Le obsesiona el espacio. No da valor alguno al tiempo. Sobre todo en el último año. En que los días pasan rapidísimo y a la vez se suceden lentos. Se arrastran indolentes y parsimoniosos, sin embargo breves. Ya es de día y de pronto será de noche. Entremedias, un hueco que hay que llenar. Así día tras día. El tiempo no le concierne ...) Siempre le ha obsesionado el espacio. Cómo posicionamos nuestros cuerpos, situamos las cosas. La distancia que tomamos con otros cuerpos. Mucha. Poca. Tan poca que resultamos avasalladores. Sabe bien lo que es tener un cuerpo sin espacio. Un cuerpo que no dispone de ningún espacio. Lo que no puede imaginar es un espacio sin cuerpos. Cuerpo. Espacio. Uno de los aspectos que puso en evidencia (o en cuestión) la arrasadora irrupción (cual alud) del coronavirus en nuestra vida (programática y virtualizada) fue el desajuste en la relación con el cuerpo, y entre cuerpos. Ironía sangrante, el contacto se convertía en amenaza. Y por tanto, la circunstancia se vivía como un asedio, como si el desplazamiento por el espacio, entre otros cuerpos, fuera un peligro inminente. La interrelación se reducía a un gesto con un codo o un puño, precisamente el gesto que representa una agresión. Nuestro desprecio, como colectivo social, al organismo del entorno ambiental, o a los otros organismos, revertía contra nosotros reduciéndonos a un puño atemorizado, confinados en el espacio como reflejo metafórico de nuestro confinamiento ombliguista. la convivencia dilatada con uno mismo y con los seres más próximos dejó en evidencia sus desajustes e inconsistencias. Sobre todo, los primeros meses, por el confinamiento más drástico, se convirtió en cámara de tortura, en vulnerabilidad desconcertada y desorientada. Un año sin acariciar una mano. Un año que se despierta todas las mañanas llorando. La ventana (Acantilado), de Isabel Alba (1959), refleja con crudeza, a través de una narración coreografiada con unas frases cortas, o palabras telegráficas como hilos rotos, que dotan de cuerpo a la tensión de una vida que se siente fracturada, ya una fisura que se siente expuesta, frágil. El virus nos confrontaba con nuestra condición de cuerpos. Le gustaría no tener cuerpo. Mierda de cuerpo. Ser solo un cerebro. Un cerebro dentro de un ordenador (…) Le sobra el cuerpo. Los cuerpos enferman. Se deterioran. Mueren.
La protagonista de La ventana es una ilustradora, que lleva tres meses sin trabajo. Los trazos de la escritura parecen los de una ilustración cuyas líneas se revelan incompletas, insuficientes, quebradas como si ya no se habitara la realidad como un espacio inercial, de rituales y trámites. El confinamiento convierte a los sonidos en recordatorio de un aislamiento que parece trampa, o la inversión de nuestro interior, por fin expuesto. Sonidos de las casas ajenas. Estridentes. Invasivos. Violentos. Baila, y se embriaga de cuerpo, o evoca cuando nadaba, cuando era un cuerpo que sentía la materia, que se sentía como propia materia en movimiento. El virus nos recordaba también cómo en nuestra cultura (tan virtualizada) el tacto es quizá el sentido más desperdiciado. Somos pantallas virtuales, y los demás, representaciones. La interrelación con la realidad es a través de una imaginaria pantalla (o los otros son pantalla con cuerpo adherido). En su aislamiento, la protagonista dibuja diversas ventanas, diferentes configuraciones de esa relación, la ventana que indica que no se podrá ver más allá, una puerta abierta que es un lugar, tinta en la que cada letra duerme y son consecuencias, o la vida quebrándose. La ventana confronta con ese desamparo que era aún más agudo en quienes eran conscientes, por la muerte de allegados, de la realidad de la amenaza. Por eso, su desesperación era mayor al confrontarse con la indiferencia de quienes no habían sufrido pérdidas en su entorno. Lo que no se ve no existe. Para ellos, era otra entidad virtual, por tanto una falsa amenaza, o incluso una creación ilusoria como instrumento de control social.
En la novela también se evoca aquellas manifestaciones, en los inicios de la pandemia, que planteaban que la irrupción del virus en nuestra vida podía proporcionar, cual electroshock de lucidez, una transformación de nuestra forma de habitar la realidad, que implicaría una mejora. Fue el caso de artistas como David Lynch o Apichatpong Weerasethakul, casualmente dos de los cineastas que plantean, de un modo más radical y creativo, otra manera de percibir y relacionarnos con la realidad. El confinamiento es una oportunidad para ser mejores, para cambiar nuestros hábitos, para desarrollar la creatividad, para parar, descansar y estar con la famila, para compartir lo que nos emociona. Desafortunadamente, dos años después, nada ha mejorado, e incluso quizá ha empeorado. Nuestro ombliguismo, y nuestra inconsecuencia, sigue primando, y esa actitud dispone de su reflejo en el escenario económico laboral. La nueva normalidad era un apósito que en sí era una infección no cortada. La nueva normalidad es una burla obscena, piensa (…) Para ella la nueva normalidad, es una cena familiar que acaba en tragedia. Un hijo que se culpa de la muerte de su padre. Una madre que hace un año que no abraza a su hija. En la novela palpita la posibilidad de que quizá sí, aun remotamente, pudiera efectuarse una transformación de nuestra manera, como colectivo social, de habitar la realidad, de relacionarnos con el entorno medioambiental, otras especies y los propios congéneres, que no son pantallas ni funciones ni fueras de campo cuya condición real se niega por conveniencia, para mantener la misma ventana acomodada a la restrictiva parcela de nuestro ombligo, ajeno a las consecuencias, a pequeña y gran escala, de nuestros actos. La contemplación de esa posibilidad rezuma aún el dolor de un cuerpo que de nuevo se estira tras sufrir una contusión. Y es en su condición de cuerpo, en su condición de energía con múltiples sentidos con capacidad de sentir, y empatizar, donde reside el germen de esa posibilidad de transformación que logre evitar que cada vez nos asemejemos más a huecos o dispositivos con forma humana. Quizá dibujaría un pájaro, el petirrojo que ahora la mira desde el otro lado del cristal de la ventana, el sonido de las gotas que caían del grifo estropeado de su baño (¿Cómo se pinta un sonido?) o el olor picante de su café (¿Cómo se pinta un olor?). O el tacto de su mano un tanto áspero (¿Cómo se pinta una sensación?) o el brillo de su pelo oscuro y corto (eso sí podría pintarlo, aunque nunca sería como fue). No. Quizá no. Quizá mejor no pintar nada. No se puede pintar una ausencia. Un vacío. Un hueco en el corazón.
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