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viernes, 22 de abril de 2022

De la guerre

 

'Durante toda le película se pregunta si debe hablar o callarse, si debe mostrarse humilde o arrogante, si debe cuidarse el físico o ir a peor, querer a una mujer o a cien. Cada día está seguro de algo distinto. Así que no hace nada, está en medio de ninguna parte. No es nada pero nunca tiene la sensación de estar donde debe estar. Así que poco a poco va desapareciendo, se va convirtiendo en un fantasma'. Las palabras de Bertrand (Matthieu Amalric), en la primera secuencia de De la guerre (2006), de Bertrand Bonello, describen al personaje principal de la película que quiere rodar, aunque también le definen a él, como también se puede deducir que al mismo cineasta, Bonello, y condensan la atmósfera de extravío que define a esta sorprendente y extraordinaria obra, a la que también se podría calificar como el desesperado (¿fructuoso o infructuoso?) viaje al corazón de las tinieblas, para sentirse presencia. Desde esos primeros planos de Bertrand hablando por teléfono, con las lavadoras tras él realizando sus centrifugados (como su vida lo es, o así la siente), ya se establece, corporeiza, esa atmósfera emocional (es un cine de transfiguraciones, y extrañamientos, en el que la conexión se realiza a través de estados emocionales, no de tramas argumentales). Refleja, o hace cuerpo, el hartazgo de alguien cansado de una realidad definida por los innumerables impresos que hay que rellenar, por la cacofonía (en los planos exteriores urbanos resaltan ante todo los diversos ruidos o las estridencias que impiden conversar, distenderse). Una vida de trámites, sin sentido ni significado (ruido de fondo), en la que prevalece la sensación de que se vive una vida virtual (la referencia a Existenz, de David Cronenberg).

El detonante que determinará que Bertrand realice un giro radical en su búsqueda de sentirse presencia es un accidente: tras solicitar al dueño de una funeraria, donde va a rodar, que le deje quedarse esa noche en el local para familiarizarse con los objetos, con el ambiente, al introducirse en un féretro, para sentirse como un muerto, se queda encerrado toda una noche en su interior. Lo que sucede a partir de entonces irá difuminando cualquier certeza con respecto a si lo que está ocurriendo es real o virtual (imaginario). Es el relato de una desaparición, de alguien que se va convirtiendo en un fantasma, aunque parezca que es alguien que forcejea por recobrar su presencia, y que se va apareciendo. O quizás sí. El decurso de la narrativa es tan imprevisible como lo era en Le pornographe (2001), en la que el primer tramo la narración parecía centrarse en un espacio, el de un rodaje de una película porno para, al de ya media hora, presentar a otro personaje, el hijo del protagonista, bifurcar la narración, y replantear la mirada del espectador desde otro ángulo, desde el de cómo se puede transformar el mundo, combatir a las instancias del poder, desde el reflejo de un cansancio, de un fracaso, el residual del espíritu revolucionario de mayo del 68. La única certeza que quedaba en su conclusión era la de necesitar un poco más de fuerza para poder seguir.

En De la guerre, el primer tramo se centra en uno de los espacios que parecen dar respuestas en nuestra sociedad, sustitutos de las religiones institucionales, esa especie ¿de qué? ¿organización?¿secta? (¿Qué buscan, qué quieren de los acólitos que consiguen?) ubicada en una mansión en el bosque, y comandada por Uma (Asia Argento), una mujer que disimula sus pechos con vendas (que asexualizan su aspecto). Reconoce su espíritu militar pero no belicoso; alienta buscar lo salvaje en el interior de cada uno, lo natural; se habla de una indefinida guerra a realizar, o en la que se vive; en lid con el mundo; con la propia insatisfacción; los acólitos realizan ejercicios de abrazarse, se ponen máscaras de animales; bailan desaforadamente en estado de trance. ¿Hay rumbo o sólo otro pasaje de una deriva, un reflejo de esa insatisfacción en Bertrand, quien no quiere sentirse otro más, como cualquier otro, en esta sociedad impersonal de trámites y cacacofonías que impiden escuchar y escucharse? ¿Si no parece que se puedan efectuar revoluciones colectivas, sociales, se pueden al menos realizar revoluciones individuales, íntimas? Pero ¿no será esa esa mansión un reflejo de su propia enajenación, en la que se va sumiendo, perdida ya la capacidad de discernir, de habitar la realidad, de la que se siente irremisiblemente ajeno? A partir de entonces la narración pareciera definitivamente desintegrarse. Las coordenadas de realidad se difuminan. No se sabe con precisión si el personaje retorna (si retorna a la civilización, si retorna a la mansión) tras una perturbadora transición de planos pesadillescos (de ojos arrancados y gritos desesperados)

El curso de la narración nos lleva ya de modo manifiesto al corazón de las tinieblas, en la que Bertrand es un émulo de Willard, y Michel Piccoli, en una fugaz aparición, de Kurtz. La narración (la mirada) se modula, aun descentrada ( ya no hay raccord, de tiempos reales o imaginarios, porque la desubicación, la desaparición, fluye en curso) en un un (paradójico) armónico trance, en la que es pieza fundamental la hermosa música trance que compone el propio Bonello, y que propicia admirables secuencias como la citada del baile convulso en el bosque o el travelling de retroceso sobre Bertrand tocando la guitarra, y que alcanza su epifánico cenit en la deriva de Bertrand/Willard en el bosque/selva, para quizá, ya enfrentado a las tinieblas, al reflejo de un horror y sinsentido, a su sentirse en ninguna parte, su extravío, pueda volver a habitar, con la mirada ya firme, la cacofonía que define esta llamada civilización, en vez de esperar que se abran los cielos.

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