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lunes, 4 de abril de 2022

La máquina del amor sagrado y profano (Impedimenta), de Iris Murdoch

 

En los primeros pasajes de La máquina del amor sagrado y profano (Impedimenta), de la escritora británica Iris Murdoch (1919-1999), los personajes principales se contemplan a sí mismos, incluso de modo literal ante un espejo (e incluso, en algún caso, unos a otros, como una coreografía, o movimiento de cámara, que asocia desconciertos, ofuscaciones e interrogantes). El trayecto narrativo implicará la confrontación con sus contradicciones, con las imágenes convenientes, o meramente confortadoras, que se han podido hacer de sí mismos o de los otros, porque, al fin y al cabo, son pantallas en las que proyectar la noción de realidad preferente (en la que el anhelo o la necesidad modelan el escenario de realidad). Algunos hombres, tal vez la mayoría, son a lo largo de toda su vida las víctimas (o beneficiarios) de autoideales o autoimágenes desarrolladas durante la adolescencia (…) Qué bien conocía ese falso rostro, parecía incluso querer ocultarse de su dueño. Monty es un escritor que perdió recientemente a su esposa, y que vive el desconcierto de la relación de sus amigos, el matrimono que conforman Blaise y Harry, confidente de uno y otra en distinas fases del relato, o del percance sentimental que sufren. Incluso, en cierto momento se preguntará de qué modo vive esa relación, o qué supone para él (o de qué modo, como pantalla de película ajena, le resulta útil o conveniente). ¿Había confiado, cual vampiro, en deleitarse con el problema de sus vecinos, y que al observar su catástrofe le ayudase? (…) Qué dispuesto y de qué manera tan natural se crea uno un hogar dentro de las desgracias de los demás. Una pregunta qué lleva a que intente esclarecer qué quiere él. ¿Está anclado, de alguna manera difusa, en un pasado, cuyo relato, sobre la relación sobre su mujer fallecida, también ha distorsionado según conveniencia?¿Qué buscaba él: la verdad, la salvación, o la bondad? A veces le parecía que estos caminos divergían y solo se unían de forma concebible en algún punto final al que él nunca llegaría. Como él mismo afirma, tras que lo apunte Harriet, Todos vivimos en un mundo de ensueños.

Blaise parece que va detrás de sus emociones, como quien rebota de una emoción a otra. Mantiene desde hace una década dos relaciones, la marital con Harriet, esa que la convención califica como sagrada, y otra, la que se califica como profana, con Emily, a la que conoció cuando era una estudiante que realizaba un estudio sobre Merleau-Ponty, y con la que ha tenido también un hijo. Parece haber edificado una burbuja conveniente, o cavidad mullida, en la que oscila de una a otra como si la realidad fuera una película que se acomoda, circunstancialmente, a su capricho. Pero ¿qué siente realmente? Su percepción parece que varía y se modifica como si se fuera reenfocando de distinta manera según se modifica la circunstancia. Merleau Ponty, que escribió sobre la fenomenología de la percepción, cuestionó el establecimiento de la dualidad de cuerpo y alma, y planteó que la percepción dispone de una dimensión activa y constitutiva, de acuerdo a la variable interrelación de sujeto y circunstancia a través de las singulares y puntuales interacciones del cuerpo y lo externo real. La (potencial) modificación de la percepción define nuestra relación con la realidad (por lo tanto, con su concepción). Blaise no se sentía un embustero. Era un hombre de dos verdades, puesto que estas dos vidas eran valiosas y auténticas. Pero en cierto momento, cuando se revela esa circunstancia que Blaise mantenía compartimentada, siente que la realidad parece perder estabilidad, como si no hubiera un nitido centro gravitacional: Antes, Emily había parecido real y Harriet un sueño. Ahora Harriet parecía real y Emily un sueño. Comienza a preguntarse, como quien ahonda en sus cimientos, que se revelan ilusorios, si realmente estaba enamorado de Harriet cuando se casó, o si era una decisión que en aquel momento le resultaba conveniente para resolver su propia circunstancia. O si era la relación con Emily, sueño solidificante, la fragorosa combinación de lo fantástico y lo real, la infracción, por inconsecuente con respecto a lo que siente por Harriet. Por tanto, ¿ahora qué siente? ¿Con quién de las dos conecta realmente o cuál es lazo constitutivo más firme y manifiesto, no meramente proyectado, según circunstancia y variable influjo de las voluntades ajenas? Más allá de lo que ambas decididan o quieran, ¿qué es lo que él quiere, cuál es su escenario preferente, con ambas, o con una de ellas? Irónicamente, Blaise es psicoterapeuta, pero parece más extraviado que aquellos a los que intenta proveer de estabilidad o certeza emocional.

Harriet se siente descolocada, cuerpo hueco, como si permaneciera anclada en una vitrina de realidad en la que aparentemente todo parece ordenado y distribuido de acuerdo a una previsión planificada. Pero ¿Ese esquema responde a sus reales aspiraciones y deseos? En momentos como estos se sentía vacía, torpe, desarticulada, como un enorme animal marino, lacio y en suspenso, cubriendo una vasta zona, como un continente inmenso y deshabitado; y esto era para ella una manera de ser feliz. Cada persona tiene, sin duda, una forma o estructura o esquema (solo que Harriet no habría empleado esta palabra) hacia la cual su conciencia se estira perezosamente cuando nada la reprime, y que representa su felicidad, por poco brillante y gloriosa que sea. Harriet comenzará a preguntarse si esa realidad era una pantalla ilusoria en la que permanecía prisionera, porque realmente su vida la vivía a través de los otros y en otros. Su vida era ajena porque no vivía la propia sino la que había sido diseñada o proyectada por otros alrededor, aquellos que conformaban el escenario de su vida. La revelación de una fisura, la revelación de que, más allá del decorado, existía otra realidad que vivía, como protagonista, su marido, Blaise, desmorona esa percepción constitutiva de su realidad. Su primera reacción es la reconfiguración de esa realidad acomodada a su diseño preferente. Reajusta los elementos incorporados a la ecuación de su vida, otra mujer, y sobre todo, otro hijo, de acuerdo a cómo puede resultar más confortable, menos lesiva, la reconfiguración. La fisura puede acomodarse como una oración subordinada. Solo la elección de su marido de otro escenario en el que ella fuera figura subordinada o periférica dinamitaría esa burbuja constitutiva de mullida realidad escénica. Pero aún así, aún el cuerpo, para proteger la catástrofe emocional, podría generar otra ilusión, el amor hacia otro, en este caso Monty, que se torna convicción que no es sino máscara y coraza con la que protegerse de la demolición de ese escenario de realidad, esquema o estructura de vida, en el que se había enraizado, o enquistado, como una bomba de explosión retardada.

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