La vida al final se reduce a un montón de detalles inconexos y casuales. Podía haber sido de ese modo o de otro, da totalmente lo mismo. Si es así, ¿Dónde está entonces mi vida?, ¿dónde el punto al que me puedo agarrar antes de que yo misma me deslice al lugar sin retorno? (…) En la secreta topografía de nuestras vidas se descubre que esas, esas cosas casuales, están con nosotros por razones que solo más tarde puede confirmar, aunque no necesariamente, una lógica profunda. El museo de la rendición incondicional (Impedimenta) es una obra sobre el exilio. La misma autora, Dubravka Ugresic (1949) era una exiliada. Nacida en un territorio de nombre Yugoslavia que luego, al fragmentarse, se denominó Croacia. Ugresic no apoyaba su independencia, como también se calificaba como antinacionalista y antibelicista. En 1993 optó por el exilio. Y solo podía se representado en forma de añicos, o pedazos aparentemente inconexos. De eso ya avisa en su introducción cuando equipara la constitución, o estructuración, de la novela con los múltiples y dispares objetos que se encontraron en en el vientre de una morsa. No puede resistirse al pensamiento poético de que, con el tiempo, esos objetos han establecido entre sí unas relaciones más delicadas. Atrapado en este pensamiento, el visitante intentará establecer unas coordenadas de significado, reconstruir las coordenadas históricas. La novela se plantea de ese modo, con saltos temporales como espaciales, relacionados con sus propias vivencias o con las de su madre.
Adquiere además el modo de exploración de un álbum de fotografías, que implica a su vez una reflexión sobre la propia memoria. Por añadidura, es un acto además de apertura, que implica una exploración sobre sí misma, como quien se siente enquistada y abre y alza la mirada para encontrar un reflejo que siente apresado entre demasiadas superficies bruñidas. Aprender más, significa abrirse. Y yo, durante algún tiempo, todavía quiero seguir encerrada en mí misma. Explorar es descifrar, y descifrar implica destripar todo aquel equipaje que acompaña a uno, como fetiche o extensión. Me doy cuenta de que siempre llevo conmigo la fotografía como un pequeño fetiche del que desconozco su verdadero significado (…) Me sumerjo en sus caras como si fuera a descifrar un secreto, descubrir alguna grieta, un pasadizo escondido. Es una búsqueda de lo que se siente como extraviado, como flecos sueltos, temblores que se quisiera dotar de perfil o nombre, sombras sobre las que proyectar una luz para no sentirlas como oquedades que se sienten como peso que desequilibra. Todos andamos buscando algo, como si hubiéramos perdido algo... Indagar en los huecos y en las sombras también supone preguntarse por la condición de retoque de la memoria. ¿En qué medida lo que fue es como se recuerda?¿En qué medida se prefiere recordar según la conveniencia o la preferencia?
Entre los añicos, hay quien está obsesionada con los mapas geográficos, las medidas, las brújulas, los puntos cardinales del mundo y, sobre todo, los mares. La escritura de la novela es el trazado de un mapa en un territorio desconocido constituido por añicos familiares entre los que buscar los nexos. Es una singladura en la niebla, o en una diversidad (de lugares) que acrecientan la sensación de desvinculación, como si se fuera una figura flotante a la deriva. A veces, por momentos, puede parecer como si todo el espacio circundante de repente estuviera poblado por la misma ausencia. El exilio, por eso, parece necesitar de un adaptador para que la desaparición no se culmine, como si ya se fuera una figura que gradualmente se desvanece, y el desafío sea evitar que se funda con el mismo desplazamiento. Las ironías, que a veces sangran, pueden determinar que la historia de un episodio amoroso disponga de su conclusión con el clic de un fotomatón. Un amor que se sentía como promesa de plenitud queda embalsamado en una polaroid tomada en el fotomatón de un aeropuerto. Queda la sensación entre tantos añicos entre los que se busca los nexos que quienes viven el exilio son figuras andantes de un museo, rendidos al despropósito que tantos humanos convierten en campo de batalla por tender a constreñir la realidad en restringidos contornos. Reducen la vida, y es una reducción que es cautiverio. La perspectiva exiliada, por tanto, se convierte en la respiración, desconcertada, que evidencia la apretada cerrazón de tantas mentes que ahogan la realidad con la imposición de limites. La perspectiva exiliada forcejea con hilos rotos, para liberarse de las durezas que ofuscan, y encontrar, entre tantas imagenes borrosas, que reflejan la pérdida de norte, la música que fue destripada y convertida en acordes desafinados. Una ilusión de hogar o sentido en la intemperie, como si fuera posible despertar y encontrarse con una realidad que no parezca quemada por ruinas. A un exiliado le parece que el estado de exilio tiene la estructura de un sueño. De repente, como en un sueño, aparece unas caras de las que se había olvidado, que quizá nunca había visto, unos lugares que seguramente ve por primera vez, pero que parece que le suenan de algo (…) coordenadas confusas que el destino había trazado para él desde hace mucho. Atrapado en este dulce y apasionante pensamiento, el exiliado empieza a descifrar las señales confusas, las crucecitas y los nuditos, y de repente parece que en todo esto lee una secreta armonía: la lógica redonda de los símbolos.
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