenemos más pasado que futuro: Lo conocido
eclipsa lo desconocido. Nos aterrorizamos y planeamos la huida.
En la excelente Sundown (2021), de Michel Franco, que se
estrena el próximo mes, el protagonista, encarnado por Tim Roth,
simplemente se deja ir, como un madero a la deriva. Rompe con su
vida, renuncia a todos los privilegios y todas las cuantiosas
posesiones. La escritora canadiense Joanna Pocock (1965) tomó otra
decisión con respecto a la necesidad de un reinicio para su vida. Se
trasladó con su esposo y su hija de ocho años de Inglaterra a
Estados Unidos, y durante dos años vivió en Montana. Pero no optó
por dejarse llevar a la deriva. No se preocupó solo de sí misma, o
de su parcela de vida, de qué haría con ella, como si la realidad
fuera primordialmente lo que le afecta a ella. Su reinicio implicaba
un reenfoque sobre su relación con la realidad como conjunto, y
sobre las consecuencias de sus y nuestros actos. Por eso, se dedicó
a encuestar a la realidad, a la perspectiva y actitud de los demás
con respecto a nuestra relación con nuestro planeta. Quería
averiguar cómo compaginar una vida productiva con ese dolor intenso
por la muerte del planeta y por la rápida extinción de las
especies. Se preguntó qué podemos hacer como colectivo, en vez
de simplemente justificarse, como hacen muchos, en que ya se tiene
suficiente con preocuparse con la propia supervivencia y que, al fin
y al cabo, qué puede influir lo que haga cada uno en todo (como si
nuestras acciones y omisiones no se sumaran). No queremos mirar más
allá de nuestas confortables pantallas. Joanna es una de las
excepciones. Mientras tecleaba en mi Macbook Pro, era muy
consciente del arsénico y del cobre de su interior, probablemente
extraídos en Chile. Sabía que la obtención de esos elementos
mataba pueblos enteros y contaminaba ríos. En la República del
Congo, niños de siete años extraen el cobalto de la tierra con sus
manos desnudas. La duración de sus vidas se reduce para que aumente
la de mi batería. Y de esa mirada que se alza y mira de frente
nació la magnífica Rendición. En busca del sentido de la
existencia en un planeta dañado (Errata naturae).
Joanna, de entrada, tomó clara
consciencia de nuestra condición vulnerable y finita. Nos afirmamos
como depredadores, los más poderosos sobre la Tierra, y negamos
nuestra condición vulnerable (de presas). Claro que soy una
presa. Todos lo somos. Y así ha de ser, aunque hagamos todo lo
posible para estar por encima de los depredadores que nos rodean,
para dominar la tierra y a sus habitantes no humanos. Necesitamos
asumir la responsabilidad, la vulnerabilidad y la inevitable muerte
implícita en el hecho de ser presas. También observa cómo la
relación con nuestro cuerpo se sustenta en una inconsecuente dieta,
y no sólo por la despreocupación con respecto al maltrato del medio
ambiente o de las otras especies. La gente de mi generación era
la primera obesa y malnutrida a un mismo tiempo. Envenenamos los ríos
e intentamos limpiarlos vertiendo más veneno en ellos. Y cómo
más bien somos fotocopias con forma humana cuya singularidad es el
espacio en blanco de un diario no existente. Su padre acumulaba
fotocopias, incluso de las mismas fotografías que había realizado,
y nunca escribió nada en su diario ¿Existe un nombre para quien
guarda fotocopias de fotos de fotocopias de sus propias fotos?
¿Fotofílico? (...) Una amiga me dijo que era huérfana. Eso me gustó
(…) Escribía mucho. E intentaba no pensar en aquellos veintitrés
cuadernos vacíos. O quizá al escribir era precisamente eso lo que
intentaba compensar. En su recorrido por Estados Unidos observa
diversas actitudes y relaciones con respecto al medio ambiente o la
naturaleza. Conoce diversos grupos, como la gente que soñaba con
tener la libertad de aquellos hombres de montaña del siglo XIX para
poder matar cualquier cosa con total impunidad. Respondían más
a la mentalidad de rapiña del trampero que al cazador que comía lo
que cazaba. O su variante industrial y corporativa, aquellos que
consideran que la tierra existe para que la usemos y explotemos,
sobre todo en el Oeste, donde el petróleo, el gas y los metales
preciosos no son más que unas cuantas perforaciones capaces de
enriquecer mucho a algunas persona. Es la actitud que ha
posibilitado la degradación de nuestro medio ambiente, con el apoyo
pertinente de las leyes, como los veintiseis reglamentos de la era
Obama impugnados judicialmente por una administración interesada en
ver más tierras federales disponibles para la fracturación
hidraulica, la perforación y la explotación de minas, o
la anulación de la que hace responsables a las compañías
mineras de la posterior limpieza. Es la actitud que ha conseguido
que los residuos mineros abunden en aguas cristalinas. Cada año
se vierten en los ríos de Estados Unidos alrededor de un millón de
kilos de sustancias tóxicas. Por mucho que las medidas de
protección ambiental posibiliten limpiezas, como los diecisiete
proyectos de limpieza de alto riesgo en otros tantos ríos de
Montana, las empresas prosiguen, imperturbables, con su propósito,
por eso solo hay un cuarenta por ciento de ríos limpios en Montana,
o solo veinte en el Golfo de México. No importa el tratamiento a
las tierras, o si pertenecen a tribus de nativos americanos. La
mayoría de las veces son las empresas energéticas y mineras y los
intereses corporativos los que prevalecen. Es su dictadura la que
vivimos y hemos aceptado, con resignación o conveniencia.
En el otro lado de un espejo, que más
bien parece agujero negro, por la falta de diálogo y conciliación,
los rewilders, aquellos que aman más al planeta que a sus
congéneres, porque piensan que estos son solo una criatura dañina,
o los que miran con nostalgia a un lejano pasado ancestral en el que,
según ellos, los humanos vivían en armonía con su entorno, o los
ecosexuales, que consideran que es fundamental un cambio social. A
través de ellos, Joanna intenta perfilar cuál puede ser la actitud
o perspectiva más consecuente y constructiva, la menos ensimismada o
fatalista. Joana contrasta todas esas diversas actitudes, esas
reacciones o respuestas, ajenas o esforzadas, que intentan cambiar o
simplemente imponerse, y que reflejan las disonancias que generan el
cortocircuito que ha determinado que las medidas de modificación, a
pequeña o gran escala, sean insuficientes, y aún más porque somos
muchos, y nos preocupamos por nuestra pequeña parcela o por
cínicamente satisfacer nuestra pulsión depredadora para disfrutar
de nuestros caprichos. Joana nos lanza sus interrogantes con estos
múltiples espejos (piezas de un puzzle o simplemente añicos) que
componen su lúcida y ecuánime obra. Rendición es la obra de
quien no solo se preocupa de sí misma sino de su relación con un
conjunto. En una realidad apuntalada sobre las nociones de metas, de
direcciones de líneas verticales y maximalismos duales, como si todo
estuviera encajonado en unos restrictivos contornos que son
cuadrículas, Joana toma consciencia de que es en la fluencia del
movimiento, en una noción de ser o identidad mudable, donde reside
la posibilidad de la modificación. Las certezas que nos empantanan
comodamente son ilusiones dañinas. Vivimos una vida de fotocopias, y
diarios con páginas en blanco, porque las pantallas nos conducen y
configuran en un sistema letárgico de cómodos suministros. Todos
vivimos vidas intermedias. Negar eso es parte de la locura. La única
certeza es la transitoriedad de la vida, los momentos en los que
podemos habitar la fluidez, aceptar el umbral. Lo atravesamos, sin
más. ¿Por qué deberíamos esperar algo distinto a estar entre dos
lugares, entre dos lugares, entre dos estados de ánimo?
Si fluimos, y no sentimos que estamos en un sitio (una posición en
un esquema o una estructura de trámites, rituales, rutinas y
programas), como si fuera nuestro bastión, y por lo tanto que el
exterior, y los otros, es un mero fuera de campo que no nos afecta,
seremos sensibles a una realidad a la que afecta la suma de nuestros
actos y nuestras omisiones. Quizá entonces no enfoquemos la relación
con la realidad según lo que nos afecta sino cómo afecta lo que
hacemos o dejamos de hacer.
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